sábado, 12 de febrero de 2011
varias veces marta sosa (uno)
EL NACIONAL - SÁBADO 10 DE JUNIO DE 2000 / PAPEL LITERARIO
recipe para golosos
El sueño compartido
Alfredo Saínz Blanco
Territorios privados (1999) es el séptimo y último poemario de Joaquín Marta Sosa, quien nació en 1940 y es doctor en Ciencias Políticas. El cuaderno integra las Ediciones Pavilo de Monte Avila Editores, tiene diseño de Jacqueline Sanz y Gustavo González y forma parte de la colección Los Espacios Cálidos, "Concebida como un homenaje al poeta venezolano Vicente Gerbasi y a una de sus obras fundamentales".
Aunque no es Territorios privados una obra monotemática hay que reconocer -como advierte Elizabeth Schön en excelente y breve presentación- que la amistad es el tema que obsesivamente nos acompaña por las 52 páginas de este volumen. Pero la amistad aprehendida en toda su variable y grandiosa multiplicidad. Desde ella el poeta observa, aborda el mundo pero sin abandonar su territorio; lo demuestran muchos versos, algunos (aunque sigo siendo de aquellos románticos que aún veneran los conceptos patrios tradicionales) los suscribo hasta el suicidio: "La única patria son los amigos" (en "Sin pasaporte") y si en éstos no me detengo más es porque ya han sido bien comentados en la mencionada presentación. Véase también la paradoja (tan vallejiana) de "La primera madrugada": "la amistad alza palabras que te salvan/y jamás te salvarán/palabras". Y el magistral colofón del libro:"adiós amigos que recuerdo amigas que no olvido/y que en alguna otra vida ésta se repita/tan implacable y dulce/como ahora"(en "Adioses implacables").
Joaquín Marta Sosa hace una poesía de cuidadosa sobriedad, donde pocas veces sobra un calificativo. Su sintaxis no es la de la lógica formal, sino la que dicta el corazón, sin que esto signifique deliberada servidumbre al tiránico Hermes, por el contrario, como apunta Elizabeth Schön, abundan "esas palabras que a diario utilizamos en el diálogo con los demás".
Efectivamente existen las construcciones que señala la prologuista (aunque esto no es necesariamente un mérito literario), ensambladas en un discurso que se aprovecha tanto del coloquialismo como del inspirado (o elaborado) tropo literario. El resultado es una arquitectura personal que aprovecha con resultados loables todas las posibilidades de esa poesía de la sintaxis, que a la gramática normativa pone los pelos de punta.
La asíndeton exacerbada conduce a construcciones yuxtapuestas aunque hay una total ausencia de signos de puntuación; la disposición tipográfica adquiere valores semánticos y el vacío que es entonces un espacio -esos fantasmas estilísticos- se torna pausa expresiva, un verdadero significado sin significante, lo que de ninguna manera es novedad pero sí demuestra adiestramiento, sabio manejo del lenguaje, en una palabra: oficio.
La amistad por momentos se confunde con el amor, que más que territorios privados son sueños compartidos, porque el primero, ¿no es una manifestación del segundo?: "apenas queda lo inasible/después de comprobar que dominábamos la historia/un café violento para el amanecer era lo nuestro". ("Para una historia un café basta").
Pero la exposición del tema es, como ya se sugirió, cosmovisión; por tanto, explica, con lo que de certeza e incertidumbre tiene una explicación, sobre todo cuando incluye, no por añadidura, una búsqueda interna.
Y en ese afán el poeta, angustioso y sistémico, se acerca a aquello que es ajeno a nuestra voluntad: el tiempo -esa esperanza que se escapa- o el destino humano, o la pequeña vida que nos ha tocado en gracia y con misterio; algo que el llamado sujeto del conocimiento no puede más que otear, con un reprimido e inconfesado sobresalto, mientras el banderillero llega al límite con un sesgo rutinario y la imperceptible dosis de crueldad que pertenece a lo cotidiano: un acto (la ceremonia), el movimiento acompasado y hasta relajante del ciclista, y aunque de alguna forma inexplicable se escuchan voces estamos solos, solos e inermes como el corredor de fondo, el cazador solitario en su bicicleta mortal, y es la poesía la única verdad irrefutable como en "El ciclista": "cuando la gente grita contra sus ojos ciegos/contra sus oídos muertos/no te rindas/queriendo decir no nos abandones/olvida tu desamparo por nosotros/sueña con la tentación de un barco a la deriva".
EL NACIONAL - JUEVES 1 DE JUNIO DE 2000 / OPINION
Lo único pendiente no son las elecciones
Joaquín Marta Sosa
Luego del sainete electoral se me ocurre que es tiempo de intentar la puesta en claro de algunos de nuestros asuntos pendientes de mayor calado.
Uno de ellos, acaso el más rotundamente perentorio es el de colocar la legalidad como base y límite del quehacer político institucional. La solución del affaire electoral tiene que lograrse haciendo que prevalezcan las normas vigentes y permanentes, poniendo de lado esa falsificación insostenible en cualquier sociedad moderna y democrática, de unas reglas de transición superiores a la normativa constitucional refrendada por los ciudadanos: cuando el pueblo vota se acaba cualquier transitoriedad. No admitirlo sólo revela la cultura arbitrista que predomina entre quienes tienen hoy las riendas, pero sólo ellas, de los cargos de Estado. El nuevo Consejo Electoral tiene que integrase de acuerdo con la Constitución vigente, y los plazos, procedimientos y exigencias de información tienen que atenerse al mismo principio. Esta posición, que debe ser innegociable, no sólo pretende un proceso electoral equitativo sino, y es lo más importante, la sujeción de un régimen que tiende a ser de fuerza y de arbitrariedades a lo único que permite el comienzo de un control significativo sobre su conducta, pues sólo el respeto incondicional a la ley iguala al gobernado con el que gobierna y permite que recuperemos una cierta normalidad, que no resignación ni inmovilismo puesto que los cambios de fondo, año y medio después, aún ocupan escaso lugar en el camino.
Tal normalización política, que tanto ampolla las manos y la lengua del oficialismo, tiene hoy por hoy, entre otras, dos expresiones dignas de ser subrayadas.
Una de ellas es que la policía política de seguridad no puede proseguir en su escalada de omnipresencia en cuanto problema califique el Gobierno como crítico. Esa es la policía de los regímenes dictatoriales, que se convierte en amenaza permanente sobre la vida civil, sobre sus libertades y derechos, sembrando el terror y larvando la inhibición de cualquier sector opositor o disidente. Si no se la detiene de inmediato en esa carrera, se convertirá en el más grave problema civil, institucional, militar y político de Venezuela a la vuelta de muy poco tiempo. Si antes el acta se encargaba de matar al voto, ahora parece una tarea asignada a la policía política, conducta nada novedosa por cierto, como casi todo lo que acomete este Gobierno.
Otra pieza pendiente es la Iglesia. Por importante que haya sido y continúe siendo su presencia en el debate sobre la situación política, necesitamos que reconquiste su papel religioso y se desprenda de su discurso secular, en ocasiones excesivamente coyunturalista.
