sábado, 26 de mayo de 2012

HISTORIA DE UN DELITO

 LA VANGUARDIA, Barcelona, 4 de Marzo de 2006
¿Falsificar la historia es delito?
GREGORIO MORÁN 

Una de las historias menos contadas de nuestros años del cólera son las referidas al sostén del nazismo posbélico. Cada vez estoy más convencido de que la historia del franquismo - nuestra historia con el franquismo, quiero decir-, aún está cubierta de una espesa costra de vergüenza familiar, lo que convierte a los historiadores oficiales en auténticos hipócritas que necesitarían sentarse en el diván y empezar el ritual con una jaculatoria al beato Freud, algo así como: mi padre fue un franquista que ganó la guerra y que durante muchos años tuvo conciencia de que el mundo estaba dividido entre vencedores y vencidos, y que por un azar de la historia, bendecido por el Papa y por la Iglesia y por todos sus obispos y cardenales menos un par, él eligió el bando de los buenos, o sea, los vencedores.

Los hijos de los ganadores en la guerra incivil escribimos la historia de España, ¡no digamos ya la de Catalunya!, y esto es un dato que debemos asumir todos y que nos condiciona; a unos para pasar página y hacerse una retrato a la moda; a otros a beneficio de inventario, porque esa historia se solventó - ¡ay, hace ya tantos años!- en la más radical adolescencia.

Por eso y otras muchas cosas, la gente, el común, el pueblo llano, que dicen ahora los flamantes neoilustrados del zapaterismo, no sabe nada del apoyo al nazismo en España después de su derrota en 1945. Por tanto, le sonará a chino saber que don Gregorio Marañón, el liberal por excelencia, fue prologuista entusiasta de las memorias de León Degrelle, un nazi belga, criminal buscado en su país, al que el Caudillo brindó protección. En Madrid, una de las librerías más importantes hasta los años sesenta se llamaba Bucholz y era propiedad de un nazi, oficial en la Legión Cóndor, que tenía contratado a Enrique Tierno Galván como asesor. Impresiona leer las cartas de don José, otro liberal por excelencia, renunciando a su traductora alemana por ser judía.

En abril de 1961, Hannah Arendt, la elogiada pensadora contra el totalitarismo, va a Israel para asistir al juicio contra Eichmann, el funcionario genocida, uno de los mayores responsables del asesinato de millones de judíos. Por esa misma fecha, en España, el diario probablemente más vendido y leído del momento, el formador de generaciones de periodistas llamados de raza, el popularísimo Pueblo, diario de la tarde, publicaba una serie de artículos que resumían el vomitivo panfleto de Paul Rassinier, La mentira de Ulises, en el que se niega la existencia de los campos de exterminio nazis. Era la aportación española durante los años del cólera a la defensa de la cultura católica y tradicional frente a las democracias judeomasónicas.

Si un supuesto historiador como el británico David Irving niega el genocidio judío que ejecutó el nazismo merece cárcel, aunque sólo sea porque alguien no puede orinar en la calle y menos aún sobre millones de muertos, y que sirva como una gracia, un chiste de la historia. Un blanqueador de asesinos es un colaboracionista y por tanto un cómplice, y dicho esto, debemos abordar la otra parte de la verdad. ¿Qué volumen de mentira es necesario para que un historiador vaya a la cárcel? ¿Cuántos crímenes ha de negar para que le caigan tres años, como a Irving? Es la pregunta del millón.

Pongamos un ejemplo de esos buscados para no ofender la sensible pituitaria de los historiadores que huelen. En Francia, dos responsables editoriales, Barbara Cassin y Alain Badiou, han tenido la audacia, y la dignidad, de rectificar en su editorial, nada menos que Seuil, al colega Pascal David, encargado de preparar la Introducción a la metafísica, donde la figura de Heidegger aparece como un opositor al nazismo. Es un asunto grave y vinculante y que entre nosotros fue como una asignatura pendiente. Cuando apareció el libro del chileno Víctor Farías sobre la vinculación entre el filósofo alemán y el nazismo, aquí hubo una auténtica feria de despropósitos. Me acuerdo de los gestos de algunos ilustres intelectuales: "Qué importa que Heidegger coqueteara con el nazismo... si era un inmenso filósofo". Lo inquietante es cómo se puede ser un inmenso filósofo y creer en el nazismo. Eso no se explica; sería tanto como explicarse a sí mismo y entre nuestras verdades reveladas está que los mediocres pensadores españoles de la época ejercían de franquistas sin saberlo.

Negar un crimen en el que se ha sido cómplice está penado por la ley. Es obvio, pero nos plantea un tema añadido; cómo hacemos para abordarlo. Nuestro borrascoso pasado hemos de explicarlo y al tiempo bordear la norma que llevaría a los tribunales a quien tuviera el valor de desenmascarar la impostura. Al parecer los actuales grupos que conforman la mayoría en las Cortes españolas han redactado un texto evocador del 23-F en el que se señala la actitud valiente de partidos, instituciones y ciudadanía frente a los golpistas. Me parece una estafa más de las que nos tienen ya acostumbrados, porque si algo resulta llamativo en el 23 de febrero de 1981 es la consecuencia palpable del proceso que conforma la transición: la gente mira cómo los que saben conducen la situación. La absoluta ausencia de reacción en la ciudadanía, fuera de escuchar la radio y ver la televisión, es el espejo del proceso de la transición y su fenómeno más palpable.

