jueves, 24 de febrero de 2011

ARMADO, DESARMADO, EN EL EXILIO Y EN EL XXI


EL NACIONAL - Martes 22 de Febrero de 2011 Opinión/8
Crónica del terror
Trotski, como puede verse en el libro de Padura, tomó distancia de Stalin, pero no de la idea de una URSS socialista. Denunció las ejecuciones masivas y el envío de inocentes a los campos siberianos.
Ello le valió el exilio
ANDRÉS CAÑIZÁLEZ

El libro del cubano Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, viene a ser una suerte de cachetada. Logra el escritor que el lector voltee la mirada hacia el terror que engendró el régimen de Stalin en la hoy desaparecida Unión Soviética. Se trata de una deuda histórica. Me cuento entre los muchos que hemos denunciado insistentemente el holocausto que provocó el nazismo en Alemania, pero que prácticamente hemos omitido la crítica hacia el régimen comunista que con mano de hierro condujo el camarada Stalin.

No se trata de comparaciones, pero no puede obviarse que en cada una de estas naciones se vivió la persecución, el asesinato masivo implementado desde el poder del Estado, el confinamiento de miles de personas en campos de concentración y el exilio para otros tantos. Pero mientras hoy podemos asomarnos, con cierto grado de precisión y, por tanto, condenar aquello que fue el horror del nazismo en el alma alemana, persiste un manto de silencio en torno al terror que logró edificar Stalin como política de Estado y de partido, incluso con ramificaciones internacionales, mientras ejerció el poder en la entonces URSS, desde mediados de los años veinte del siglo pasado hasta su muerte en 1953.

Padura logra retratar el clima político, cultural e ideológico de la nación que se autoerigió en la vanguardia socialista mundial, a partir de un par de semblanzas magistralmente enlazadas del disidente soviético León Trotski y de su asesino, el comunista catalán Ramón Mercader. En una suerte de gran panorámica, El hombre que amaba a los perros muestra el enorme fracaso de un sistema que se decía a favor de la humanidad, y que en realidad tuvo como base una aniquilación física, moral e intelectual de miles de soviéticos que o bien se atrevieron a disentir o bien sencillamente se negaron a cumplir los más descabellados planes que emanaban de la cabeza de Stalin. No sólo se mataba a quienes contradecían al "gran timonel", sino que aquellos que le ayudaron a organizar el asesinato de los primeros también terminaron corriendo la misma suerte. Stalin no quería dejar huella. Trotski, como puede verse en el libro de Padura, tomó distancia de Stalin, pero no de la idea de una URSS socialista. Denunció las ejecuciones masivas y el envío de inocentes a los campos siberianos. Ello le valió el exilio y luego la muerte, pero antes debió conocer del asesinato de sus hijos por diversos métodos. Stalin quería hacerlo sufrir antes de acabar con su vida, como finalmente sucedió en México. Se trataba de un régimen de terror.

Si Trotski simboliza en el libro de Padura la posibilidad de un pensamiento propio, junto a las consecuencias vitales que ello le conlleva, en el otro lado de la moneda aparece Mercader como el brazo ejecutor de la decisión de Stalin de acabar con la vida de Trotski. Padura no olvida, sin embargo, que el propio Trotski ­cuando ejerció cargos de poder en la naciente URSS, junto con Lenin­ también cometió excesos de diverso tipo. Básicamente se buscaba acallar la disidencia (y acallarla incluso significaba literalmente aniquilarla) en aras de consolidar la naciente Revolución Rusa. Mercader, por otro lado, no sólo es el asesino, sino víctima de un sistema de mentiras y chantajes que sólo pasadas varias décadas podrá conocer a plenitud.

Ya será demasiado tarde, su nombre habrá pasado entonces a la historia del terror del estalinismo. Ambos, a fin de cuentas, han sido tanto víctimas como verdugos. Les une, además, la pasión que cada uno siente por lo perros, y de allí el título de esta obra narrativa (difícilmente quepa en la categoría de ficción), que fue editada por Tusquets en España hace dos años.

Se termina la lectura de esta obra ­magistralmente escrita­ con un amargo sabor en la boca. No se trata sólo del desencanto que viven Trotski y Mercader, cada uno a su manera. Se trata de la pesadumbre al constatar la capacidad humana de ejercer el terror, incluso de forma masiva, junto al silencio cómplice de otros ante aquello.

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