lunes, 1 de noviembre de 2010

marxidad


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Ser marxista
Antonio Sánchez García


“Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de distintas maneras.
de lo que se trata, es de transformarlo.”
Carlos Marx, Tesis 11 sobre Feuerbach
“La lucha de clases es el motor de la historia.”
1
Comencemos por el comienzo: el marxismo no es una teoría filosófica. Ni Marx un filósofo como Anaximandro, Sócrates, Platón o Aristóteles. Los que uno pueda estudiar y a cuyas supuestas verdades uno se pueda adscribir sin que le ocurran profundos cambios existenciales. Como, por ejemplo: a la de Inmanuel Kant y el kantismo, Hegel y el hegelianismo, Santo Tomás y el tomismo. Y todas las doctrinas filosóficas que en el mundo han sido, desde los presocráticos hasta los fenomenólogos. Incluso: a Heiddegger o a Sartre y al existencialismo en cualquiera de sus variantes. Formas diversas de conceptualizar lo que en sus respectivas circunstancias se considera la esencia de lo real, interpretaciones ontológicas y metafísicas, epistemológicas y absolutistas de la realidad. Incluso con capacidad de influir en el comportamiento de quienes, consciente o inconscientemente las practican. Se puede andar por el mundo diciéndose heideggeriano, sin que ello comporte la más mínima responsabilidad ética, política o moral. Conozco heideggerianos fascistoides y ultra montanos, católicos aristotélicos y ateos impenitentes. No sucede en absoluto de la misma forma con Marx y su dialéctica histórica y materialista. No se puede andar por el mundo diciéndose marxista, sin que ello no comporte practicar el imperativo político del marxismo: apostarse junto al proletariado para transformar el mundo, luchar por la liquidación de las clases sociales, instaurar una dictadura proletaria. En síntesis: ser un comunista. Pues el marxismo no es una filosofía: es una creencia, incluso una religión política.

Lo señaló explícitamente el propio Marx, para quien ser considerado un “metafísico” que nos dotara de una teoría meta histórica, capaz de estar por sobre las determinaciones concretas del capitalismo, tal como se lo señaló a Vera Zasulich, quien dirigía la revista teórica de los marxistas rusos, era una ofensa inaceptable. Consciente de que el materialismo histórico que estaba fundando suponía un quiebre irreparable con la tradición filosófica occidental, dio por zanjada su relación con la filosofía escribiendo LA IDEOLOGÍA ALEMANA. Pero, en rigor, Marx pretende terminar de raíz con la filosofía. No mediante una especulación teórica, como lo hiciera Hegel con Kant, y el hegelianismo de izquierda con su propio maestro. Sino mediante la práctica histórico real: la transformación del mundo. En pocas palabras: llevando a cabo la revolución socialista hasta alcanzar el comunismo, luego del cual se acababan las ideologías, moría su suprema forma de ser, la filosofía misma en su dimensión fundante del ser, lo que la tradición académica ha llamado desde siempre una prima filosofía.

Con la revolución universal propiciada por el proletariado llevado de la mano por los partidos comunistas y el dominio de una sociedad sin clases, sin Estado y sin ideologías – la piel que enmascara la realidad real y permite la alienación que se esconde tras toda interpretación meramente filosófica del mundo - se acababa, por ende, la filosofía misma. Liberado el hombre de las cadenas que lo ataban a la caverna platónica, tendría que habituarse a vivir bajo el pleno sol de la verdad: la sociedad de clases, que es menester aniquilar. De allí la famosa Tesis 11 contenida en sus Tesis sobre Feuerbach: la filosofía se ha encargado hasta ahora de interpretar el mundo. Llegó la hora de cambiarlo. Cambiado el mundo, se acababa la filosofía.
2
De modo que de acuerdo al propio Marx no se puede ser marxista sin ser revolucionario, sumarse al trabajo de zapa para destruir el capitalismo, combatir a la burguesía y sus clases parasitarias, hacer añicos el libre mercado, terminar con el derecho de propiedad y montar una dictadura total, esto es: totalitaria. Marxismo es totalitarismo. Así se travista de encarnizada lucha contra la alienación de la mercancía. Por lo menos durante la etapa de transición hacia el comunismo. El marxismo predica la dictadura del proletariado y la destrucción del orden social vigente. Lo dijo en el Manifiesto, no se desdijo jamás.

Otra cosa muy distinta es que, por razones de conveniencia política, los administradores de la primera dictadura proletaria, que no fue otra cosa que la dictadura de los bolcheviques que la impusieran en Rusia, vale decir, de Lenin y Stalin, sus capataces primigenios, el marxismo pueda ser edulcorado, suavizado y adjetivado para comodidad de los comunistas que lo asumen como la religión que auténticamente es y proclama ser, de modo que sus aspectos estrictamente teóricos vayan por un lado y sus necesarias consecuencias prácticas, por otro, intrumentalizándose así en mera disciplina científica, vale decir: destilándosele metodológica, epistemológicamente hasta convertirse en “método incontaminado de análisis científico de la sociedad de clases”. Y en el colmo de la impostura, la inconsecuencia y/o la manipulación instrumental se lo dignifique moralizándolo y convirtiéndolo en una nueva forma de “humanismo”, el humanismo marxista. Insólito oxímoron de una teoría socio histórica que llevada a la práctica produce los más aterradores campos de concentración conocidos por el hombre, el GULAG, pero promueve simultáneamente el parto de incógnitos paraísos intelectuales, que dan necesariamente en el socialismo real. La castración del verdadero objetivo histórico del marxismo – hacer la revolución - es lo que, mediante el rodeo epistemológico, ha venido a dar en la marxología y en los marxólogos, unos señores que se sirven de la dialéctica marxista pero lo hacen “democráticamente”. No para hacer la revolución, sino para comprender la sociedad que requiere de su parto. O en el caso de la llamada Teoría Crítica y ante la imposibilidad fáctica de la revolución dada la transfiguración del capitalismo industrial, utilizarlo como instrumento de la crítica de esa misma sociedad post industrial. “Kulturkritik”, crítica cultural, la llamaba uno de eso marxólogos, mi maestro Theodor Adorno.