Conquista indelegable de la sociedad democrática es el carácter laico del ejercicio político y de gobierno. Esto tiene que mantenerse. Bien sé que el régimen actual, con su batería de retaliaciones, poco ayuda en este renglón. Supongo que la Iglesia preferiría tener otro protagonismo, pero ninguna explicación impide la necesidad de una política democrática exclusivamente laica. Mientras la Iglesia necesite ocuparse de la mercadería política, algo anda mal en la vida civil y de gobierno, no en la Iglesia, que de tanto ser requerida para tareas impropias puede terminar retorciendo su misión. Nada ganará la democracia y la política con ello, y mucho perderemos con lo que la Iglesia perderá.
La democracia moderna y civilista deslinda entre lo público, donde todos participamos en pie de igualdad y sin fueros o privilegios, y lo privado, donde se respetan, reconocen y protegen las diferencias, las religiosas entre otras. No obstante, los gobiernos que descubren, como insólita novedad y seis siglos después, la piedra filosofal contra todos los males, quieren reducir lo privado tanto como puedan para que lo público, sobre el cual ejercen un feroz monopolio, lo engulla y deshaga. A partir de allí todo aquello que lo contradiga sólo puede entenderse como obra y pecado del enemigo, conspirador sin redención contra la sociedad nueva (¡vaya descubrimiento!).
Estas parecen materias pendientes que los programas de gobierno ni de lejos rozan. Nutridos con el peor de los pragmatismos y con una ausencia clamorosa de ideas y originalidad, otra de las enormes y dramáticas carencias de estos días que nos corren, se limitan a repetir la cartelera al uso, con lo cual todo lo pendiente volverá a ser postergado y cualquier cambio será útil sólo para que sufra alteraciones lo irrelevante.
EL NACIONAL - JUEVES 29 DE JUNIO DE 2000 / OPINION
Fosbury y el gobierno privado
Joaquín Marta Sosa
De las diferencias más notables entre la cultura democrática y la autoritaria en un gobernante contamos no tanto su predilección por el Estado y su desdén por lo privado sino todo lo contrario. Si algo ama de verdad la cultura autoritaria es lo privado, la apropiación, y si algo deniega su gusto es lo comunitario, la transparencia de lo público.
El gobernante asido a dicha cultura se comporta como si todo le perteneciese, y en el límite incluye como parte de sus haberes las vidas y las mentes de sus gobernados. El totalitarismo, por ejemplo, se emplea a fondo a partir del principio nunca declarado de que el destino y las prestaciones biográficas de cada ciudadano le pertenecen en exclusiva, y quien se rebela contra ello es tratado con la dureza del que ha atentado contra el sagrado principio de propiedad. El totalitarismo sostiene que en nombre y para bien de todos es propietario de todo, cuando en realidad es el gran propietario, el único propietario, que distribuye expropiación a cada uno de los que tienen el infortunio de caer en sus dientes de hierro.
Los gobiernos de autoritarismo, digamos, blando, incorporan como suyos y para sus designios los bienes públicos, y convierten en tales a todos los que siendo recursos privados amenazan su sagrada propiedad. Y es sobre la política donde buscan ejercer tan a fondo como puedan o se le permita ese signo de apropiación. Todo el poder bajo su control, todas las instituciones sometidas a sus órdenes, cada funcionario puesto por él, y defenestrado por él cuando pierde sus favores. Su avidez por privatizar lo público, para sí y para sus fines, puede ser escandalosa.
De allí deriva la propensión sistemática a la irresponsabilidad por parte de los políticos macerados en la cultura autoritarista. Es decir, si el Estado y sus recursos son propiedad suya a nadie tienen que rendirle cuentas y todos tienen que rendírselas a él.
Quien nos preside, sin pretender calibrar hasta donde podrá llegar, está cultivado en esa cultura. Es la única manera de entender su displicencia cuando le tocan el punto de los 55 mil millones de bolívares poco menos que evaporados por la infame gestión de la anterior directiva electoral. Son sus bienes y fueron sus designados quienes los malbarataron. Acaso él pueda pedirles cuentas y retirarles su confianza, pero el común nada tiene que hacer allí. Los montos perdidos son propiedad del gobierno, es decir, suya sin más.
Simultáneamente, cuando impreca para obtener mayoría en el nuevo parlamento, lo hace para asegurarse la incondicionalidad de todas las leyes que se aprueben, de tal modo que refuercen su propiedad sobre presupuestos, designaciones, ceses fulminantes y depredación de quienes intenten controlar el uso que él determine para los recursos que ya no son públicos, desde luego, sino usados por él con la más amplia de las arbitrariedades. ¿Que a los personajes formados en la cultura autoritaria les repugna la privatización? Sí, pero sólo aquella que otorga propiedad a los otros. Es decir, intenta privatizar cuanto sea posible todo lo de originaria naturaleza pública con el fin de incrementar los recursos de cualquier tipo que pueda poner a su disposición (designación de parlamentarios, jueces, gobernadores, jefes del partido, asignación de fondos...).
El secreto profundo de las mentalidades autoritarias, en su relación íntima con el gobernar, consiste en el uso privado del poder para fines privados, cercenando hasta la raíz el sentido comunitario de lo público, el control institucional de su uso y la obligación de rendir cuentas a los ciudadanos.
Quizás por eso me parecen paradigmáticos personajes como Dick Fosbury (valga el ejemplo ahora que se acercan las Olimpíadas). En las de México, año 68, revolucionó el salto alto con su técnica de saltar de espaldas. Ganó el oro. Hoy todos saltan con su método, incluido el cubano Javier Sotomayor. Fosbury se contentó con enseñar el método que lleva su nombre, ver que todos lo acogían como el mejor y de inmediato, desechando boato, fama y dinero, se retiró sin más. Un bien privado convertido en un uso público absoluto, sin reclamo alguno por parte de su creador. Fosbury, sin saberlo, era un demócrata cabal con un sentido comunitario intachable.
Los personajes de conducta autoritaria suelen crear poco, más bien nada, apropiarse de todo y empeñarse por todos los medios en no salir jamás de la escena.
EL NACIONAL - JUEVES 27 DE JULIO DE 2000 / OPINION
Contra el raticida
Joaquín Marta Sosa
Año y medio después el país está más descompuesto, más fraccionado y con menos ilusiones. Decir cualquier otra cosa sólo se entendería en el caso de los incondicionales del oficialismo o de los tontos de capirote.
Chávez, apoyado con entusiasmo por su Gobierno, ha liquidado el poco Estado que nos quedaba, derritió la escasa institucionalidad que sobrevivía y ha condenado a millones de venezolanos, que han sido sus electores, a ver cómo el agua les llega cada vez más cerca del cuello a cuenta de que el poder es más importante que la gente. Este último es, con toda probabilidad, el único rasgo propio de una revolución que se le puede endosar al régimen.
Por si fuera poco se ha empecinado en envenenar un ambiente social y político ya de suyo extremadamente enrarecido. El lenguaje chavista ha superado todas las cotas de agresividad y grosería que se puedan imaginar. Y si algo nos retrata de cuerpo entero es nuestra verbalización de la realidad. Este discurso tan proclive a la procacidad empobrece radicalmente las relaciones políticas, engendra animosidad y posturas irreconciliables, fractura, en suma, a la ciudadanía. Chávez, y una buena parte de sus burócratas, han hecho poco más, hasta ahora, que lanzarnos a unos contra otros y ponernos a rumiar desengaños, cóleras y venganzas.
