sábado, 13 de noviembre de 2010
peregrinador
EL NACIONAL - Sábado 13 de Noviembre de 2010 Papel Literario/4
Peregrinaje hispano de Childe Harold (Bloom)
Poeta, ensayista y narrador venezolano, Josu Landa (1953) vive en México desde 1982. A Canon City, ensayo recién publicado que revisa el estatuto actual de los cánones literarios, le han precedido Bajos fondos (1986), Más allá de la palabra. Para la topología del poema ((1997), Para pensar la crítica de la poesía en América Latina (1997), Poética (2002) y Tanteos (2009), todo ello sin mencionar dos novelas y varios libros de poesía
WILFRIDO H. CORRAL
La empresa intelectual de Harold Bloom estaba muy bien establecida cuando The Western Canon (1994) fue traducido al español en 1996.
Ese producto ocasionó una ampliación reverencial y explotación del término, sobre todo en el ámbito hispanoamericano porque un atractivo del libro era su liberación de cierta pesada jerigonza académica y reacción a los excesos interpretativos. Por ende, rara vez se cuestionó su conceptualización o hubo esfuerzos sostenidos por saber cuáles eran los problemas mayores por discutir. Dieciséis años después, Bloom sigue en boga, aunque no por ese libro, y al fin el lúcido y exhaustivo Canon City de Josu Landa hace repensar la vigencia y razón de ser de un bestseller intelectualoide.
Pulsiones estéticas Como el Childe Harold del poema de Byron, Bloom se siente abatido por un amor no correspondido, el de la "escuela del resentimiento" que destruye los cánones.
Pero aquella animosidad no es razón para negarse a poner lo reconocido en la perspectiva del "otro", por magnífico que sea lo legitimado, o para no profundizar en un tema que preocupa más al académico que al usuario de grandes librerías. Las cinco partes de Canon City no están dirigidas a la cotidianidad de esos usuarios, pero esa humanidad que siempre sorprende al especialista rige el desarrollo de sus apretadas páginas, particularmente en la última sección, "El canon reticular". Expandiendo su idea de que los posmodernistas no han matado al sujeto, sino que lo han engordado, mimado y ablandado, Landa arguye que se impone reivindicar el sujeto y, en sus coordenadas, apelar a la facultad de gustar y juzgar. Su proceder tiene implicaciones respecto a un orden de factores casi innombrable y tabú: la educación estética del humano, instrucción completamente abandonada y ridiculizada que amenaza a la democracia. En concordancia, instiga al ejercicio de la autonomía hasta el punto de potenciar lo que llama el canon reticular (léase individual), mediante el cual "la amplitud y la solidez de los cánones reticulares personales serán mayores cuando converjan en cada individuo una educación del gusto y de la voluntad de valor --el placer y el sentido-- con el acceso apropiado a la textualidad contenida en los libros y en los nuevos soportes" (316).
Las cuatro partes que conducen a la conclusión anterior tienen como hilo el desmenuzamiento de pulsiones estéticas que Bloom simplemente impuso o dio por sentadas con el moralismo que tanto denigra en otros, y que Landa corrige, reubica y revisa con interpretaciones como: "en realidad, Bloom arremete también --no sé con qué grado de conciencia-- contra el relativismo insuperable del gozo. Toda experiencia es íntima y única, y esto vale para toda clase de agrado. En lugar de asumir este hecho humano, el crítico de Yale se empeña en regular, con palmario abuso, incluso cómo debe ser la satisfacción de cada quien en sus vínculos con el texto, y para ello apela al requisito inexplicable de la dificultad" (246-247). Así, privilegiar la estética no significa aliarse a un elitismo, sino pensar en que no estaría mal que los lectores desafiaran la explicación tecnocrática de la literatura que ha reinado por medio siglo. Ellos, renovados, podrían salir con lo que parecería interpretaciones inocentes, hasta ingenuas, pero serían el comienzo de otra renovación del canon. Por eso, Landa sólo esboza las guerras canónicas que surgen de las querellas sobre género, raza y clase, que siguen causando angustias de las influencias en los especialistas.
