Carlos Fuentes, uno de los nuestros
FRANCISCO JAVIER PÉREZ
Como Kafka, Camus o Sábato, tuvo la fortuna de ser escritor de una novela corta que diera sentido a su larga obra de novelista. La tituló, escatimándole todo al lenguaje, con el simbólico y tierno nombre de Aura. Ella, como sus contemporáneos antecesores, sería la metamorfosis, sería el extranjero y sería el túnel. Quizá, nada, o, muy poco, ha sido mejor contado en lengua española. Hace cincuenta años exactos era publicada esta obra de culto que toda mi generación leyó con veneración y como descubriendo a un escritor distinto del atemorizante narrador de Terra Nostra; el novelón prodigioso que había encantado al jurado del Premio Rómulo Gallegos, en 1977.
Estuve cerca del escritor en dos oportunidades. La primera fue en el Celarg de hoy, donde en otro tiempo estuvo una de las últimas residencias caraqueñas de Gallegos, donde vi a Fuentes por primera vez.
De gira por todo el continente, el escritor iba conferenciando sobre El espejo enterrado como demostración de lo que éramos en el nombre América y de lo que el nombre América nos había hecho lo que éramos. Transcurría un indeterminado mes de 1992 o de 1993 o de 1994; cifra grabada en nuestra partida de nacimiento. Y eso quería el ensayista de rigor narrativo (¡y qué bien practican el ensayo los que saben contar de verdad!), recordarnos el modo en que nacimos para el resto del mundo, la razón por la que nacimos y el destino agónico de nuestra natividad. La motivación iba a ser una insistencia a favor de una cultura de la inclusión, cuando nadie aún desde estas latitudes hablaba de ello. Lo que hoy es eslogan gastado y tedioso, Fuentes lo propagó con la honestidad de pensamiento benéfico que lo caracterizó en todo concierto y cuando otros no hacían sino ofrecer diagnósticos, él tenía ya bien ordenadas soluciones.
El segundo encuentro tendría lugar en Cartagena de Indias, el año 2007, junto a García Márquez. Este último asistía al homenaje que la Asociación de Academias de la Lengua Española le rendía en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, en razón de cumplirse los cuarenta años de la publicación de Cien años de soledad. Desde México, el amigo había ido a rendirse, cariñoso y con obsequio fiel, y a darle fuerza y calor al hermano, siempre reacio ante el reconocimiento de actos públicos.
Como Tolstoi en la revolución, escribe también sobre una muerte en la revolución.
Es La muerte de Artemio Cruz y significó el abrazo de la historia con la literatura; simiente profunda de su gestión de escritor: nada en la literatura sin la historia y nada en la historia sin la literatura.
Mirada de águila, dueño de la noche, deviene en el escritor más robusto en el pensar y en el más ansioso en el denunciar. Águila que nos mira, dueño de la vida: "Porque sabemos que no hay sino un largo fracaso que se cumple en prepararla y gastarla para el fin". Ya estamos en La región más transparente del aire, versículo que le pide prestado a Alfonso Reyes, para engastar su personal visión donde todo menos la voz parece hablarnos.
He aquí el origen: "No tienes memoria, porque todo vive al mismo tiempo; tus partos son tan largos como el sol, tan breves como los gajos de un reloj frutal: has aprendido a nacer a diario, para darte cuenta de tu muerte nocturna". Sin buscarlo, viví, en 2008, la gestación de la edición conmemorativa de los cincuenta años de esta novela (la precocidad de Fuentes ha hecho que todos sus libros bandera promedien ya una edad superior a la cincuentena), en Madrid, gracias a la acción generosa de Gonzalo Celorio, su discípulo y admirador, otrora director del Fondo de Cultura Económica y secretario de la Academia Mexicana de la Lengua, a la que Fuentes entraría en calidad de miembro honorario.
El poder de su palabra permitió a Fuentes convertir la palabra en poder y, descreyendo de todo cargo público y de toda actuación de figurante estatal, procedió a levantar las auténticas banderas de la libertad.
Ajeno al cacareo de cuánto vale la democracia para los pueblos, colocó piedras miliares en función de lo que significa ser libres en un mundo que verbaliza la libertad, pero que no la hace obra. En el intento, se hizo maestro y entendió que la literatura no era más que enseñanza de vida y para la vida. Si era intelectual, lo era sólo para hacer prosperar la crítica contra la injusticia humana (evito la palabra "social" para que no se cargue al escritor de mala ideología) y contra los bandoleros de cualquier estatus. Así, se pregunta: "¿Nunca se enterará el intelectual mexicano del asco y desprecio con que es visto por la «gente popof»?".
José Emilio Pacheco lo determina. Dice que "nombró lo que no tenía nombre". Dice que "convirtió en personajes a los seres anónimos que recorrían esas calles transfiguradas por la perenne injusticia, la violencia de siempre, la victoria de la miseria, la especulación inmobiliaria y la tempestad del progreso". Dice, en fin, que "recogió sus voces y sus ecos, sus rumores y hasta sus olores".
Su obra fue precursora de modos nuevos de escribir el español desde América como la mejor manera de escribir América para el español. No existe mejor legado en esa prole inagotable que fue su acción verbal.
Preserva la literatura y la transforma, han dicho con insistencia. No existe mayor elogio para un escritor grande que ese entenderse formando parte de una tradición de nobleza y de una élite de cambio. Su valentía y su valor de escritor radican en congeniar, en partes iguales, lo que conserva y lo que renueva, siendo siempre lo uno y lo otro gestión de brillo y de bien.
Ese fue Carlos Fuentes, uno de los nuestros, por nombrarnos, por vivificarnos y por hacernos lenguaje (eco, rumor y olor) más allá de las tempestades, las especulaciones, la violencia y la injusticia.
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