EL GLOBO, Caracas, 12 de Septiembre de 2001
La era del presentimiento
Luis Barragán
Junto a la lectura como costumbre y disciplina, capaz de enloquecer (sic) al más prevenido de los mortales, tenemos otra creencia popularmente arraigada; no hay mejor demostración de saber que los discursos improvisados. Antes que su fresca espontaneidad, celebramos la insigne memoria del orador de giros audaces, poeta y también dispensador de datos de envidiable exactitud, cuyo coraje en escena brinda otro sentido a la necesaria solemnidad de los actos, sobre todo aquellos que son o se conciben como de Estado.
Dependiendo del régimen que se viva, luego sabremos y denunciaremos sus imprecisiones, demandando y logrando quizá alguna rectificación. De aciertos y errores se construye también una democracia y, en última instancia, reconocerlos significa reconocerla a ella misma como parte de la vida cotidiana.
Consabido, el presidente Chávez constantemente habla de lo divino y de lo humano, sirviéndole la “revolución” como pretexto no sólo para pasearse por los más diversos y delicados temas, sino –lo más importante- desestimar con relativa facilidad los señalamientos de abuso de poder, los que seguramente hubiese esgrimido si hoy se encontrara en la oposición. Y, valga recordar, las constantes denuncias de esos abusos, planteadas con tanto o más empeño por otros actores en los años anteriores, le abrieron la ruta hacia el poder.
Ahora bien, meses atrás podía la Voz Oficial versionar de distintos modos la acción del gobierno o hacer los más disímiles anuncios, ofrecer una y otra solución definitiva al desempleo o comprometerse con sucesivas fórmulas de sustentación partidísta, sin que ocurriese nada. Afianzado por las cotas alcanzadas de popularidad, satanizado un pasado que también –paradójicamente- las había concedido a otras figuras, parecía imposible pecharlo por todo lo que dijera. Sin embargo, la situación tiende a cambiar.
Así, comienzan a hacerse visibles los costos de la improvisación. Ocurrió la semana pasada, cuando el dólar –en su camino ascendente- le debió mucho al octanaje verbal del presidente, en esa otra dimensión –acaso más trascendente- del poder, no por intangible menos riesgosa: la palabra.
Puede hablarse de una imprudencia cuando la economía presuntamente luce saludable, habida cuenta de los niveles de inflación y de reservas internacionales obtenidos, pero igualmente autoriza la sospecha de aquellos que nominalmente ganan más, pero se les dificulta inmensamente el regreso a clases, por citar un ejemplo. Del anecdotario revanchista, todavía en boga, lentamente nos deslizamos a un cuestionamiento que exige respuestas más coherentes, profundas y convincentes del gobierno y, por supuesto, de la oposición democrática.
Es el amigo que ha sobrevivido a los repetidos males de la administración de justicia, la que se dijo remediar en casi 24 horas, bastando con desterrar las antiquisimas tribus: ha tenido mejor suerte que sus colegas, gracias a dos o tres clientes solventes, pero no se explica el por qué sus ingresos se desintegran con tanta prontitud tomando en cuenta que la inflación no supera el 12/13% y el dólar no ha corrido más allá de los mil bolívares. Legos en la materia, desconfiamos de las técnicas de medición o las circunstancias que contribuyen a la arquitectura de los índices macroeconómicos y esperamos una versión más seria de lo que acontece, pues, acuñaciones tan etéreas como “revolución”, “soberano” o “escuálidos”, no responden al reclamo ciudadano.
Sencillamente constatamos que la amenaza de transferir los depósitos oficiales de la banca privada ayudará más al desempleo creciente del sector, por no mencionar las angustias del ahorrista que corre – esta vez - a adquirir dólares, recuperado el viejo prestigio del colchón. ¿Obedece a una estrategia suficientemente calibrada de saneamiento de las finanzas privadas en atención a un modelo confiable de desenvolvimiento económico o constituye una innovadora fórmula de estatización o nacionalización de la banca?. Nadie lo explica y, acaso, como si Einstein nos prestara su célebre ecuación, colegimos que todo abona a una ocurrencia presidencial más, sin medida ni concierto. Vale decir, la improvisación es tan aguda que esas tan instantáneas ocurrencias sorprenden a sus propios y más cercanos seguidores, deseosos de un mensaje más elaborado que les otorgue –además- legitimidad doctrinaria.
Nos confiamos al juego de los presentimientos, en una era en la que –muy aparentemente- no hay certezas ideológicas, excepto que alguien se atreva a elevar como una de tales el propósito de mantenerse en el poder y esperar largos 30 años para que se vean los resultados de la revolución. Y esto – que yo sepa- no estaba en el libreto por diciembre de 1998.
Intentamos literalmente adivinar el horizonte, porque la falta de sobriedad, hondura y espesor del debate –necesario de reivindicar tercamente- nos sorprende con las vergüenzas al aire. Y no logramos conferirle un signo definitivo a la gestión oficial, ya que ésta –ciertamente- es tributaria del “como vaya viniendo, vamos viendo” del jamás bien ponderado filósofo Eudomar Santos.
No queda otro camino que el de confiarse a los sentidos, siendo el más común el de supervivencia, reclamando de los gobernantes que piensen un poco más sobre las consecuencias de lo que dicen y hacen. A estas alturas, al menos, solicitamos tan elemental responsabilidad.
Posiblemente sepamos de un nuevo aprendizaje democrático en la medida que se diluya esa suerte de admiración soterrada hacia los líderes que soportan varias horas consecutivas empuñando un micrófono, cuyas contradicciones no acarrean un costo político en las (forzadas) terapias colectivas. Digamos que es un Fidel Castro al que simplemente no se le puede pedir cuenta de lo dicho y contradicho por largos años de locución pública.
Tomado de: http://usuarios.multimania.es/antipolitica/
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