Complejo de Edipo El problema al comentar ese libro de Bloom ha sido no estar predispuesto, o ver como obligación, ser ex haustivo sobre el tema. La formación y experiencia filosófica y literaria de Landa le permiten abarcarlo de manera que su autoridad resitúa la tesis de Bloom, haciéndola más occidental y mostrando que le faltaba mucho al catedrático, incluso para armar sus propios argumentos.
Si interesara el revanchismo local en vez de la amplitud de criterios universalistas a favor de cómo se construye un canon hispanoamericano, su extensa discusión de Ladrón de Guevara (62-77 ss.) y su Novelistas malos y buenos (1928) es brillante, porque el canon también trata la subjetividad de mantener, por las razones que sea, que se prefiere tal o cual libro y por qué. En Landa, "canon", tan discutido y descartado como descubrimiento, no tiene nada de etnocentrismo, ni de la anacronía o megalomanía que el vocablo es capaz de exhumar. Lo que no transmiten estudios anteriores, en español o inglés, es la aceptación frontal de que la proliferación de literaturas y géneros (incluso los no "occidentales") puede expandir, reposicionar y flexibilizar el canon, y hasta democratizarlo con debates, pero también puede ayudar a mantener el statu quo, convirtiendo gestos como los posmodernistas y sus avatares en retaguardia.
T.S. Eliot, hablando del uso de la poesía y el uso de la crítica, decía que de vez en cuando es conveniente que aparezca algún crítico para revisar el pasado de nuestra literatura que coloque a los poetas y los poemas en un nuevo orden.
Por eso, respecto al papel del canon en la estratificación y exclusión social y lingüística, Landa concuerda con Cultural Capital (1993), especie de biblia anglosajona de John Guillory sobre el tema: apocar el contenido, sea liberalmente expansivo y conservadoramente establecido, para dedicarse a problemas mayores de la formación del canon.
Con Canon City Landa se refiere al poder de expurgación (17), que esconde su deseo de conquistar valores estéticos (25), mediante ideales sacerdotales (60). Para esa progresión, la segunda sección del libro desarrolla la idea de que "así como Canon City es el cielo que resulta de excluir al incluir, el Index [librorum prohibitorum] equivale al infierno que incluye al excluir" (85).
Más que dar una ampliación erudita del ideario de Bloom, el crítico recentra su examen en las coordenadas de su historia, su dinámica, su lógica, en fi n, en lo que llama procesos e instancias de canonización
Con ese fondo de demonización pasa a la "Hagiografía del autor y canon literario", la tercera y más extensa sección de su ensayo, en que la resurrección del autor (que empata con varias reacciones recientes, previsibles en todo Occidente ante el exceso de la "muerte" de la noción) le conduce al canon del olvido (208224, con listas geniales en 218, expandidas en 315-316), porque "en el orbe de Canon City se va formando algo parecido a unos asentamientos irregulares, que aun cuando no se integran del todo a la polis, forman parte de la geografía real de esta" (213).
La penúltima parte, "La vida en el texto y el texto en la vida", es un recorrido filosófico en el que el crítico desarrolla la noción de que "no hay valores tan claramente discernibles ni separables de determinaciones subjetivas y objetivas como pretende Bloom" (253).
Allí discute lo bello, la crítica y sus tipos de relativismo (257 ss.), el esteticismo y la experiencia estética, el genio ("según mis lecturas, puedo asegurar que en las obras que con más detenimiento examinó aquí Harold Bloom parece reacio a proferir o escribir la palabra de marras", 287), el poder canónico, la "voluntad de valor". Y afirma: "Contra lo que piensa Bloom, la perspectiva axiológica, el recurso a valores que desplacen a `los prejuicios’ ideológicos en el ejercicio de la crítica, no deriva necesariamente en la reivindicación de un canon literario de pertenencia general" (259). Estos temas se basan en su discusión de las prácticas canonizantes de reconocimiento de las dos primeras partes, entre ellas la "voluntad canónica" (58-63 ss.), la noción de "texto", las variedades de la noción "autor"; y de la extensa tercera, de biografía (133-178 ss.) y valores estéticos. En estos apartados el modus operandi es contextualizar ampliamente una idea de Bloom para hacerla extraña. Landa sabe que no se ha criticado bien a Bloom, porque la mejor o peor forma de mantener el statu quo es publicar sobre el norteamericano en lugares sin capacidad de distribución, o prestigio.
