sábado, 13 de noviembre de 2010

wilde del otro


EL NACIONAL - Sábado 13 de Noviembre de 2010 Papel Literario/1
Oscar Wilde (1854 ­ 1900)
Oscar Wilde, brillo y fatalidad
NELSON RIVERA

Edward H. Carson, el abogado que defendía al marqués de Queensber r y, ha pasado ya por varios temas (meros asuntos de circunstancia) en su interrogatorio a Wilde. Se detiene en un relato, El sacerdote y el acólito, publicado en una revista para estudiantes de Oxford. La narración tenía elementos que podrían resultar comprometedores. Wilde dice, es repugnante, lo que impide a Carson ratificarle como el autor de la misma. Entonces el interrogatorio vira hacia El retrato de Dorian Gray.

El abogado, habilísimo y paciente, tiene en sus manos la primera edición (había sido publicada en una revista norteamericana), de la que Wilde ha quitado una frase que no aparece en la posterior versión londinense. Carson sorprende y pregunta: "¿Alguna vez ha sentido un sentimiento de adoración desmedido por una persona hermosa de sexo masculino muchos años más joven que Usted?". Wilde le contesta: "Nunca he sentido adoración por nadie que no fuera yo". La humanidad congregada en el tribunal, como si éste fuese una sala de teatro, suelta su carcajada unánime.

El anterior no será ni el primero ni el último episodio de este duelo de Wilde con el abogado Carson, ahora devenido en su implacable rival. Carson lee al tribunal un texto de Wilde: "Quien dice la verdad tarde o temprano será descubierto".

Wilde: "Sí, creo que es una paradoja muy agradable, pero no le doy mucho valor como axioma" (risas). Carson: "¿Cree que es un buen axioma para los jóvenes?".

Wilde: "Cualquier cosa que induzca a pensar a cualquier persona de cualquier edad es buena para ella" (risas). Carson: "¿Cualquier cosa que induzca a pensar?".

Wilde: "Sí, cualquier cosa".

Carson: "¿Sea moral o inmoral?". Wilde: "El pensamiento no es nunca ni una cosa ni otra". Carson: ¿"Así que no existe el pensamiento inmoral?". Wilde: "No, hay emociones inmorales, pero el pensamiento es algo intelectual, al menos tal como yo uso la palabra". Carson: "Escuche esto: `El placer es la única cosa por la que se debe vivir, nada envejece como la felicidad’. ¿Cree que el placer es la única cosa por la que se debe vivir?". Wilde: "Creo que la autorrealización, realizarse uno mismo, es el objetivo primordial de la vida. Creo que realizarse a través del placer es mejor que realizarse a través del dolor. Es decir, el ideal pagano del hombre que se realiza mediante la felicidad en oposición a la idea posterior y quizás más elevada que se realiza a través del sufrimiento. En ese tema estaba totalmente de parte de los antiguos, los griegos, es decir, los filósofos" (risas).


Oscar Wilde, fuera de todo tiempo
"Si ser distinto es un crimen, yo mismo me colocaré las cadenas".
Oscar Wilde
VIRGINIA RIQUELME

Hay hombres, mujeres, personajes, conocidos o anónimos, que logran inquietarnos aunque ya no pertenezcan a nuestra época. Aunque su rastro parezca diluirse en el tiempo o aunque su presencia reaparezca incluso cuando menos lo esperamos. A veces nos topamos tan sólo con una frase que despierta nuestra curiosidad y nos detenemos a pensar en qué circunstancias ese alguien pronunció o escribió eso que logra retener nuestra atención.

Hay, también, personajes cuyas vidas parecen no tener punto final, cuya existencia no caduca; hay vidas que aún con el paso de los años siguen incomodando o planteando nuevos puntos de vista, interrogantes incluso. Vidas de las cuales todavía esperamos respuestas. Podríamos citar varios ejemplos: Walter Benjamin, Wislawa Szymborska, Salvador Novo, Anne Sexton, Federico García Lorca, Hannah Arendt... pero, sin duda, Oscar Wilde podría ocupar uno de los primeros lugares en esta lista de reminiscencias.