Esta extraña operación de travestismo ideológico llevado a cabo por el totalitarismo marxista para subvertir el sistema dominante y penetrar con sus ideas fuerzas – la existencia de las clases sociales como fenómenos naturales y la lucha a muerte entre ellas como fundamento de la política y motor de la historia- hasta en los últimos intersticios de las ideas y creencias dominantes ha permitido los oxímoros del llamado marxismo libertario o cristiano, el del marxismo democrático – el euro comunismo – y hasta la cuadratura del círculo del socialismo con rostro humano. Ni la religión, cualquiera ella sea, ni la democracia política, en cualquiera de sus variantes, son compatibles con el marxismo. Ni muchísimo menos cualquier forma de humanismo. El ejercicio pleno del marxismo, llegado al poder, es destruir las religiones y la democracia. Liquidar las diferencias idiosincrásicas de toda suerte – individual y socialmente determinadas- que el humanismo defiende hasta sus últimas consecuencias. La libertad y el derecho a la diversidad, que son la esencia de la democracia. Para establecer, a cambio de todo ello la dictadura del partido único y la esclavización de los sujetos igualados a la fuerza del terror. En manos de sus correspondientes dueños: Lenin, Stalin, Castro y, si el caso fuera, Chávez. O su variante hitleriana, el nazifascismo. Liquidar la libertad e imponer por medio del terror la igualdad absoluta, hasta convertir a los ciudadanos en cifras y números, en entes abstractos, desnudos de toda vida concreta, como en los Campos de Concentración del nazismo y del socialismo – ambos derivados sustantivos del marxismo. La nuda vida como aspiración máxima del horror.
3
Tan profunda ha sido la inoculación del marxismo en el cuerpo social que, abusando de los términos, diría que se puede perfectamente ser un revolucionario de tomo y lomo sin tener idea de que exista algo llamado marxismo. Como le sucediera a tantos milicianos analfabetos que se sumaron a las guerrillas de la Sierra Maestra sin tener la menor idea que estaban empujando al Poder a un marxista redomado, que bien guardado se lo tuviera para engañar a sus principales aliados, los norteamericanos, llamado Fidel Castro Ruz. Y tal como sucede hoy entre muchos adherentes del chavismo duro y probablemente con el mismísimo Hugo Chávez, que cuando comenzara a conspirar para asaltar el Poder recién egresado de la Escuela Militar ni sabía que existiese algo que no fueran las grandes ligas. Pero tal apotegma no es reversible: no se puede ser marxista y no ser revolucionario, salvo que se sea un intelectual de tres al cuarto, como tantos egresados marxistoides de la UCV. O, si se prefiere, para apurar los conceptos, no se puede ser un demócrata marxista o un marxista democrático. A no ser que nos caigamos a cuentos.

Gran parte de los equívocos en que vegeta una importante fracción del socialismo democrático y la izquierda en el mundo derivan de esta crucial confusión, que permite la complicidad objetiva entre la izquierda democrática, de un lado, y los partidos marxistas y los regímenes totalitarios que impulsan y protegen, casi en la absoluta inconsciencia, por el otro. Creen esos socialistas, como los del PSOE, del PS chileno y otra vario pinta expresión de la socialdemocracia latinoamericana, que navegan en la misma barca que los comunistas. Sin siquiera imaginar que la izquierda política, social y cultural es intrínsecamente libertaria y democrática. Y por lo mismo doctrinaria y medularmente anticomunista. O no lo es. Asunto de epistemología existencial que muchos directivos de la Internacional Socialista ni siquiera se imaginan. Mientras que el comunismo es intrínsecamente totalitario y dictatorial, o tampoco lo es. Cosa que lo supo como en un relampagueante fulgor Felipe González, y como se niega a aceptarlo su versión satírica, Don José Luis Rodríguez Zapatero.

Rómulo Betancourt, que a poco andar por los caminos del destierro se uniera a la Tercera Internacional y tuviera cargos de alta responsabilidad en el Partido Comunista costarricense llegó a comprenderlo a poco hurgar en los misterios de la KGB. Desde entonces se convirtió en un socialista democrático tan cabal, que no le permitió a Fidel Castro ni un ápice de manipulación. Lo echó de Venezuela con viento fresco. Lo derrotó política, militar y diplomáticamente. Lo había calado en su esencia marxista. Totalitaria.

Es bueno tenerlo presente en los albores de la gran Concertación Nacional de Fuerzas Democráticas. Con el totalitarismo no caben entendimientos. Con el comunismo menos. Con el castrismo, ni imaginarlo. Fue, es y será un enemigo mortal, siempre al acecho. No un adversario. Lo mismo vale para Lukaschenko y todos quienes amparados en la supuesta grandeza de la revolución se han dedicado a esquilmar las riquezas de nuestro pueblo. Restablecida la democracia y la plenitud de la Constitución y las Instituciones, habrá que restaurar la soberanía. Sin equívocos ni medias tintas. Será el momento de trazar la línea divisoria entre la diplomacia y la complicidad, el respeto y el entreguismo, el abuso y la solidaridad.

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