Dice Chávez y sus incondicionales que él ha sido el presidente más atacado, de allí sus lenguaradas intemperantes y reactivas. Poca memoria se necesita para olvidar que en el renglón de los ataques de todo tipo y grosor los que él recibe están muy por debajo de los que atronaron cuando la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, golpismo y destitución incluidos. Es verdad, a Chávez nadie lo trata con manos de seda, sólo los incondicionales, pero tampoco con metralla como en su momento él lo practicó.
Además, un presidente tan cuestionado debía, es lo procedente y sensato, detener un momento su carrera desmadrada y preguntarse si no le cabe a sus acciones, omisiones y decires alguna culpa en las reacciones que provoca, que no se trata sólo del rencor proferido por impenitentes y blasfemos. En fin, cuando un respetable intelectual aconseja a Chávez que no se ocupe de sus críticos pues contra éstos basta el raticida, esto de tratar a los adversarios como ratas no es precisamente un gesto primoroso ni revelador de la aceptación humana, ciudadana y democrática del otro, dentro, faltaba más, de las diferencias y las distancias que el caso inevitablemente provoca.
El espectáculo tragicómico de un gobierno tan violento y feroz que, no contento con desollar al enemigo, se dedica con fervor a ejercitar sus colmillos en la propia carne de los cercanos, suerte de autofagia suicida, no es precisamente tranquilizante ni avisa acerca de una futura eficacia en el arte de gobernar mediante decisiones que nos permitan retomar la senda clausurada desde por lo menos abril del año pasado, cuando se intensificó la recurrencia de arbitrariedades, amiguismos, amenazas y corruptelas del más viejo de los cuños. Todo infatuado con una Constitución donde el Estado de tanto que protege al ciudadano terminará por aplastarlo.
Quien gane el domingo va a tener al frente una tarea gigantesca. Sabemos que es imposible, que nadie nos devolverá este año y medido amputado a nuestra vida social. Pero si se retoma el camino que es imperativo en la democracia, a saber, el fortalecimiento de las instituciones por sobre el personalismo, de la legalidad por encima de lo arbitrario, del consenso contra el hegemonismo, de la ciudadanía más allá de las pulsiones enfermizas del poder, podremos sentir que el barco cruje pero vuelve al curso de navegación propicio, alejándose del buey al que estúpidamente le hacen dar vueltas a la noria y va abriendo un surco en el que no deja de hundirse cada día más.
Quien nos obligó a encallar en este muelle de estropicios tendrá difícil ese giro imperativo hacia otro norte. Pero, por qué no, a lo mejor lo asume y, en todo caso, tenemos que obligarlo, ahora a él, a que lo emprenda, reduciéndole a fondo su poder.
Claro, hay una alternativa más sencilla: desalojarlo del mando dentro de tres días. Si algo se ha demostrado posible en la historia es que las elecciones sirven para poner y también, cómo no, para apartar.
EL NACIONAL - JUEVES 10 DE AGOSTO DE 2000 / OPINION
La excepcionalidad no es democrática
Joaquín Marta Sosa
La apelación presidencial a la "unidad de todos por Venezuela" es equivocada porque la democracia no se entiende bien con la unicidad, con la redundancia, no así las dictaduras que la tienen como su alimento de obligación. Estas, y más en su forma totalitaria, imponen modos únicos e inapelables para enfrentar los problemas, interpretar las circunstancias y decidir el proyecto de nación que se impone a los ciudadanos. Por eso recurre al salvacionismo ideológico, al personalismo político y a la represión policial, pues le sirven como recursos para impedir la libertad y la beligerancia. "La unidad" como apuesta política de un régimen constituye un atentado explícito contra la posibilidad de oposición, dinamita la disidencia.
En determinadas situaciones críticas o esenciales la democracia requiere y admite comportamientos "unitarios". Fue nuestro caso durante 1958 para hacerle frente sin fisuras a los remezones que intentaban el regreso de la dictadura militar. Sería admisible contra una agresión militar exterior que pretendiera dar al traste lo que vamos siendo como nación independiente. También suele ser necesaria cuando se trata de construir los fundamentos constitucionales básicos de la sociedad.
Viene a sorprender ahora que en su momento, para el acto institucional por excelencia que abría las puertas a esta nueva etapa, a saber, la discusión y aprobación de la Constitución de 1999, quien ya era Presidente se ocupara con denuedo para que no fuese el resultado de un esfuerzo de "unidad nacional" ni de consenso sino de agreste contabilidad política: se contaba con la mayoría y lo demás sobraba. El tiempo de la unidad, del consenso básico, fue desdeñado cuando, dada la orden correspondiente, se levantaban los brazos con la aquiescencia que se hizo costumbre.
Pero ahora, cuando "la unidad" derivaría en enfermedad infantil de la democracia, se la agita desde el balcón como la nave donde todos tenemos un sitio que nos aguarda para "salvar a Venezuela". La etapa que se acaba de abrir de par en par es otra, es nueva y distinta. Es aquella que en un sistema democrático consolidado y normal emplaza a la confrontación de ideas, de alternativas, de proyectos; a la discusión abierta de los actos y de las escenografías de gobierno y gobernantes. No es la unidad lo que nos va a permitir trasponer las puertas para andaduras renovadas, es la contrastación civil y civilizada de lo que se nos propone como futuro a partir de cada cuestión que puntual y coyunturalmente tenga que ser decidida. Es el momento clave donde la oposición tiene que comportarse como si fuese gobierno y el gobierno admitir que aquélla tiene razones, en más de una ocasión, superiores a las suyas. Y que esa dinámica pueda funcionar a veces mediante consensos, en otras por medio de acuerdos o entendimientos.
En democracia la "unidad nacional" es siempre e irremisiblemente un recurso de excepción. Y cuando se propone la excepcionalidad como norma es que no se entiende cabalmente la naturaleza del sistema democrático e inevitablemente es un anuncio de que los asuntos pueden ir a peor.
La convocatoria a la unidad, seguida de los anuncios de conductas de excepción tales como una constituyente sobre el programa económico, legislación habilitante para el Presidente, declaración de emergencia social, configuran un espíritu contrario al cañamazo democrático que privilegia el uso de los medios normales, el equilibrio de poderes, la normalización de planes, programas y decisiones. Además, por si fuera poco, se ha comprobado hasta la náusea que los recursos excepcionales, extraordinarios, habilitantes, los "operativos" en suma, antes que resolver empeoran las dificultades.
Es previsible que el presidente solicite "unidad" para apoyar el otorgamiento de excepcionalidades. La primera demostración de que la democracia funciona mejor ahora es reclamarle el empleo de los recursos normales que están a su disposición. Ellos son suficientes si se los utiliza con inteligencia, oportunidad y competencia. Y, por otra parte, su utilización es mejor garantía de una gestión eficiente, transparente para la ciudadanía y escrutable para los organismos de control.