Puede que la respuesta a las inquietudes y preguntas que nos causan estos u otros personajes sea las circunstancias que los atravesaron. Alguna forma de deseo por saber más de unas vidas truncadas o llenas de penurias o de injusticias o muertes tempranas o enigmas no resueltos, una que otra palabra dejada si se quiere al descuido que parece retener dentro de sí eso que los personajes no pudieron o no quisieron o no supieron cómo decir.

Sin embargo, ¿estamos obligados a descubrirlo todo? ¿Somos capaces de develar toda la verdad? ¿Poseemos alguna clase de privilegio por la distancia con la que observamos las cosas? ¿Comprendemos mejor aún cuando las circunstancias políticas, sociales y culturales son absolutamente distintas a las que con esfuerzo lidiaron estas personas? Quizás deberíamos preguntarnos ciertas cosas, estas y otras más, pero es allí, detrás de la distancia, donde reside mucho del afán por descubrir cosas en quienes nos fascinan de una manera u otra. Es también allí desde donde se erigen muchos de los discursos modernos.

Oscar Wilde y un no-tiempo interminable Hace poco tiempo asistí a una de las funciones de Actos indecentes, la obra de Moisés Kaufman que Producciones Palo de Agua, tan acostumbrados como nos tienen a los montajes de altísima factura, pusieron sobre las tablas del teatro Escena 8. Mi interés radicaba justamente en un personaje que me intrigará siempre, uno de esos en los que trato de encontrar respuestas. Había leído algunas de sus cartas, muchos de sus epigramas, los textos de André Gide, pero sobre todo el imprescindible estudio que sobre la figura de Wilde, entre otras consideraciones, hace Sylvia Molloy en La política de la pose. Aún así, el tema de los juicios que se le hicieron a Wilde es esa parte que más dudas nos puede plantear: una situación que, llevándola a extremo, podría parecernos risible hoy en día pero que llevó a la tristeza y al destierro a uno de los autores más importantes del siglo XIX en aquella época victoriana en la que estaba prohibido posar: no poder mostrarse tal cual se es ni ocultar lo que se es o lo que se pretende ser.

Así, la obra de Kaufman se mueve de manera magistral en el terreno de la injusticia cometida contra Wilde, pone en evidencia el poder del lenguaje, su polisemia, sus vericuetos, sus juegos y sus crueldades pero siempre, este es su mayor logro, desde la documentación que del caso existe hasta los momentos. Como si de un coro griego se tratrase se leen a intervalos los diarios de Wilde, las cartas, las anotaciones de quienes lo conocieron, lo que la prensa de la época iba diciendo del juicio que se llevaba a cabo al autor de El retrato de Dorian Gray y cuanta línea puede reconstruir aquellos años de penurias de quien no se supo dar a entender, a quien el mundo juzgó por no comprender.

La reconstrucción de Kaufman es brillante, amén de las interpretaciones de cada personaje y el tino de la puesta en escena y la dirección, pero Actos indecentes es más que un excelente montaje de un texto sin pérdidas: es una puerta abierta al entendimiento del otro como sujeto posible, de ese otro que no comprendemos mientras más se aparta de lo que somos en esencia o más bien de lo que creemos que somos, de aquello que posamos. Repasar los juicios contra Wilde, entonces, pasa también por cuánto juzgamos nosotros mismos de la situación que se nos muestra.

En Actos indecentes existe cierta propuesta al espectador para que él también entre en escena y legitime o desapruebe los comportamientos del mismo Wilde, de Lord Queensberry, de Douglas, de los abogados, de la mismísima sociedad victoriana, de quienes le dieron la espalda a Wilde, de quienes lo acusaron y de nosotros mismos, porque el texto de Kaufman no nos deja como simples voyeurs de un vida que ya no nos toca, sino que no juzga y nos descubre poniendo sobre el tapiz de nuestros principios lo que aún nos incumbe: la vida del otro tan pronto como entra en contacto con lo que creemos ser.



