EL UNIVERSAL, 26 de Mayo de 2012
La AN, ¿una institución inútil?
RICARDO COMBELLAS
El genial jurista alemán Carl Schmitt estableció una distinción entre los tipos de Estado con el que decidí comenzar estas líneas. En efecto Schmitt distinguió el Estado legislativo, donde el Parlamento como creador de la ley es el actor fundamental del principio de la separación de poderes, del Estado jurisdiccional, donde la decisión final está en manos de los jueces, el Estado administrativo cónsono con el poder de la burocracia, y el Estado gubernativo que, en sus propias palabras, "encuentra su expresión característica en la voluntad personal soberana y el mando autoritario de un jefe de Estado que ejerce personalmente el gobierno". Esto lo digo porque el eje del poder en las democracias contemporáneas (Duverger las llamó "monarquías republicanas") se ha desplazado del Parlamento al Gobierno, con el cual intenta rivalizar el poder judicial, gracias al monopolio de la jurisdicción constitucional.
No tengamos rubor en decirlo, el Parlamento, en nuestro caso la Asamblea Nacional, ha perdido relevancia ante el protagonismo del Ejecutivo, y en menor medida del Juez constitucional. Por lo demás nuestra tradición política nos muestra desde los inicios de la república un predominio aplastante del Estado gubernativo sobre el Estado legislativo, sea bajo formas autoritarias, sea bajo formas democráticas, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX. De alguna manera, Bolívar recoge en estas palabras el súmmum del Estado gubernativo, el paradigma irrefutable de nuestro destino institucional: "El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el Sol que, firme en su centro, da vida al Universo". Esta aseveración está incrustada, como una suerte de sello indeleble, en lo más profundo de nuestra cultura política.
La circunstancia de que el Poder Legislativo se encuentre en un escalón más bajo en la estructura real del poder, respecto al Poder Ejecutivo, y ahora también respecto al Poder Judicial, no significa que siempre haya sido así, pues en política no todo es blanco y negro, pues también se nos muestras diversas tonalidades del color gris. Así, en la llamada IV República (la democracia puntofijista) el Parlamento tuvo momentos de brillo y más de una vez puso en jaque la autoridad presidencial. En su momento se diseñó el "pacto institucional", precisamente para logra una coordinación de esfuerzos que hiciera realidad la colaboración de las ramas del poder público, y así garantizar la gobernabilidad democrática. Sin embargo, inexorablemente, y fundamentalmente en su función más preciada, la función legislativa, ha ido progresivamente perdiendo terreno ante la rama ejecutiva, pero también ante la rama judicial.
Además, desde hace tiempo el Legislativo también ha perdido el sitial de ser el escenario por excelencia donde se deliberan los grandes asuntos de la nación, amén de que los grandes tribunos, tanto del siglo XIX como del siglo XX (donde la figura de Jóvito Villalba fue su máxima expresión), no tienen sucesores en el Parlamento de hoy. Que yo recuerde, en los últimos veinticinco años son dignas de citar solo tres intervenciones que estremecieron las paredes del viejo Congreso y repercutieron fuertemente, cierto que con desigual destino, en la vida nacional. Las dos intervenciones de Rafael Caldera, el 27 de febrero de 1989 y el 4 de febrero de 1992, y la del intelectual Luis Castro Leiva, el 23 de enero de 1998. Pero nótese que estas piezas oratorias fueron pronunciadas, en un caso por un Senador vitalicio, no por un Senador electo, y en el otro por un invitado especial para conmemorar una efeméride, los cuarenta años del 23 de enero de 1958.
Esta situación no ha dejado de empeorar con la flamante V República. La legislación relevante es obra del Presidente, la Sala Constitucional define en última instancia, y a veces también en primera, el destino de la ley, y en las discusiones parlamentarias ha entrado en acción el lenguaje soez y el insulto, aparte de que ha desaparecido la lealtad parlamentaria, el respeto debido a pertenecer sus miembros a la eufemísticamente llamada "casa del pueblo". El Parlamento venezolano ya no irradia auctoritas, y para muchos de sus miembros (tanto oficialistas como de la oposición) solo es un paso de tránsito hacia otros destinos más apetecibles, donde pueda cumplirse un rol más protagónico en la vida política, como son los casos de una Alcaldía, una Gobernación, un alto destino ministerial, e incluso como lo vimos recientemente, la primera magistratura nacional.
No va a ser fácil la tarea de recuperar el Parlamento, y así volver a conquistar el mínimo aprecio del pueblo venezolano. No creo, sé que soy pesimista, que ello se logre con la actual clase política. Es de esperar que las nuevas generaciones, imbuidas de un auténtico espíritu de republicanismo cívico, rescate de su decadencia la antigua y noble institución parlamentaria, no lo olvidemos, donde germinó por primera vez en la historia, la forma de gobierno que llamamos democracia.
Ilustración: Alberto Aragón
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