sábado, 5 de febrero de 2011
uno de los halcones
EL NACIONAL - Sábado 05 de Febrero de 2011 Opinión/8
Hammett
SERGIO DAHBAR
Entró en la inmortalidad como Samuel Dashiell Hammett, el 10 de enero de 1961.
Todas las enfermedades que se le habían acumulado en el cuerpo lo asfixiaron al mismo tiempo ese día. Ya era una leyenda en el mundo de la literatura y del séptimo arte.
Tenía 65 años de edad y no podía estar más flaco. Y arruinado económicamente. Así se despedía uno de los íconos implacables de la literatura contemporánea estadounidense.
En ocho años (1927 / 1934) creó una corriente de escritura (cinco novelas y dos libros de relatos) que Raymond Chandler definió como si alguien hubiera agarrado un jarrón de porcelana china y lo hubiera lanzado por las sucias calles de San Francisco.
Se refería al cambio de timón de Hammett, cuando pulverizó la novela inglesa de asesinatos, racionalista, sellada con aquel investigador aristócrata (casi siempre acompañado por un bobalicón asistente) y creó el personaje rudo de la sociedad capitalista y salvaje, enamoradizo pero siempre leal a sus principios de acero.
Produjo una obra breve y precisa, cargada de ambigüedades y violencia explícita, sin olvidar el comentario social y el desprecio por quienes usaban el poder político para beneficio propio. Hammett no sólo entró en el olimpo del policial universal, sino entre los nombres que hay que leer de la literatura anglosajona.
André Gide anotó la siguiente entrada en su diario, el 16 de marzo de 1943: "Esos diálogos, conducidos con mano maestra, son cosa para enfrentarla con Hemingway y hasta con Faulkner; todo el relato es de una habilidad y un cinismo implacables. En ese género particular es lo más notable que he leído" (sobre Cosecha roja).
Dashiell Hammett era un hombre de metáforas secas.
"Desapareció dijo Spade como desaparece un puño cuando se abre la mano ".
Y de historias que podían retratar los sentimientos absurdos de mucha gente en diferentes lugares del planeta.
Una de las más notables es la del señor Flitcraft, anécdota que Spade le cuenta a la atractiva Brigid, sin que nadie se lo pida, en las páginas de El halcón maltés. Un hombre gris, casado y con hijos, ve cómo un día un accidente casual en la calle lo enfrenta con la posibilidad de la muerte.
Ante semejante destino, Flitcraft decide huir por la tangente. Sin mediar palabra, abandona su hogar, su esposa, sus hijos, y escapa a otra ciudad.
Uno supone que aquel hombrecito cambiará de vida, al entender la fragilidad de lo que se vive a diario.
Pero Flitcraft repite en su segunda oportunidad el mismo canon previo: se vuelve a casar con una mujer parecida, construye un hogar similar y tiene otra vez hijos. Hubo motivación para el cambio, pero no para dejar de ser lo que era.
Dashiell Hammett creía en un código ético inquebrantable: un hombre siempre debe respetar su palabra. Por eso los personajes de sus novelas y cuentos son cínicos, pero creen en el honor de lo que dijeron que harían.
Por eso su conducta personal lo llevó a negarse a dar los nombres de los que ofrecieron fondos para cancelar las fianzas de los comunistas que habían sido detenidos en la caza de brujas.
Dashiell Hammett concluyó la entrevista con Joseph McCarthy, junto al entonces pálido Richard Nixon, frente a la Comisión de Actividades Antinorteamericanas, como si se tratara de un diálogo de un personaje de ficción: Usted, en mi lugar, ¿habría permitido que sus libros estén en bibliotecas públicas? En su lugar yo jamás permitiría que haya bibliotecas, senador.
Ese desplante selló una admiración inquebrantable que le profesaba su compañera, Lillian Hellman, y lo condujo a la cárcel por seis meses, en West Virginia, a comienzos de los años cincuenta. Y trabajó en el aseo de las letrinas, tarea que lo enorgullecía después de haber dado la vida por la patria.
Al final de su vida se dedicó a la lectura y la acumulación de conocimientos que no tenían límites ni fronteras: la retina del ojo, el ajedrez, las sagas islandesas, las tortugas gigantes, Hegel, el canto de los pájaros, Marx, la vida de la costa atlántica, las abejas, los fabricantes de armas del siglo XVII, así como las formas diversas de los nudos y los lazos marinos. Se sentía satisfecho: había creado una obra única. Se podía ir tranquilo.
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