La mano izquierda de Wilde
"La palabra cosmético resume la vida y obra de Oscar Wilde" J. A. Ramos Sucre "La evolución del hombre es lenta. La injusticia de los hombres es grande" O.W.
WILLY MCKEY


En 1891, Oscar Wilde publicó un ensayo que bien podría resumirse como la más concentrada de todas las articulaciones que dentro de su sobre remiten a la noción de Individualismo. Su título, controversial, ayudó a que el texto tuviese tantas lecturas como interpretaciones: "El alma del hombre bajo el socialismo".

Desde dos lugares de enunciación (exageradamente) opuestos, Wilde asoma en este texto el máximo de los pros y los más terribles contras a la hora de articular esos mundos posibles bajo la entonces de moda, innovadora e interesante figura del socialismo.

El arranque es rotundo, afirmativo, severo: así son los anzuelos de Wilde. "La principal ventaja que acarrearía la implantación del Socialismo sería, sin duda, la de relevarnos de la sórdida necesidad de vivir para otros que, en el actual estado de cosas, tanto presiona sobre casi todos. En realidad, casi nadie escapa a ella". Ese tono de poeta vate, que Wilde siempre había reservado para sus afirmaciones sobre la belleza y el arte, aparece de pronto laqueado por una capa de futuribles políticos. Eso en pleno reino de Victoria: el antojo eterno de Oscar Wilde por un nuevo renacimiento. Sin embargo, en ese "relevarnos de la necesidad de servir a los otros" no leuda la lucha de clases ni la propiedad común, sino --en potencia, claro está-- un ideal de belleza convertido en axioma. Lo que parece buscar el poeta en la nueva doctrina política no es ese futuro socialmente igualado, sino argumentos para afianzar su noción del Individualismo, ese destino anhelado por su ya conocido espíritu libre. Y los consigue.

Al repasar los yugos previos del hombre y sus maneras de romperlos, Wilde echa mano de un episodio fácil de aprehender: "la esclavitud se abolió en Norteamérica, pero no como resultado de la acción de los propios esclavos, o por algún expreso deseo de su parte para que se los libere: el sistema fue abolido como consecuencia de una acción abiertamente ilegal de algunos agitadores [...] que no eran esclavos, ni propietarios de esclavos". Es una manera rápida de justificar su posición desde las primeras páginas del ensayo: no son los obreros los llamados a rescatar a los obreros, ni los serviles rescatarán a los serviles. Pero el destino final de su concatenación de ideas no es el socialismo --ni el derrotero natural que, desde el planteamiento marxista, tiene su sublimación en un tipo de comunismo que aún el hombre no ha podido conocer--, sino la superación de ese paso formal, político y hasta burocrático para llegar al Individualismo practicante y fervoroso.

Lo que propone Wilde, entonces, no es simplemente la instalación de un nuevo sistema que se apropie violentamente de los espacios ocupados por los sistemas que le anteceden: eso sería una lectura demasiado literal --y, en esa medida, ingenua-- de la obra de Wilde, capaz de llenarse de recovecos gracias a sus singulares excesos. Su palabra rebelde sólo pretende el contagio de todo lo beneficioso de cada sistema, pues a todos los considera caducos e incluso imposibles de instalar sin cierto ejercicio despótico, justo la dimensión donde le consigue sus cojeras al propio socialismo: "queda claro que ningún sistema de Socialismo Autoritario servirá, porque mientras, bajo el actual sistema, mucha gente puede vivir con una cierta cantidad de libertad y expresión y felicidad, bajo un sistema industrial cuartelario --o bajo un sistema de tiranía económica-- nadie tendría esa libertad".

