EL NACIONAL - Sábado 19 de Febrero de 2011 Papel Literario/4
Max Moro perdido en su patria
ALBINSON LINARES
Todas las narraciones aspiran a ser una recreación de la vida. Todas.
Más allá de los entresijos estructuralistas, los devaneos utópicos y las ambiciones estéticas, en el fondo subyace esa cara ambición que atiza al genio autoral. Es un gusanillo caliente similar al que encontramos en el fondo de los mezcales nobles y que sólo se consigue luego de pergeñar con disciplina y tesón miles de líneas.
El protagonista de , Max Moro, es uno de esos venezolanos que todos conocemos. Un tipo que nos topamos en la calle, a la salida de nuestro edificio, quizá es el novio de alguna prima o hasta es familiar nuestro.
Posee esa rara virtud de lo real, primer acierto del escritor Karl Krispin. Max es como muchos de nosotros, un hombre que vive rodeado de peligros y no exagero al decir esto. Es más, lo cito para que nos entendamos: "Si no es el hampa son los recaudadores de impuestos. Si no es la autoridad tributaria son las aceras de la calle, un pisotón mal dado que te deja la clavícula fracturada con el antebrazo en la caída aparatosa", se queja nuestro sujeto.
Pero algo que sólo aumenta el atractivo de las vicisitudes sufridas y gozadas por Max es su vasta bonhomía. Su mayor ingenuidad en los hechos relatados en La advertencia del ciudadano Norton es pretender que este país lo va a dejar vivir en paz.
¡No, eso nunca ha pasado, ni va a pasar Max!, pareciera que queremos gritarle en cada página al verlo incólume navegar hacia el mar del desastre. Ni se crean que nos va a ir mejor a nosotros porque Venezuela no deja en paz a nadie. Ni viviendo en ella, ni desde los suspiros del exilio, ni en plena posesión de nuestras facultades mentales caribeñas, ni muertos como se quejaba Uslar cuando decía que desde la tumba estaría preocupado por el país.
Bon vivant posmoderno, escritor con claras tendencias liberales nuestro amigo se toma su tiempo para el disfrute de ciertos placeres mientras alrededor suyo el caos domina y campea. Quiso el destino creativo, o sea Karl Krispin, que nuestro héroe terminara enfrentado a un oscuro personaje digno de Lope de Vega. Politicastro corrupto que encarna aquella máxima bolivariana de que "El talento sin probidad es un azote".
Medio hacker, medio adeco, medio anarquista y un completo vivo, este Fouché chimbo funciona exitosamente como Némesis y nos regala decenas de páginas sazonadas con un delicado juego retórico que los hará estallar en carcajadas.
El oficio de Krispin como autor logra traspasar el mero sentido lúdico de éstas inteligencias enfrentadas para que el lector se pregunte cuál es el país en el que vivimos y cuál es el sueño que pretendemos construir con nuestras tarjetas de crédito y los exiguos dólares de Cadivi.
Una ácida crítica a la burocracia, una oda al derecho individual son frases que encierran el espíritu de esta novela. Una advertencia a todos nosotros hecha por Max quien como un samurái se enfrenta a todo el caos caribeño con una exquisita bipolaridad que va desde sus ritos meticulosos al lento disfrute de la debacle.
Queda patente la riqueza de este personaje en diálogos inolvidables como cuando asevera: "El derrumbe de mi país y la súbita desaparición de los parquímetros han hecho de mí un firme descreído de esta republiqueta y que paridora de héroes que nadie nunca ha visto como no sea en las tiras cómicas, en los orlados remitidos de la Academia de la Historia y en los anuncios clasificados de la prensa diaria donde pillos de toda laya intentan desplumarte los bolsillos. La edición de esa historia de mi ciudad ahora se procesa en la morgue de Bello Monte".
Mariano Picón Salas tenía la honda certeza de que el proceso del hombre ante la historia está signado por los enfrentamientos entre el poder y la cultura, o sea, las fuerzas de derroche y destrucción frente a las fuerzas de creación y conservación.
Los conmino a que oigamos La advertencia..., sobre todo, la de Karl Krispin no sea que corramos el riesgo de levantarnos un día y percatarnos de que el mundo se nos fue de las manos sin darnos cuenta
Por ello decía que "vamos empujando la vida entre vientos contrarios, vacilamos entre épocas diferentes, llevados y traídos por el naufragio de los acontecimientos".