La democracia no es una batalla aun cuando a veces, no pocas, tengamos que batallar por ella. La democracia es el empecinamiento de los quehaceres cotidianos bien hechos, la seguridad de que los buenos resultados exigen trabajo, participación amplia y activa, tenacidad y perseverancia. Se ha dicho que el silencio es el sonido de las cosas que marchan bien. Tal es la discreta, acaso la secreta, aspiración de la democracia. De allí que abomine de la excepcionalidad.
EL NACIONAL - JUEVES 24 DE AGOSTO DE 2000 / OPINION
Util sí, pero no utilizable
Joaquín Marta Sosa
Cada cierto tiempo regresamos a la épica del quehacer intelectual, al compromiso de su protagonista. Retorno especialmente frecuente cuando algunos suponen que se han vuelto a abrir los senderos prometedores de la historia, de la revolución en suma.
Así acontece ahora en Venezuela, de manera que discretamente se da inicio a la discusión de siempre: el intelectual es un ser para el compromiso, es decir, para iluminar las bronquedades inevitables de toda transformación. Su función, se aclara, es la de fortalecer los acontecimientos, la de prestar argumentos a aquella que se presume que sea la demanda de la sociedad. Eso sí, se admite, salvaguardando su independencia frente al poder siempre y cuando la sostenga desde su inserción en las transformaciones. Es decir, "dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada"; el "intelectual orgánico" en suma.
No hay razones para desconsiderar a quien ponga sus capacidades razonadoras y creativas en esa dirección, sólo que frecuentemente suele convertirse en el camino más corto hacia la obsecuencia y el incondicionalismo.
Me cuento entre aquellos a quienes les fastidia la pesadez e inutilidad del intelectual que se diluye en la socarronería y el ingenio, desdeñoso de su circunstancia y de sus prójimos, presto a calificarse como irreverente al dar cuenta de un país atrasado, una sociedad corrompida, unas instituciones abominables. Y tan pronto los cambios reverberan se dedica, sin solución de continuidad, a su exaltación desmedida, sin detenerse a catar sus signos, pues siente que es a él a quien se reivindica, y que sinsabores y denuncias no fueron en vano. Entre nosotros ser intelectual suele exigirnos que todo nos parezca enfermo y que apesta, salvo lo nuevo (hasta que se pone viejo -lo cual sucede con diligente rapidez-). Para él no existe la historia sino el tiempo malo y el de la alborada.
Ahora bien, el compromiso del intelectual, de aquel cuyo oficio es la producción de ideas como lo dijo de manera sencilla y contundente Manuel García Pelayo, es impensable sin la libertad, suelo nutritivo de la independencia crítica, de su inteligencia y de sus capacidades.
Dijo Pío XII "libertad para todo, menos para el error", con lo cual se convertía sin proponérselo en precursor de las peores imposiciones "revolucionarias". Juan XXIII tuvo que terciar: "libertad para encontrar la verdad" afirmó, lo cual implicaba una libertad sin paradigma alguno de servidumbre. Y de esto se trata. El espíritu de libertad crítica y creadora propio del intelectual implica, incluso en los casos de compromiso directo y activo con unos determinados cambios, su capacidad de revisión, análisis y confrontación. De lo contrario no es un intelectual útil sino utilitario, o utilizable.
Subrayo, forma parte irrenunciable de su independencia tanto el dedicarse a su propia obra en aquellos casos, no infrecuentes por cierto, en que ella corra en paralelo con las novedades políticas, como producir una que se sitúe a contrapelo "de la revolución", que la impugne, la contradiga, la desencuaderne e incomode a sus fieles hasta la exasperación.
Claro, un intelectual puede aseverar que constituye una novedad conceptual digna de admitirse un régimen que abunda en personalismo caudillista, descree de los partidos políticos (su Constitución no los menciona una sola vez), se alinea con lo más detestable del Oriente Medio. A mi es que me parece que el horizonte humano y civilizatorio que hemos alcanzado rechaza tal realidad y pugna por superarla e impedir que los carriles del poder nos atasquen en esas arenas movedizas.
Lo intelectualmente honesto y valiente es acompañar y nutrir las situaciones siempre que se crea en ellas, sin incondicionalidades ni seguidismos acríticos (Sergio Ramírez con el sandinismo), o bien colocarse al margen si su obra está ubicada en otros universos (Lezama Lima con el fidelismo) o también impugnarla a fondo (Savater con el etarrismo). Lo decisivo es que en cada caso se defienda la humanidad vital de la libertad y el derecho irrestringible a combatir a favor de los propios sueños sin la obsesión de imponerlos (dictadura, terrorismo, fundamentalismos) sino, en el mejor de los casos, proponerlos a otros a sabiendas de que éstos tienen el legítimo derecho de contraproponer los suyos propios. Acaso en ese libre traer y llevar de las ideas, conquistar los encuentros, estriba el compromiso natural de los intelectuales pues éstos sólo proponen posibilidades, nunca destinos.
EL NACIONAL - JUEVES 7 DE SEPTIEMBRE DE 2000 / OPINION
Del tren y la democracia
Joaquín Marta Sosa
Para retomar la cuestión de la competencia propia del intelectual en cualquier tiempo, una ocasión inmejorable es el discurso de Chávez en esa reunión hamletiana del Consejo Federal, en la que todos preguntaban si eran o no eran pues no hay ley que los ampare y bajo el más completo de los desamparos los juntaron. Y para resolver dudas el anfitrión lo dejó paladinamente claro: "somos un equipo pero ustedes son los jugadores, el manager soy yo" y, por si faltara nitidez, remató "todos con el proceso y el que no esté de acuerdo lo bajamos del tren".
Días antes el mismo orador sentó doctrina en el minarete de su partido: "si aplanadora, aplanadora, si alicate, alicate".
No hace falta más para reiterar que ese discurso está plagado de pulsiones antidemocráticas, caso frecuente en el poder y particularmente en el modo venezolano de ejercerlo. Ante el aporte que bajo este trópico el mandante nos dispensa, el intelectual tiene la obligación de revisarlo sin dobleces ni subterfugios. Le está negado, a causa de la incondicional ética crítica que debe presidir sus hábitos, pasarlo por alto, entre otras razones porque la arbitrariedad, una vez que se la siembra y deja regar, cunde a una velocidad de espanto y lo devora.
Nunca se insistirá lo suficiente sobre la clave de oro de la democracia: crear mecanismos que impidan la extralimitación del poder, la arbitrariedad, y hagan presente el control sobre sus actos. Y esto no contradice el muy sensato principio de la mayoría como mecanismo funcional de la democracia, bien distinto y distinguible de la arbitrariedad.
El principio de la mayoría es de esos valores que ni siquiera pueden estar en discusión, su cuestionamiento fracturaría de manera irremediable uno de los presupuestos centrales de la democracia. Pero el principio de mayoría está, como todos, sometido a límites, de tal modo que ignorarlo igualmente quiebra el alma de la democracia.
Esos límites que ni siquiera la mayoría más incuestionada puede traspasar son, entre otros, el de la legalidad y el derecho de las minorías. El primero obliga a la mayoría a atenerse a las reglas preestablecidas, sin interpretarlas de modo oportunista o circunstancial. Esto implica que una Constitución en vigencia es la norma de las normas, y por más que nos incomode comportarnos de acuerdo con sus pautas no tenemos alternativa que su acatamiento. De lo contrario estaríamos dinamitando desde adentro, a fuer de mayoría, a la democracia misma.