Pero que no nos distraiga el juego de Wilde: no olvida las injusticias cometidas contra la clase obrera durante la industrialización decimonónica, esa tiranía sin rostro: "debe lamentarse que una parte de nuestra comunidad viva prácticamente en la esclavitud, pero es infantil proponer que se resuelva el problema con la esclavitud de toda la comunidad. Cada hombre debiera ser libre para escoger el propio trabajo. No debiera ejercerse sobre él ninguna compulsión. Existiendo compulsión, el trabajo no será bueno para él, no será bueno en sí mismo y no será bueno para los demás". También sabía que la escritura --en especial la de un escritor caustico-- no suele ser una profesión que un régimen estimule como potable, así que viene bien cubrirle las espaldas a la vocación.

En el mismo año que aparece "El alma del hombre bajo el socialismo", la fama del autor estaba en tinta fresca, gracias a su libro Intenciones (pienso en "La decadencia de la mentira" o "El crítico como artista").

Wilde ya era Wilde. Un individuo por encima del bien y el mal, con afirmaciones capaces de desarticular las estructuras desde dentro. El intoxicado adjetivo progresista le queda ajustado. "Me cuesta pensar que, hoy en día, un socialista proponga seriamente que un inspector visite todas las mañanas cada casa para controlar que cada ciudadano se levante y haga un trabajo manual por espacio de ocho horas. La Humanidad ha ido más allá de esa etapa y reserva tal forma de vida para la gente a quienes, en una forma muy arbitraria, elige llamar criminales". Es eso lo que desea: usar al socialismo como cuña de la palanca individualista. No se trata de cosmética política, sino de una moral estética: Wilde sólo quiere seguir atendiendo su ideal de belleza.

Todo resulta, hasta que se viene la pelea con el mundo fuera del papel. Si imaginamos una lucha entre un dandy y la noción finisecular de propiedad privada, queda claro a cuál de las partes le corresponde ser el dragón. Y su oponente no es precisamente Gawain o San Jorge, sino un irlandés atrapado en mitad de sus poses: las máscaras no son eficaces cuando toca convertirlas en armaduras. Es ahí cuando el poeta deja abierta su coraza, confesándose: cree en el socialismo como estación intermedia entre su apetito y su condena. "Nadie perderá su vida en acumular cosas y los símbolos para las cosas. Se vivirá. Vivir es la cosa menos frecuente en el mundo". Versos. Anhelos. Ganas. Ningún argumento puede conjugarse en futuro.

Por eso las contradicciones dentro de este ensayo tiene tantas potencias. El hombre que invocó el nuevo renacimiento británico se consigue como un cómplice de las máquinas y --a la vez que afirma que el menguado desprecia la caridad-- confía en la tecnología como el medio más eficaz para conseguir uno de los bienes más atesorados por él mismo: el tiempo. No se trata de El derecho a la pereza articulado por un yerno de Karl Marx, sino de las urgencias de vivir que Wilde defiende como necesarias para resolver los problemas de orden sociopolítico. Es, de nuevo, una actitud estética ante los problemas del hombre: la posibilidad de rebelarse contra la autoridad por medio de la belleza. El acierto histórico en el ensayo de Wilde, sin embargo, no es de poco mérito: durante todo el siglo XX, el socialismo no ha sido sino el paso hacia un sistema otro, un tránsito que se va trazando con el avance, una estación fangosa que promete un destino que nunca ha estado del todo claro.

Es el problema de todas las utopías, de su condición de no-lugar: siempre necesita ir explicándose.

En cambio, el individualismo --ese victoriano y singularísimo utopos dandy-- sí advierte hacia dónde desea moverse. Camina hacia el espacio público y el banco con respaldar donde se pueda leer con buena luz hasta entrada la noche. Camina hacia la posibilidad de solazarse y atender con inteligencia una pieza de arte. Camina hacia todos los adverbios ideales para quien camine hoy por alguna ciudad del mundo con De profundis debajo del brazo. No importa quién detente el poder: la urgencia es conseguirnos un espacio que no nos obligue a uniformarnos.

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