jueves, 17 de junio de 2010
Doble soledad
EL NACIONAL - SÁBADO 02 DE SEPTIEMBRE DE 2006 S/4 Papel Literario
EL PAÍS VISUAL
A solas con un disparo
Karina Sainz Borgo
Ceteris paribus
Si la economía de pensamiento realmente funcionara, estas primeras líneas no levantarían el suspiro y el cuestionamiento en quien las intenta. Si fuese posible hacerse el que no escucha, el que deja pasar; si fuese posible. El pasado domingo 13 de agosto el Museo Alejandro Otero abrió sus puertas para presentar la muestra del I Concurso Bienal Internacional de Fotografía 2006. Aclaremos de una vez: ése es el músculo de lo que esta edición de País Visual pretende. Dedicada al tema del viaje y curada por Tomás Rodríguez, Zacarías García y Alexis Pérez-Luna --quienes integraron el jurado calificador--, la bienal supone una muestra impecable, con un montaje reluciente y un ejercicio curatorial que tiene como uno de sus logros capitales el friso entre las disparidades de los 62 fotógrafos participantes. Sin embargo, como buen músculo, la reseña de esta muestra no escapa de la tensión. He allí el porqué de la invocación a la incomodidad que supone la economía del pensamiento. Ese 13 de agosto, el MAO parecía dispuesto a recuperar su vocación de reflexión sobre las artes visuales, ese poderoso lugar que todo lo transparenta. Por esa razón, precisamente por ésa, ciertos detalles no pueden pasar desapercibidos.
Durante la inauguración, con reiterada insistencia, las autoridades culturales oficiales resaltaron su disposición democrática. Subrayaron la escogencia inclusiva y heterogénea de la muestra. Es cierto. Nadie lo pone en duda. Ahora bien, porqué agradecer y promocionar (como quien viste una estrellita dorada en la solapa) lo que se supone obvio. Quizás porque en tiempos como los que corren, lo evidente se matiza. Peligroso, ¿verdad? Ese domingo, el ministro Francisco Sesto invocó esa acrobacia discursiva que confunde la inclusión con la panfletaria costumbre de convertir cuanto se toca en un objeto de memorabilia ideológica. La muestra es lo suficientemente fuerte como para soportar el preámbulo institucional que la acoge. Y aquí es importante aclarar: la procedencia de una muestra --privada u oficial-no es una garantía a priori de aplausos o críticas. En absoluto. Sin embargo, es imposible describir la muestra que hoy ocupa al País Visual dejando de lado esa realidad inmas ticable de tener que caminar con las manos en alto, arrepintiéndonos de todo cuanto se conoce, agradecidos por lo obvio y avergonzados por el disgusto que este tipo de adornos provocan. Una muestra de fotografía es un evento plástico, ¿sólo así debe verse? Eso sería como caminar por las salas con guantes quirúrgicos. Ni el polietileno ni la economía del pensamiento funcionan. Así que mejor, y una vez pasado el trago grueso de la aclaratoria, hay que ocuparse en mirar --sin hacerse la vista gorda-lo esencial: la muestra.
Transeúntes
La exposición tuvo como eje central la interpretación personal que del viaje hicieron cada uno de los 62 fotógrafos convocados. Ese acto del ir y venir, de quien atraviesa el paisaje con la soledad de los forasteros (de quien captura y modifica con la mirada), mantiene una línea visual que pudiese incurrir en el reincidente y acicalado mirar fotográfico documental. Sin embargo, y he allí uno de los focos de tensión y atractivo, la exposición no se rinde a la picaresca bucólica del blanco y negro o el gusto por color local. Al contrario, la heterogénea selección hizo posible una alternancia armónica, casi rítmica, entre el abordaje del tema sólo como anécdota con otras proposiciones visuales que convirtieron el viaje en expedición. La distribución de ganadores y participantes en salas separadas no supuso inflexión en la calidad de lo expuesto, al contrario, logró respetar la textura de cada mirada, reforzándola además por la armonía de conjunto que establecían entre sí. Los tres primeros premios (Julio Estrada por la serie Sureste en África; Edgar Moreno por Los Antípodas y Leo Álvarez por En la cuerda floja), ponían de manifiesto la inclinación del jurado por una línea clásica y conservadora, aquella donde el objeto retratado está definido de antemano: alguien lo mira, alguien lo retrata, alguien lo reelabora a partir del disparo de su cámara. Las tres series ganadoras abrumaban por la mezcla de géneros que las define, esa alternancia entre lo documental y el retrato creaban módulos ciertamente avasallantes, pero no por eso homogéneos.
Si a eso se suma la disposición en el espacio con propuestas como Souvenirs, de Sara Maneiro (mención de honor), la mezcla lograba un resultado que exige del espectador una disposición anímica específica: de la mirada documental conservadora a la experiencia personal, indefinida y profundamente metafórica de los imprecisos paisajes de Maneiro o también, por ejemplo, la mezcla de obras con un fino y agudo sentido de lo lúdico, como la de Vladimir Marcano, quien a través de cinco imágenes hace la operación inversa: se aprovecha de la anécdota viajera (un hombre que camina o un ciclista dentro de un paisaje formal, construido con ojo estudioso), para usarla a su favor en un juego poético de escalas. Marcano proponía un paisaje contemporáneo, seriado e irónico que ganaba mucho más significación dada su vecindad en sala con las poderosas imágenes de un artista como Paolo Gasparini. Esa situación se repitió, nuevamente, en la sala uno, donde puede observarse una imagen pura y perfecta de una carretera (titulada Km O) de Antolín Sánchez inmediatamente seguida por una fotografía de Renata Escorihuela de un sótano inundado, caótico, incierto. El contraste entre ambos registros de la nocturnidad --el primero telúrico, el segundo urbano-generó un díptico metafórico que produjo una tercera obra --algo así como un cociente poético-resultante de esa tensión.
En el I Concurso Bienal Internacional de Fotografía 2006, el obturador se volvió gatillo. Eso es lo que logra la muestra: un disparo sonoro que paraliza al espectador sin dejarle la oportunidad de reponerse o guarecerse de la ráfaga de imágenes. La curaduría proyectó las obras más allá de sí mismas, imprimiéndoles una capacidad rítmica autónoma. Destacaron entre las imágenes y propuestas, la mirada de un menos ingenuo y cada vez más directo Yuri Liscano, la reelaboración formal de lo íntimo propuesta por Martín Castillo, así como la obra (y su excelente montaje) de Enrico Armas, quien despliega una particular, divertida e ingeniosa bitácora-fichero. Dar por terminado el recorrido de la muestra reproduce la sensación de quien regresa de un viaje. La condición de transeúnte cobra sentido gracias a la conjunción perfecta de 62 artistas. Se trata de atravesar el paisaje, modificándolo y dejándose modificar por él, hasta llegar al momento intangible del tránsito, una concesión de quien oprime el botón y nos trae de regreso a un lugar en el que permanecemos, largamente, a solas con un disparo.
Ilustración: Bernardita Rakos (El Nacional, Caracas, 17/04/10)
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La soledad del disparo, la soledad del agujero que deja....
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