Los derechos de la minoría están condensados en el principio democrático del ejercicio activo de la disidencia, del desacuerdo, sin que ello nos coloque ipso facto en el terreno de los réprobos, de los proscritos, de los que deben recibir castigo, ser señalados como enemigos del pueblo y sometidos implacablemente a un tratamiento de parias. La minoría tiene los mismos derechos políticos que la mayoría incluso cuando no coincide con ella. De allí que la amenaza de "bajar del tren" a los discordantes significa disparar, con prepotencia y a la luz del día, contra el segundo principio fundante de la democracia.
Y el designio de que el mandante es manager del equipo y los demás, gobernadores y alcaldes, sólo jugadores sometidos a las órdenes del mandador, es una metáfora insostenible si se aplica a la política democrática. El presidente es jefe de Estado, pero nada más. Los gobernadores y alcaldes son autoridades de Estado electas, y nada menos. Cada uno tiene su ámbito de poder, deben coordinar acciones y gestiones, se deben lealtad en tanto funcionarios con responsabilidad pública. Pero nada de esto permite que el presidente conjeture, y menos en democracia, que él es dueño de vidas, haciendas, conciencias y verdades irrefutables. No hay deber de obediencia ni al mandante ni a su proceso, sino a la legalidad, la responsabilidad pública y las propias convicciones, contrastables con las del presidente, pero no secundarias o prescindibles si a éste no le agradan.
El irrespeto a la legalidad, al derecho a disentir, a la legitimidad igual de los cargos electos, a la libre expresión de convicciones sin temor a represalias es un asunto que no puede pasar inadvertido para el intelectual. Demasiada experiencia se acumula bajo los puentes como para pasárnosla de ingenuos e imaginar que estamos ante una novedad propia de la epifanía regeneradora, y que a ella debemos entregarnos en almíbar.
EL NACIONAL - JUEVES 21 DE SEPTIEMBRE DE 2000 / OPINION
Intelectual es quien desafina
Joaquín Marta Sosa
Frente a su desdén inveterado por todo aquello que lo delimite, incluso por las fronteras que él mismo se fijó, no hay más remedio que volver a repetir aquello de que nada más redundante que el poder, semejante siempre a sí mismo sean cuales sean sus coartadas, melindres de ocasión, afeites pasajeros. Acaso el más esperpéntico sea el de ese prohombre del poder establecido que al dejar un cargo, mientras se cuidaba de cargar consigo todo el poder, de que él era "un hombre del contrapoder".
Tal impostura socarrona sólo le permite al intelectual una tarea central, la de convertirse en una suerte de estropajo rebosante de lejía crítica para que, mediante el desenmascaramiento, se impida que el poder mienta con vergonzosa impunidad.
Si algún gobierno ha contado con poder al borde de lo omnímodo es el que nos hemos puesto sobre los lomos. No sólo la crisis de los partidos históricos y de su red de mando lo explica. Probablemente la bancarrota económica, que deja al Estado como solitario y prepotente adinerado, sumada al enorme empobrecimiento y fragmentación social, que nos ha devuelto a los tiempos del peor de los pedigüeñismos, le otorgan una espesura y extensión de poder difícil de igualar. Y prevalido de esa potencia hace y deshace a su aire, cultiva la arbitrariedad sin sonrojarse, como un bribón cualquiera, aprueba la "mejor Constitución del mundo" para ponerla de lado cada vez, que ya son muchas, que le incomoda.
Hace falta, lo digo con cierto desánimo, un entusiasmo desmedido para ver en esto "la irrupción fulgurante de lo nuevo" y dejarse llevar por su corriente al son de cualquier fanfarria militante.
El poder siempre será tan arbitrario como pueda, siempre crecerá tanto como se le deje, sus valedores y beneficiados (las excepciones suelen escasear) le serán benevolentes hasta la náusea o la pérdida de los favores bien o mal ganados. Nada nuevo. Y los maquillajes ni siquiera especialmente originales.
Y por si fuera poco, a ese inmenso poder se suma la credencial democrática expedida por el organismo electoral, de la que se usa y abusa a la hora de las coartadas. Montaigne afirmaba que una sociedad era tanto más democrática cuanto mayor fuese el ruido que escucháramos cuando acercábamos a ella nuestro oído. A juzgar por lo ruidosa es muy saludable nuestra democracia, salvo que el ruidazal proviene principalmente del Gobierno, del Presidente, y no de la sociedad como era el supuesto del gran francés. Gobierno ruidoso que intenta acallar los voceos que emita la oposición, excepto que sean para sumarse a los suyos, que ya va sucediendo (tampoco en esto hay originalidad).
La democracia, además, aspira a una sociedad decente y civilizada. Avishay Margalit sostiene que la primera es aquella donde las instituciones no humillan a las personas y la segunda aquella donde sus miembros no se humillan unos a otros. No estoy seguro que el Presidente y buena parte de sus partidarios pasen (y ni siquiera sé si desean pasarlas) ambas pruebas.
En estos casos es mucho más imperativa la afirmación de Gianfranco Pasquino: "la tarea del intelectual no consiste en hablar en nombre del poder político ni, mucho menos, a favor del poder político. Consiste, más bien, en hablar al poder político con explícita franqueza y en saber contradecirlo abiertamente", pues como dejó dicho Ortega "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no se salva mi circunstancia no me salvo yo". Y, cómo dudarlo, de entre nuestras muy graves circunstancias la mayor es el Gobierno pues, hoy por hoy, el poder acumulado en sus botijas puede decidir, literalmente, sobre vidas y bienes. En consecuencia es ineluctable que el intelectual tenga que hablarle en voz alta al poder constituido, asevera Michael Walzer, (hasta donde pueda, me permito añadir). Sí, entiendo que se le hable con susurros, voz baja, melosidad condescendiente, pero no son ésos los tonos ni temples propios del intelectual útil pero no utilizable. Si algún asidero tiene su función principal, que no exclusiva, es la de explicar (quitar las máscaras), transfigurar (abrir alternativas y posibilidades) y transformar (cambiar lo que necesita ser cambiado, puesto que eso de fundar el mundo todos los días es menester de ignorantes ofuscados o dementes peligrosos), y no son las moradas del poder el mejor lugar para lograrlo.
EL NACIONAL - JUEVES 5 DE OCTUBRE DE 2000 / OPINION
Servidumbres políticas
Joaquín Marta Sosa
Cada día el régimen provee de más y mejores pruebas sobre su alma reaccionaria y redundante. Una muestra: la pretensión de la nueva Ley de la Fuerza Armada de reservarse la exclusividad de certificar cuáles ciudadanos pueden obtener empleo. Es una hipermilitarización de la vida civil que bordea lo enfermizo. Y por si fuera poco, el general Anselmi proclama que "la paz y no la guerra es la responsable de la degradación humana" maridándose sin rubor con el fascismo ordinario.
En cuanto a la redundancia, basta seguir al partido oficialista, hosco revival de lo peor en años recientes. Así se subraya que los males no han pasado, que lo peor está apenas en fase de incubación.