Por ende Landa también corrige varias lecturas previas y examina las tensiones que Bloom representa y encarna entre tradición e innovación, las cuales lo convierten en un conservador rebelde atado inexorablemente a un complejo edípico al que no todo autor o lector responde.
Landa también muestra que, mientras se puede separar las teorías de la literatura de las de la interpretación, frecuentemente se nutren de sí mismas, acentuando la mutabilidad del canon de la teoría.
Así, las múltiples intenciones de Canon City se tejen en casi cada página, para: A) responder al relativismo cultural y literario, de una manera no autoritaria; B) poner en evidencia que, ante los fenómenos culturales coyunturales de la cultura actual, es obvio que la salida no es un canon predefinido, heterónomo, sino un examen de los procesos e instancias de canonización, sin estructuralismos de índoles renovadas; C) reivindicar la autonomía estética (inseparable de la moral) del individuo, aun en estos tiempos; y D) no oponerse a la canónica literaria, como quieren algunos posmodernismos, porque lo canónico es una pulsión radical demasiado humana, y uno de los tantos efectos de poder que nos distingue.
Landa no acepta que esos instintos sean manejados por medio de factores heterónomos de poder, porque "también la simple inclusión de un escritor en Canon City puede funcionar como patente de genialidad" (287), enfatizando que "en último análisis, la amplia premática de Bloom sobre cómo leer y por qué --con todo lo que tiene de sugerente y vital-- termina operando como simple instructivo para el sometimiento del lector a las obras escritas por los genios que habitan Canon City" (287-288). Para ello le apoyan abundantes referencias.
Toma como ejemplos a literatos, de Cervantes a Bolaño, sin dejar de notar cómo se ha cuestionado la canonicidad de Borges (130-132) u olvidar a Clint Eastwood y David Lynch. También dialoga con críticos como Barthes, Jauss, Steiner y Trilling; con autores canónicos como Céline, Kafka, Proust, Queneau, Rushdie y Shakespeare; y con numerosos filósofos. Este método hace imposible pensar que apoyarse en la autonomía estética es arcaico (y no sólo porque lo arcaico tiene afinidades con lo moderno y son su base).
Quienes despotrican contra el sujeto, sostiene Landa, lo hacen desde muy singulares subjetividades, actuando como "viles" sujetos. Otros elementos, metáforas como la de la "ciudad canónica", la cuestión de la autor-idad, las etimologías e historias, el mercado del libro, giran en torno a la estética. Así, más que dar una ampliación erudita del ideario de Bloom, el crítico recentra su examen en las coordenadas de su historia, su dinámica, su lógica, en fin, en lo que llama procesos e instancias de canonización.
De ahí, la reivindicación de la autonomía y atribuirle tanta importancia a la libertad estética de la persona, colocando sabiamente todo el asunto del canon en el punto de la experiencia personal de la recepción. A la gente se le altera y enriquece el alma cuando lee bien un buen libro, occidental o no. Eso es lo que le importa a Landa como fundamento y criterio de una consistente canonización que no hace otra cosa que archivar. La visión un tanto extrema de ese proceder refleja esa provocación que, en complicidad con Unamuno, Landa da en llamar "efecto cabreros" (259-271), su sesuda discusión en Canon City de cómo la dignidad textual exige una revitalización crítica y creativa de la tradición humanística, desiderátum con que Landa y Canon City se colocan en el desarrollo más selecto y renovador de la teoría y crítica actual de Occidente.
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Josu Landa,
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