viernes, 18 de junio de 2010

Para el desarchivo: la nación


EL UNIVERSAL, Caracas, viernes 06 de febrero, 1998
La idea de nación
Luis Castro Leiva

Ha pasado el ruido; debo ahora escuchar a rezagados y oír la lluvia de las pasiones que voluntaria e involuntariamente habría sembrado en las nubes de la opinión. Pero entre la hojarasca hay cosas interesantes expresadas sobre la unidad nacional y su relación con la libertad y defensa de la democracia. Por ejemplo, un comentario sucinto pero en extremo perspicaz de José Vicente Rangel. Su reflexión condensa bien una clave para interpretar las vicisitudes de nuestro desarrollo democrático y el prospecto de su viabilidad: ¿cómo evitar, parece decirnos Rangel, que por exceso de celo a la libertad las prácticas de la democracia nos roben las 'esencias populares' que supone esta forma de gobierno para muchos de nosotros y de las cuales depende su eficacia moral y política? Tiene sentido, razón y peso su interrogante: ¿Libertad con hambre, con pobreza y desigualdad? ¿Qué hacer entonces?

Imagino que se refiere a las necesidades de la igualdad y justicia como valores políticos sustantivos; que asume también si le interpreto acertadamente que la libertad bajo este prisma luce apenas como una condición precaria y nunca suficiente para el logro de aquellos dos valores. Y así Rangel no muestra a todos el meollo de esta trilogía de valores y la forma de dilema con la cual parece presentársenos hoy ante nosotros.

El asunto general que plantea consistiría en esto: ¿cómo hacer, aquí y ahora, con el desencajado sistema político que tenemos, en medio de la inflación que no acabamos de abatir bien o del todo, con las deficiencias de legitimidad que tiene su instrumentación electoral y otras que se le sumen, con el mercadeo de la antipolítica' sea como quimera o mito caudillesco y que asciende en marea como ilusión para su cura, cómo hacer, digo, para que la libertad no se reduzca al ejercicio ritual de un valor procesal o que, precisamente, a causa de tal reducción, se considere necesario suprimir su ejercicio? Es esta una pregunta clásica en teoría política contemporánea, en especial en el contexto de sistemas institucionales endebles o de escaso potencial para su 'gobernabilidad' como sería el nuestro. Para ver la amenaza que se cierne sobre la idea de democracia y su relación con los valores de que hablo, téngase presente que muchos jóvenes se preguntan sin ansiedad si no sería conveniente 'suspender por un tiempo' la libertad para lograr un milagro chileno entre nosotros.

Es entonces una buena pregunta, tanto política como económica, la que nos hace Rangel. Y se me ocurre que puede haber, entre otras, dos estrategias para responder: la una perversa y la otra, aunque práctica y razonable, basada en una analogía (en el sentido más filosófico del término) atacada por extemporánea. Veamos.

La primera estrategia la han puesto en marcha nuestros representantes y sus partidos políticos. Abusan, creo, de los límites de su mandato y calculan mal el poder de su menguado poder. Consiste en prolongar la espera, aumentar los 'costos de transacción' de las soluciones institucionales que los miran a la cara basando su rechazo a esta inminencia en la ingenua creencia de que el desenlace de los cuadres y recuadres electorales resolverá todo. Que la nación se regenerará. Llamo a esta forma de ver las cosas el 'maximalismo partidista'. Sus partidarios esperan que la solidez de nuestras esperanzas y la firmeza de nuestro sistema político aguanten bien y derechamente el resultado eventual de las elecciones.

Pero esta estrategia pareciera tener, como corolario funcional, un principio explosivo adicional que atenta en contra de la viabilidad de la democracia; la necesidad de agudizar las tensiones y contradicciones del momento, de extremar hasta sus límites la conflictividad social real y latente y la de capitalizar el resentimiento y los estragos de la inflación que se combate para luego tomar el poder. Sugiero que ésta es precisamente la mejor manera de reducir a formalismo el ejercicio de nuestra libertad y de conducir a su deliberado desarraigo. Aplazar lo urgente es negociar el suicidio colectivo; renovar así irresponsablemente el carácter procesal de la idea de justicia es comerse el capital moral que luego conducirá a echarlo todo por la borda. Y es que el resultado de las elecciones y la estabilidad y confianza de sus triunfadores cualesquiera que éstos sean dependen de lo que se haga ya, en este momento, por asegurar las bases de nuestra economía y política. Este modo de pensar supone confiar demasiado en la solidez de nuestro sistema democrático una idea peregrina desde que el comandante Chavez nos autorizara moral y políticamente a todos para alzarnos en nombre de la voluntad del pueblo y nos diera por entronizar una descentralización como la que tenemos y en la estabilidad del juego natural que legitima la controversia entre Gobierno y oposición. Extraña paradoja entonces: los más radicales son los más conservadores; nos dicen que todo está podrido y hay que empezar de cero; y los más modernizadores son procesalmente los más conservadores: no hagamos nada ahora y esperemos las elecciones...

La segunda estrategia es diferente, tiene una dosis de prudente escepticismo con respecto al poder de la estabilidad de nuestras costumbres democráticas. No confía tanto en las virtudes de estabilidad de nuestro sistema político. Busca aparentemente algo muy sencillo y, de escucharse atentamente, atiende, en principio, a los intereses de todos los grupos y partidos hoy en lisa electoral. Propicia la adopción de algunas políticas públicas urgentes, hoy a mitad de camino de su andar, casi todas asumidas por la sociedad civil o la nación como suyas, que a gritos piden su concreción en hechos. Por ejemplo, y como propone Ramón Piñango: ¿qué cuesta aceptar el mínimo de días de escolaridad que requiere la nación? ¿Qué impide fijar prioridades en la próxima elaboración del presupuesto nacional entre el Gobierno y la oposición? ¿Qué impide un acuerdo de la nación para ponerle freno a la inflación y enfrentar con extremo rigor la necesidad de construir un presupuesto balanceado ya?

Rangel se hace una buena pregunta. Es bueno oírla. Se me ocurre que todos ganaríamos si en ella se escuchara la voz de la nación para que la libertad no siga alocadamente en carrera rumbo a su deceso por formal. Porque la libertad no es ni tiene porqué concebirse como un valor formal, es, puede y debe ser sustantiva, pero para esto es preciso escuchar a la nación...

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