En la Constitución alarman las cotas de autoritarismo del presidencialismo estatista y la confiscación de la descentralización. De ésta afirmó Lusinchi que sería como una república con 20 caciques. Y Chávez, parafraseándolo, juró que no permitirá "20 republiquetas". Lo dijo Antonio Muñoz Molina: para estos iniciados "nada se ha quedado tan antiguo como el futuro".
Frente a tales evidencias antidemocráticas, a las que sumamos la amenaza de destituir a los gobernadores incómodos, resulta un contrasentido que cualquier intelectual se incorpore incondicionalmente al trasteo, resignando las claves de su fuerza, el pensamiento independiente, las razones democráticas, su apuesta por la libertad y por el escrutinio sobre el poder. Tal conducta no se avendría con la necesidad disidente, el análisis crítico y confrontador y la indelegable contestación al régimen.
De allí que me resulte muy difícil entender que alguien asuma lo que viene ocurriendo como "nueva era, espléndida oportunidad en curso para salir de la oscuridad" y, de paso, convoque a los intelectuales para la gesta y, como rúbrica, le sugiera al régimen no el gaseo, sería demasiado evidente el filonazismo, sino el raticida contra los remisos. El inequívoco tufillo inquisitorial de tal ofuscación es el que suele acompañar a los entusiasmos presurosos y desmesurados.
En su respuesta a estos pareceres Juan Carlos Santaella, en un artículo más bien apropiado para participar en un concurso de comisario político del régimen, se dedica a exponer de mí una biografía acomodaticia, oportunista y lastrada por una ostensible falta de rigor intelectual. Denunciar los que presume como lunares en mis responsabilidades públicas no le quita un gramo al peso de mis críticas frente al régimen y a mis planteamientos acerca de la actitud que el intelectual debe mantener en su contestación. Más bien, carente de razones, parece proclamar que el derecho al pensamiento o la palabra sólo corresponde a los incontaminados, como él supongo, es decir, a la "gente del proceso". Todo para los que están con la "revolución", nada para los que están en contra se viene a decir. Se quiere imponer el "pensamiento único", es decir, el no-pensamiento, con lo cual se ahorran ellos mismos la tarea de abrir los ojos y combatir con las ideas.
Descalificar es un procedimiento tan viejo como iluminador de las limitaciones y propósitos de aquellos movimientos que se alimentan con ellas. Así comienzan todos los autoritarismos. Tal es el talante de la "verdadera" democracia que prometen.
Siempre he descreído de las apologías, nunca las he practicado, jamás las he escrito. Mi relación política o intelectual con el poder nunca fue apacible y las pruebas de ello sobran. De ninguna de mis responsabilidades públicas me arrepiento, ni las oculto. En especial me honra haber colaborado en el impagable esfuerzo de la Contraloría presidida por Eduardo Roche Lander para institucionalizar y adecentar la administración y combatir la corrupción, así como mi contribución al gran impulso reformador del sistema político emprendido por la Copre bajo la dirección de Carlos Blanco. No fueron poca cosa: descentralización, ciudadanía participativa, reforma de los partidos, del sistema electoral, reforma del gobierno y del parlamento. Hoy forman parte de los triunfos inalienables de los ciudadanos y de las regiones, amenazados por la obsesión militar-centralista en uso.
Paradójicamente dicho artículo, sumario de clichés y consignismos sobre los "40 años que fueron de corrupción y nada más", se publicó mientras el Gran Hablador, a contrapelo de Santaella, utilizaba sin reparos un potente recurso del período oprobioso, la OPEP, para salvar los pocos muebles que restan en Palacio.
Acaso por ello aconseja Johnson que en estos casos es mejor bajar la voz y mejorar los argumentos, gruñir menos y razonar más.
EL NACIONAL - JUEVES 2 DE NOVIEMBRE DE 2000 / OPINION
La perversa aporofilia
Joaquín Marta Sosa
Chávez clama contra los excesos de los países ricos, depredadores de los recursos del planeta, mientras su texto de instrucción paramilitar impugna "esta civilización del consumo y del placer".
Entre presidente y texto discurre una innegable corriente de empatía: despacharse a gusto contra el consumismo, sea lo que éste sea, desde un equívoco moralismo cuyo fondo es la aporofilia, ese sedicente y desmesurado amor por los desvalidos que sólo puede ser satisfecho con más pobres y más pobreza pues carecer del objeto que se ama resulta insoportable.
Dicho talante, además de simplificar este problema, mucho más hondo y complejo en sus orígenes y efectos que el simple consumir nada, algo o mucho, parte de una inmensa falacia: que en el mundo de los pobres el gusto es por el sacrificio y la carencia, por la sobriedad extrema, más bien renuente a cosméticos y vestidos de buen ver, a lo festivo y a las efusiones de alegría.
No obstante la realidad planetaria lo desmiente día tras día. Los pobres aspiran, y todos los que en el mundo estamos, a hacer suyos los recursos de consumo y de vida que el trabajo creativo, humano, nos entrega.
Contaba un sacerdote afincado en las barriadas que ropa, bailes, celebraciones no faltan casi nunca, de calidad irrisoria y a un costo que los ahoga. Lo malo, concluía, es que se trata sólo de unas horas, luego la realidad contumaz, infernal, vuelve a revolcarlos.
La suntuosidad delirante, el desplazamiento de necesidades vitales por otras postergables, la ansiedad enfermiza por acceder a posesiones fútiles, no son comportamientos deseables. Pero de allí a incordiarse contra el deseo tan humano y radicalmente popular, de siempre y de todos los lugares, por el buen verse, comer y celebrar, no pasa de ser una monserga que, de imponerse, conduce a represiones sociales de consecuencias totalmente contrarias a lo que se busca pues provoca más bien tal desbarre en los deseos que se los satisface apelando a cualquier medio. De ello es un buen ejemplo el Chávez de hoy en los excesos que muestran su vestir de moda y marca y su viajar sin continencia.
Que la vida se reduzca a la moda, a desvivirse por el mejor perfume o el último automóvil, en malbaratarla de trivialidad en trivialidad, no parece recomendable. Que la lógica del lucro conduzca a exterminar los recursos del planeta azul, por lo cual, en última instancia, sufrirán tanto ricos como pobres, es intragable. Pero de allí a proponernos una vida de orden de clausura mendicante hay un buen trecho y una enorme confusión.
En fin, la moralina de siempre, la mojiganga agreste de quienes tienen por horizonte ideal de la historia una larga fila de hombres y de mujeres trajeados del mismo modo, tarareando la misma estrofa, caminando hacia el mismo cementerio.
Recientes informes de Cepal, Unicef y FAO coinciden en que es Venezuela uno de los países donde la pobreza crece año a año y señalan como causa la recesión económica (que el régimen ha acentuado). A su vez, la investigación que coordinó Mikel de Viana subraya como su efecto letal y degradante "la cultura del fatalismo" (los pobres descreen de sus capacidades para trastocar su situación y esperan, resignadamente, la acción de otros para lograrlo).
