sábado, 19 de junio de 2010

Para el desarchivo: atentado de Los Próceres


Huellas que detonan la memoria
Carmen Hernández

Unas manos vendadas, alusivas al penoso accidente sufrido por Rómulo Betancourt en junio de 1960, y a la vez posible signo de impotencia, dan título a la propuesta expositiva de Juan José Olavarría en la Sala Mendoza (Que se me quemen las manos). Este artista retoma de la historia venezolana algunas zonas olvidadas y políticamente significativas para desentrañar esa compleja trama que ha tejido hoy deseos de cambio.
Las diferentes obras que conforman la muestra plantean una revisión crítica de la historia oficial con sus mecanismos institucionales de omisión. Esta mirada crítica alcanza los códigos dominantes en el campo cultural y frente a posibles soluciones apologistas de la tecnología, el artista redimensiona la huella, el fragmento y la herida, con el fin de anunciar el paso del tiempo de una historia dolorosa que comienza en el individuo y culmina con la nación.
El trabajo de Olavarría permite reflexionar sobre el lugar privilegiado desde el cual se escribe la verdad como un ejercicio dual que ilumina y oscurece, según los intereses de un poder hegemónico. Por ejemplo, las tensiones políticas de los años 60 están contradictoriamente aludidas en las manos vendadas del presidente y en la figura de un soldado moribundo asistido por un sacerdote. Bajo el título de La alcantarilla se retoma una imagen de la prensa y se transforma en metáfora de El Porteñazo, ocurrido el 2 de junio de 1962. Este documento visual que muestra al victimario como víctima, hoy llama a la reflexión sobre la supuesta defensa de la patria.
Si el gobierno de Betancourt está signado por una represión visible en los cuerpos, la presidencia de Raúl Leoni se asocia a las estrategias de las desapariciones. Este momento está representado por el cuerpo del profesor Alberto Lovera, brutalmente asesinado y reproducido en la prensa cuando fue encontrado en una playa de Lecherías. Esta imagen reconocible como silueta horadada en la pieza El trago amargo, recuerda la muerte de Cristo e introduce la noción de sacrificio ciudadano porque a pesar de la gran conmoción pública que creó este caso, quedó condenado a la incertidumbre. Dolor y de-sesperanza tejieron parte de la trama de la democracia representativa, caracterizada por alianzas constantes entre partidos políticos que defendían el statu quo de un grupo privilegiado. Frente al posible fracaso de un ideal democrático, aquellos que aspiraban crear una nación más justa, sufrieron una profunda decepción, según advierte Doris Francia en su libro Los silencios de la derrota. Esos silencios propiciados y propios articulan diversas aspiraciones de modernización: la élite cultural que creó el Helicoide y los campesinos confiados en las promesas territoriales de la Reforma Agraria.
En las obras de Olavarría se rescata la presencia de aquello desarticulado que reclama su estatus desde el olvido. Más que pretender reescribir la historia, el artista aspira verter luz sobre nuestra identidad y este deseo lo lleva a deconstruir la imagen con el fin de resignificar sus elementos. Por ejemplo, la cantimplora del soldado revitaliza su condición de recipiente solidario al servicio del individuo. Igual sucede con la bota u otro elemento alusivo a la pro-tección del cuerpo. En este proceso de resignificación se favorecen técnicas menores como la costura y el bordado que revitalizan signos de orden plástico y redimensionan su condición de géneros bastardos. En el performance Que se me puyen los dedos, son las manos femeninas las que ahora cosen, bordan o ¿reparan? los signos del territorio nacional. Como reacción ante un sistema autoritario e incapaz de asumir el rol protector paterno, parece necesario introducir una visión más amplia y generosa, simbolizada por El samán de Güere con su frondosidad horizontal.
Juan José Olavarría cuestiona aquellos códigos culturales incapaces de reflexionar sobre su historia o sobre las políticas del signo. El artista privilegia la horadación y la huella -signos del efecto del tiempo sobre los cuerpos- como posibles detonantes de memoria. Esta exposición llama a revisar ampliamente la historia nacional a partir de la mirada de aquellos signados unilateralmente por una supuesta deslealtad. Las polaridades con sus determinaciones de lo bueno y lo malo, lo sano y lo enfermo, siempre ocultan deseos de dominio (como la tradicional alianza entre diferencia y desigualdad) que deberían comenzar a superarse por soluciones más integradoras. Hoy, cuando la distancia permite ampliar las perspectivas de la conciencia, resulta necesario activar mecanismos atentos a las diversidades culturales. Si Juan José Olavarría retoma algunos fragmentos de la historia nacional como herida a reconstruir es porque el dolor aún persiste en el lenguaje que nombra. Por ello, es necesario reflexionar sobre el rediseño nacional a partir de un reconocimiento de los códigos representacionales que hoy siguen formando parte activa del campo cultural. El modelo de nación, como pertinente estrategia de diferencia frente a la globalización internacional con sus poderes diseminados y homogeneizadores, debería propiciar la correspondencia entre sus estratos, reconociendo la interdependencia entre el poder que configura desde arriba y los sujetos que lo sostienen y reproducen en sus signos, desde abajo.
(*) Curadora
EL NACIONAL - DOMINGO 12 DE DICIEMBRE DE 1999

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