Ahora que se grita mucho sobre la reacción frente al golpismo, convendría recordar que el giro que supuso el 23-F fue un baño de humildad sobre el cuerpo entero de la sociedad española, de arriba abajo. Fue la Loapa, la ley que rebajaba un montón de pretensiones, indefendibles si no es con millones de ciudadanos en la calle. Me recuerdo en Bilbao presenciando la manifestación que el PNV había convocado días más tarde; un gesto sin la más mínima trascendencia política, salvo contentar a la parroquia. La mentira se ha instalado en nuestras crónicas del pasado como un virus.

Es imposible detectar ya el volumen de la fantasmagoría; incluso situaciones que uno ha vivido han cambiado de sentido. El oficio de escribir la historia convertido en ejercicio de prestidigitación.

A bote pronto, me acuerdo del lehendakari Garaikoetxea desaparecido y al PNV de Xavier Arzalluz buscándole. También, del entonces radicalísimo Patxi Letamendia agarrando una barca para llegar a Francia y recogido por la Guardia Civil del mar porque se había perdido. Me acuerdo de tantas escenas cómicas y patéticas en torno de aquel 23-F, donde había quien hacía pasaportes para sus hijos pequeños en la convicción de que aquello iba a ser el Chile de Pinochet. Y esto no podía ser el Chile posrevolucionario porque aquí ni hubo revolución ni podía haber Salvador Allende, y por tanto lo único factible se reducía a recogerte en tu casa y esperar los acontecimientos. No había heroísmo, tan sólo perplejidad. Fuimos un quiste de la historia y además resultó que ni siquiera era maligno, sino adiposo, añadido, vulgar, y a veces, en horas bajas, pienso que quizá innecesario. Ése es el lado patético de nuestra historia, que cumplidos nuestros objetivos nada de lo que hicimos sirvió para llegar a ellos, o al menos eso nos explican los que estaban al otro lado de la barricada, quiero decir, los que podían matarte o condenarte a cárcel de por vida.

Estamos, lo digo con sarcasmo, en pleno proceso de sovietización de la historia; aquel, que el historiador Pokrovski resumía con desvergüenza: "La historia es la proyección de la política hacia el pasado". La cosa es tan grave que incluso uno se interroga sobre lo evidente, aquello sobre lo que tiene certezas inamovibles. Incluso he buscado fotos para ponerlas en la pared y fijar los hechos, reconocerse, como quien se cerciora antes de salir de casa de que el nudo de la corbata está ajustado y que el pelo no necesita doma.

Bastaría leer la crónica publicada en El País,el único diario que la dio, evocando los acontecimientos de febrero de 1956, en Madrid, narrados por una periodista imagino que joven y que de seguro sin zorra idea del asunto. Y no es culpa suya porque refiere un acto donde están algunos de sus jefes, con tal cúmulo de barbaridades históricas que uno se queda parado y da en pensar si no será así como quieren que se cuente su propia historia. Todos los que están en la foto de El País en homenaje y recordatorio de aquellas fechas terribles de febrero de 1956 eran militantes comunistas, desde Javier Pradera a Julio Diamante y pasando por Jorge Semprún, Sánchez Dragó y Enrique Múgica Herzog. ¿A qué viene esta confusión de los valores? ¿Se avergüenzan, acaso, del único momento en que fueron lo que querían ser? ¿Se niegan a asumir el papel de juguetes rotos de una historia que a Dios gracias no salió como pensaban?

Esos libros basura de los antiguos radicales convertidos ahora en piadosos defensores del sistema contra el que pretendidamente lucharon, ésos, merecen una condena, aunque sea simbólica y que yo cifraría en la obligación de pasar por el sillón del psicoanalista: echarse allá y empezar a largar de cómo fue posible que gente tan miserable fuera capaz de ganar la dignidad luchando. No es verdad que todos tengamos momentos de flaqueza, lo que sí es cierto es que hasta el mayor canalla puede asumir unos días de gloria.

Reinventemos de nuevo aquello que hicieron los arrepentidos fascistas de La Codorniz y abramos de nuevo una cárcel de papel, para incluir en ella a todos aquellos que mintiendo descaradamente sobre ellos mismo tratan de reescribir nuestra historia, sin ser conscientes, lo digo sin rencor, de que si son algo es gracias a su pasado. ¿O acaso alguien podría valorarlos hoy, después de tantas renuncias? A mí siempre me ha llamado la atención esa gente de mi generación que está bordeando el suicidio, que piensan noche tras noche si al final no habrá otra solución que matarse antes de la indignidad del silencio y la vejez.

Pero resulta que con el tiempo no sólo no se matan si no que un día se arman, van a por nosotros y nos dejan, acribillados de improperios, en la cuneta.

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