Es esto lo que tiene que cambiar radicalmente para aspirar, con los pobres a la cabeza, con todo derecho y harta legitimidad, a un buen consumir, a un buen producir y crear, a un buen participar. En fin, a ser libres y a realizar el destino de cada uno en medio del prójimo y junto con él. Con pobreza seremos una sociedad siempre al borde de los abismos y del atraso. Lo demás son sandeces.
Si deseamos para Venezuela una línea ascendente en la calidad y equidad de vida social, en la fuerza de nuestra democracia, en la posibilidad de transformaciones impostergables, lo menos indicado es irrigar nuestro capital social con esos antivalores incrustados en el vivir empobrecido. Una sociedad decente, civilizada y moderna sólo puede erigirse con una ciudadanía que vaya siendo y teniendo más y mejor. Es decir, todo lo contrario de la pobreza.
Entre tanto los encomiadores del oficialismo escorzan su pueril autorretrato en los mismísimos títulos de sus artículos laudatorios. Por ejemplo en este: "Elogio de la memez ilustrada".
EL NACIONAL - JUEVES 16 DE NOVIEMBRE DE 2000 / OPINION
El poder y los deseos
Joaquín Marta Sosa
En la reflexión sobre el poder, obligada por los tiempos que nos rodean, una novela viene a demostrar por enésima vez que pocos medios superan a la literatura en cualquier hora donde los hechos de la vida se muestren opacos, inasibles, confusos. Me refiero a Blonde donde Joyce Carol Oates rescribe la vida de ese mito fascinante en el que se convirtió Marilyn Monroe. Como todo relato de calidad sólida, éste permite muy diversas lecturas. La que se apoderó de mí fue la siempre elusiva acerca de la relación entre el poder y las personas, fatalmente vinculados desde que el mundo se conoce.
El poder mantiene inveteradamente dos rostros, el eufórico y feliz de la creación y el sórdido e implacable de la destrucción. Por lo general son dos caras que se funden de tal modo una en la otra que resultan indiferenciables, pues cada una puede pasar por ser la contraria, jugar con nosotros, mentirnos. En definitiva, el poder que la humanidad construye se sirve de ella, una vez agotado, para devastar como única opción para sobrevivirle. Con razón se ha dicho que el poder, el poderoso, carece de escrúpulos, deviene en adicción y patología para ejercer como tal. Es, pues, tan inevitable, y acaso necesario, como peligroso.
El personaje cuya vida moral, interior, más que objetiva o biográfica, vertebra la novela, se planta ante los poderes que se cruzan en su vida para mendigarles afecto, reconocimiento, para que la acojan y le den el calor de una protección que no cese. Esos poderes son la madre, el padre desconocido, los amantes, la maternidad frustrada, los que dirigieron su carrera de actriz, su productora cinematográfica. A cada uno de ellos está dispuesta y desea entregarse, y lo hace, los requiere como su alimento vital, los busca con una obsesión devota y fanática, incondicional. Uno por uno le regalan migajas de un tiempo, siempre fugaz, perecedero, para una felicidad que le provoca la ilusión de que, finalmente, su vida tiene un sentido definitivo que le permitirá realizarse en lo que quiere ser, sin sobresaltos ni trampas. No obstante, una y otra vez los finales son trágicos. Rupturas, intentos de suicidio, abortos, desencuentros y separaciones, conflictos críticos van jalonando y construyendo el empedrado de su vida asediada por la única y tremenda obsesión de encontrarse consigo misma.
Blonde es una novela compleja, ejemplar y, por tanto, acaso como el río de la vida, nada fácil de acompañar. Está construida como por retazos, bloques discontinuos, sendas que se pierden y reaparecen mucho después, tiempos que se multiplican como espejos en un intercambio de realidades donde los sucesos reales, las pesadillas, el rezumar del subconsciente, la pulsión del patetismo de una persona que desnudaba su cuerpo, o más que insinuaba su desnudez, como un intento fallido de mostrar su honestidad y transparencia, y ser amada por ello.
La espesura intrincada de esta novela parece indicar una alegoría en sí misma. Es necesario desentrañarla, agredirla con una lectura que ponga de lado las complacencias y el dejarse llevar por los susurros de una historia convincente y seductora. Igual que al poder, cuya alma penetra y destila, hay que confrontarla, como método para hacerla inteligible y domeñable hasta donde nos resulte posible.
Al final la novela está allí, en su rotunda presencia de 900 páginas, con una trama cundida de vericuetos, acertijos y claves que bien sabe el lector, exhausto, que no ha domesticado por completo. Pero al menos puede salir de ese enfrentamiento evitando las lesiones más insidiosas y mortales.
Marilyn Monroe tentó los deseos sobre el poder para realizar sus fantasías. Se dejó llevar por el poder de los deseos con despojamiento y pulcritud. Se dejó destruir por él. En su caso fue suficiente una inyección nocturna de Nembutal directa al corazón.
Las relaciones con todas las formas de poder, nos viene a decir Joyce Carol Oates, en especial con aquellas que amamos con desprendimiento y esperanza, conducen a la soledad y transforman la naturaleza de la muerte en un camino amargo de autodestrucción. Las traiciones tan propias de las pequeñeces del poder son insufribles. Todo aquel que se entrega con sus ilusiones e ingenuidad a los deseos del poder, nunca distintos a los del dominio sin escrúpulos para sobrevivir destruyendo todo cuanto le amenace, termina por sucumbir.
EL NACIONAL - JUEVES 30 DE NOVIEMBRE DE 2000 / OPINION
Intifada de baja intensidad
Joaquín Marta Sosa
Estamos a días de una nueva convocatoria electoral que en sí misma y en apariencia apenas tiene importancia relativa. Digo esto pues lo interesante y esencial de las elecciones democráticas consiste en que su resultado sea más o menos inseguro y que sus consecuencias tengan algo de impredecible. En estas del próximo domingo apenas si asoma con timidez algo de esos rasgos. Sabemos que la abstención será alta, que el oficialismo obtendrá una votación importante y que la oposición volverá a comprobar que su fuerza se mantiene. Es este sentido nada nuevo bajo el sol podrá decirse. Así son las apariencias.
El hecho mismo de que se convoque a elecciones es valioso pues en estos procesos siempre resulta posible en algún grado, mayor o menor, poner en cuestión al poder. El referendo que perdió Pinochet cuando parecía tener todas las de ganar así lo atestigua. La concurrencia electoral, incluso en las condiciones de mayor ventajismo para quien gobierna, es imprescindible como recurso de los demócratas. Es la gota de agua que horada los poderes más impenetrables. Es por ello que, en general, opino que no es buena decisión la de abstenerse, ni siquiera cuando se cuenta con la carta activada de la insurrección civil. La gesta de Toledo lo ejemplifica suficientemente.
En el caso del domingo próximo, además, las elecciones pueden jugar el papel de esos "ganchos" de efecto retardado tan frecuentes en el mundo del boxeo. Es decir, se las puede plantear como un golpe más de socavamiento. Mientras menos alcaldes y concejales obtenga el oficialismo y mayores sean los votos en blanco en el referendo sindical, más clara se tornará la resistencia a un gobierno desmesurado en coparlo todo y en meterse y ordenar incluso donde no le corresponde. Votar para apoyar alcaldes y concejales y para repudiar, no votar, la pregunta que nos haría cómplices de la escalada de concentración de poder en manos del oficialismo, tendría la consecuencia de seguir tejiendo y densificando el espacio opositor.