Siento que Max es uno de esos náufragos: exquisitos, dolientes y preocupados. Esos héroes anónimos que salen a la calle en nuestras ciudades pensando que todo va a salir bien, que los planes se van a cumplir y que tienen en su fuero interior la certeza absoluta de que todo eso nunca va a pasar. Pero igual lo hacen porque aman cada instante de sus vidas por muy paradójicas que sean, no en vano nuestro amigo se define orwellianamente como un hombre libre y un poeta. Díganme ustedes si no es un tipo adorable.
No se crean que nuestro personaje vive de sollozo en sollozo. Al contrario para Max, Caracas es inspiración y aborrecimiento, paradoja y destino: "Aquí cualquiera puede estar sometido al escarnio de una caja de Tafil, a la necesidad de tener que cargar alforjas llenas de Prozac y Lexotanil, y se te presenta una de estas mamis con el ombliguito al aire, una Gaby Espino con los glúteos confeccionados en el paraíso, con los pechos diseñados que ni la escudería Ferrari haría algo tan eficiente, y sencillamente sales disparado renegando de tu ataque de desencuentro con la vida, para que Miss Súper Tetas te diga papito. Y aquí se descalabran todas tus orquestadas y sesudas teorías que desacreditan la comarca subdesarrollada donde habitas, para sentirte Tarzán tirándote en liana, para recoger a la del fundillito azucarado y no dejarla escapar nunca (...) Mi aldea caraqueña se debate estrictamente en estos juegos de supervivencia, porque no piensen ustedes que en la calle tenemos foros de discusión ni tormentas de ideas. Es que ni una peña de intelectuales trasnochados".
Edward Morgan Forster solía decir que el arte de contar historias era tan viejo como el hombre mismo. Y se burlaba de las sesudas preocupaciones de los escritores contemporáneos al afirmar que difícil era en las cavernas cuando los hombres primitivos se reunían alrededor de una fogata y si el tipo que contaba historias era aburrido lo asesinaban. La advertencia del ciudadano Norton es una obra entretenida y contemporánea así que, por suerte, no te vamos a matar Karl.
No nos llamemos a engaño, Max consigue tiempo para enredarse en camas sureñas que más parecen un diván freudiano. En realidad es una exquisita junguiana argentina llamada Delfina la tercera tuerca del complejo mecanismo que es esta novela.
Y a ella le debemos una profunda reflexión sobre Caracas cuando dice con aire de sorpresa que "es una ciudad que se encontró con la modernidad, tuvo con ella un romance y ésta le pasó de largo, la abandonó, la despreció en el hombrillo.
La dejó plantada, relegándola a esperarla para otro día en una esquina de la historia".
A riesgo de caer, sin remedio, en lo anecdótico y personal, algo quisiera decir, sobre el instante en que leí el manuscrito de esta novela. Me encontraba convaleciente de una cirugía que me impedía moverme con soltura por lo que me entregué a placeres como la lectura y otras cosas profanas.
Sin embargo, en los descansos que calmantes y analgésicos me daban de cuando en cuando me entregaba a la prosa eficaz y lúdica de Krispin. Como resultado prorrumpía en unas carcajadas que espantaban a mis vecinos y luego quedaba sumido en amargas reflexiones que hicieron de esta lectura una experiencia agridulce. Como debe ser.
Recuerdo una advertencia de Uslar Pietri que me volvía a la cabeza una y otra vez en el decurso de esos días que transcurrían perezosamente: "Siempre hemos tenido una tendencia a sustituir la realidad, a ver las cosas de otra manera. Yo creo que aquí no se ha hecho la necesaria indagación sobre la imagen de Venezuela, que siempre ha sido una imagen falsa y una imagen de riqueza sedienta y de búsqueda de lo mágico. Desde la búsqueda de El Dorado aquí no se trabaja, aquí no se ha colonizado el territorio, se ha ocupado el territorio".
Por esto, los conmino a que oigamos La advertencia del ciudadano Norton, las urgencias de Max pero, sobre todo, la de Karl Krispin no sea que corramos el riesgo de levantarnos un día y percatarnos de que el mundo se nos fue de las manos sin darnos cuenta.
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