EL GLOBO, Caracas, 27 de Marzo de 2001
El triunfo del lenguaje
Luis Barragán
“Escribía muchas formas y fórmulas de palabras
que eran escondites de la verdadera palabra ... “
Guillermo Meneses
(“Un destino cumplido”)
El ascenso de Chávez no se explica sin el impacto de un lenguaje que recoge promesas y emociones, expectativas y razones, donde fracasaron los clásicos de la publicidad política desde hace más de una década. El impulso creativo del hacer público encuentra las naturales dificultades de los señalamientos, códigos, gestos verbales (y no verbales) o lenguas que explican la búsqueda o consolidación de una determinada legitimidad.
No aludimos a las ocurrencias éxitosas que contribuyeron a una caracterización de la realidad, como “carraplana”, “despelote” o “barragana”. Apuntamos a otras que que simplificaron una intención programática: “La Gran Venezuela”, “Pacto Social” y “Democracia Nueva”, sin que olvidemos la relativa entronización de la “antipolítica” frente a la denostada “partidocracia”.
¿Cómo sugerir una ilusión huérfanos de toda imaginación expresiva? ¿La espontaneidad crecientemente compartida de una locución siempre se resiste al laboratorio? ¿Los señalamientos y las señalizaciones no forman parte de la crisis inadvertidamente prolongada? ¿La elevación de las promesas no depende de los sabios acentos positivos y negativos colocados en una situación concreta, con los aciertos, errores y eufemismos propios de una cruda lucha por el poder? ¿Acaso las consignas pretendidamente circunstanciales no forman el asombroso piso doctrinario de conductas tenidas por díscolas?.
Era difícil alcanzar un adecuado elenco verbal (y no verbal), cuando las propuestas no gozaban de una convincente coherencia, profundidad y concreción y la amplitud del compromiso electoral aconsejaba la suficiente ambigüedad para captar las más variadas y encontradas posturas. Y lo hicieron.
El mensaje triunfó sobre los hombros del emisor, del receptor, del objeto a que hizo referencia y de sí mismo en razón de una funcionalidad aún promisoria si tardamos en correr los velos. Es evidente el triunfo mediático del gobernante que no del gobierno, conminados a su aceptación afectiva y racional, sentidas las urgencias de la hora en atención a una determinada arquitectura propagandística y publicitaria, pendiente la tarea democrática de una oposición que hurgue los resquicios del metalenguaje.
El enunciado progrmático pronto quedó convertido en un lema de iinspiración histórica, con envidiables consecuencias en la jerga cotidiana. Y hasta la vestimenta oficial, exclusiva del timonel, ancló en la más profunda psicología colectiva.
La “Quinta República” constituye una bandera dispuesta a flamear, como algún día se dijo de la “Gloriosa Revolución de Octubre” y la “Segunda Independencia”, aunque contradiga la contabilidad histórica y no sepa de una mejor versión respecto a la democracia de 1958 e, incluso, el cepalismo que le dió orientación al problema de la renta. Afortunada ha sido la expresión “Soberano” que no cuestiona la diversidad de una sociedad civil llamada a organizarse en forma igualmente múltiple, y tampoco las evidencias llegan a actualizar las viejas denuncias sobre los “Cogollos Partidistas” y los “40 años de Corrupción”, por la muy blindada connotación del “Puntofijismo” que nos hace prisioneros del pasado, tanto como el régimen batistiano es un monigote fantasmal para los cubanos.
Alguien dirá de un victorioso itinerario semiótico del régimen, término que me intimida. Una clave que va despejando la oposición difusa, requerida de tiempo y madurez para que se haga democráticamente concreta y viable.
EL NACIONAL, Caracas, 3 de Julio de 2001
Notas sobre un rapto
Luis Barragán
Suele ocurrir: nombrar la revolución es muy distinto a hacerla. Agotada la imaginación, la ineptitud es cubierta con etiquetas que la fingen.
No es un mero afán opositor el que nos inspira, porque acá nadie podrá decir jamás habíamos visto nada igual, parafraseando a Carlos Fuentes (“Casa con dos puertas”, Joaquín Mortíz, México, 1970: 151). Comprobamos con tristeza la pérdida de una inmensa oportunidad para el cambio que siempre soñamos desde la libertad.
Agolpadas las notas sobre la mesa, encontramos una ya antigüa advertencia de Augusto Mijares: “Lo más grotesco es que (el político) quiera ser un revolucionario y no sepa cómo” (Elite, 27/04/63, Nr. 1961). Desde la izquierda hasta la derecha, la invocación ha servido de mágica fórmula para conjurar las sorpresas que depara el ejercicio de gobierno y, habitual en este lado del mundo, las explosiones verbales dicen frenar el duro oleaje de la realidad.
El convencimiento más profundo que se tiene del tránsito por el poder reside en el empleo de la palabra: por modesta que sea, trasciende a todos los ámbitos. El desliz sintáctico, el neologismo espontáneo y la más atrevida adjetivación, rápidamente adquieren un visado social que también nos recuerda – con Castoriadis- aquello del político como prisionero de lo que dice.
Los dicterios no puede construir una senda diferente, al menos que se tenga por tal la “sinceración” –Rangel dixit- de una herencia aceptada y recreada. Y es que los pronunciamientos radiales del presidente Chávez provocan las naturales reacciones que abonan a una básica cultura democrática adquirida en décadas que contrastan favorablemente con toda la historia republicana, por lo que no puede agravarse la oquedad revolucionaria con los caprichosos atropellos verbales.
Atropellos que igualmente avisan de una necesidad inaplazable: la de estatizar al propio gobierno. Sentimos que, al discrepar de la reciente decisión del Tribunal Supremo, estaba en el fondo del recurso interpuesto por Elías Santana.
Insurge el Estado Audiovisual que, confundido con sus circunstanciales seguidores, sacraliza el gesto. No podemos olvidar las viejas experiencias, pues, observaba Fuentes: “La historia del siglo ha demostrado que las palabras también sirven para tiranizar. Hitler hizo algo más que quemar libros. El nazismo corrompió totalmente el lenguaje, al grado de que los significados elementales de la relación verbal se perdieron. Toda una generación de escritores alamenes ha debido dedicarse a la reconstitución del lenguaje primario de los individuos y de la sociedad. Y en los propios Estados Unidos, ¿no fue el macartismo, antes que otra cosa, un rapto verbal?. El Senador Joseph McCarthy fundó su aparato de sospecha, de infundio, de represión, de cacería de brujas, en el uso de epítetos difamantes, de palabras que no podían ser comprobadas, de etiquetas verbales” (115).
Quisiera que fuese una exageración al revisar y citar lecturas de antaño. No obstante, permanece la doble angustia por una revolución inauténtica, sin el compromiso con las razones, las emociones y la realidad misma que la autorizan, y la adulteración expresiva que supondrá una paciente reconstrucción de la esperanza misma: ¡Qué inmenso es el reto para la oposición democrática!.
Tomado de: http://usuarios.multimania.es/antipolitica/
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