Esta nuevo evento, como casi todos, será otra ocasión que no debemos desperdiciar para favorecer cambios y reformas. Esto es posible si los resultados perjudican suficientemente al Gobierno como para obligarlo a una reconducción democrática de su gestión, y si no lo hace, a causa de la tozudez inmemorial que suele ser su adorno, mientras más poder se le reduzca contará con menos agilidad y tiempo para reincidir en sus propósitos y, así, el campo de la reforma democrática crecería.
En el mediano y largo plazo esta elección puede inscribirse como un hecho más dentro de esa suerte de intifada democrática de baja intensidad a la que el oficialismo nos obliga todos los días, para mantener y fortalecer una resistencia que sea capaz de reestablecer los equilibrios así como los controles de la sociedad sobre el Gobierno, ya que desde las instituciones no es posible, por inexistentes, inútiles o incondicionales del régimen. La reinstitucionalización del país es tarea de la sociedad desde la sociedad.
Para estos fines vendrán muchos aliados. El tiempo, la ineficacia del Gobierno y sus desmanes los multiplicará. Incluso procederán de las mil cribas, fracturas, disidencias que sufre y seguirá padeciendo el chavismo. Simplemente porque quienes usan la democracia con finalidades incompatibles con su naturaleza terminan siendo derrotados por ella, temprano o tarde. Fujimori y su patética espantada lo dicen todo en esta materia. El depredador que ahoga todos los minutos de su vida en una obsesiva persecución de presas, ahíto luego en sus pesadas digestiones, termina siendo devorado por aquella que pasó por ser la más insignificante de todas.
Post scriptum: mucho y bien se ha escrito sobre dos asuntos que no puedo pasar por alto pues son cruciales para mi. Felipe Pérez expresó unas opiniones que resultan insostenibles, en especial tratándose de persona talentosa. No obstante, su cese fulminante como respuesta es indefendible. No quisiera pensar que también el IESA será infectado con esos venenos hostigantes que el Gobierno regala cuando, por ejemplo, destituye sin anestesia a Juan Carlos Palenzuela por una crítica de arte y prosigue con la asfixia de la Casa de la Poesía, hecho que repruebo por completo, y que señala otra vez que éste no es mejor Gobierno que los precedentes. Con ellos la Casa sobrevivió, ahora prometen su réquiem. Ojalá que estos casos no concluyan sin rectificación.
EL NACIONAL - JUEVES 28 DE DICIEMBRE DE 2000 / OPINION
Al final, ni entusiasmos ni pesadumbres
Joaquín Marta Sosa
He desconfiado siempre de los entusiastas desmesurados y de los pesarosos convencidos, y en esto, a diferencia de casi todo lo demás, la vida se he empeñado con frecuencia en darme la razón. Lo digo puesto que al acercarnos al réquiem de cada año es común una suerte de agobio y euforia que se apoderan de nosotros, pues constatamos que otro año ha caído inexorable sobre nuestros hombros y, por otro lado, nos prometemos inveteradamente que el próximo será nuestro gran año.
La pesadumbre que nos circunvala, a unos más a otros menos, deriva de las pérdidas, de las irrealizaciones, de los vacíos, de todo aquello que de algún modo se torna irrecuperable, comenzando por uno mismo que ya no volverá a ser el que fue durante el año en extinción. Pero también tiene otra fuente en ese poderoso deseo común a todas las especies, que en la nuestra tiene la crueldad de lo conciente, me refiero a la inmortalidad. Y un año más en la vida, nos susurra desde el fondo que tenemos uno menos en la cuenta. Inclemente nos recuerda la minúscula e irredenta fugacidad que somos.
Afortunadamente la euforia nos auxilia y pese a todo nos empuja a vivir, bien al modo del carpe diem o bajo hábitos más reposados de una cierta permanencia. En su territorio nos invitan los más festivos entusiasmos, los embriagantes furores de esa placentera suposición de que nada está perdido nunca e incluso de que aquello que dábamos por irremediable puede ser recuperado.
El entusiasmo, como la pesadumbre, trasegado en cantidades o necesidades excesivas nos lo pone todo tan borroso que creemos percibir cada cosa, nuestro futuro entero, con una claridad insospechada. Nos difumina la realidad, envía hacia remotos desvanes sus problemas acuciantes, y sólo preserva para nosotros los ideales de las grandes metas, o pequeñas y personales, con una insondable ficción: la fe absoluta de alcanzarlos.
Maniatados en esos estados de embriagante y mentirosa plenitud, la mayoría nos deshacemos de ellos cuando volvemos al trabajo, o al desempleo, después de cada fiesta. Otros, más obcecados e inconscientes, pueden conservarlos y blindarse tras una cierta inmunidad contra las voces tercas de los sucesos efectivos. Adormecen sus discernimientos en tales contagios de entusiasmo y enmascaran el sentido y contenido de los hechos. Así, el entusiasta deviene en fanático, sus euforias superan la embriaguez más o menos controlada, y reduce el ancho mundo y la terra incógnita a unas coordenadas normalmente simplonas, incapaces de resistir el asedio de lo mínimamente razonable. Es entonces cuando decide que su misión, descubre que tiene una, es meter en su saco, y a como dé lugar, a cuanto gato ande en el parque. El entusiasta deviene en amenaza y peligro.
Sucede, lo señaliza con toda claridad Rodríguez Genovés en Ética del contento, que en tal situación límite el entusiasta se despoja de todo sentido de la continencia, de todo esfuerzo por mantener incólume su autonomía personal, su sentido del respeto y la tolerancia por el otro y sus diferencias. Y en una rapto de pusilanimidad consigo mismo, con la causa de sus entusiasmos, se abandona a la rutina de abrazar todas sus creencias sin fisura ni condición hasta el punto de enceguecer su inteligencia.
Tal ceguera tiene un rasgo muy característico. A diferencia de los personajes de Ensayo sobre la ceguera, la novela de Saramago, que saben positivamente que les ha sobrevenido la invidencia, los fanáticos entusiastas mientras menos dispuestos están a ver, mientras menos ven, más creen estarlo haciendo, y suponen que enceguecidos están, por el contrario, aquellos que aseguran estar viendo otro talante en la realidad.
El entusiasmo que deriva en ceguera es el primer enemigo de las transformaciones tanto personales como colectivas, es una de las más graves razones para cierta pesadumbre que, digamos, no se aparte de las leyes de lo real.
Por tanto, si bien es exagerado recordar al Neruda condolido del Feliz año chilenos para la patria en tinieblas, sería igual de extremo afirmar que contamos con un Gobierno felicitable y que habitamos la Venezuela mejor.
Feliz año, pues, sencillamente, y tratemos de hacer bien aquello que más queremos, como aconseja la "ética del contento", e impidamos que nos embarguen los entusiasmos desatinados o las pesadumbres plomizas pues sólo ofuscan cuando sustituyen al alma y la conciencia.
PS: Es de agradecer al IESA su lección de templanza al reincorporar a Felipe Pérez
Fotografía: Vasco Szinetar.
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