Crónica vanidosa sobre cajas, cuerdas y frutas
BEATRIZ SOGBE
La seducción del oficio se pierde en la historia del arte de todos los tiempos. También la polémica que origina este género de la pintura. El tema no terminará jamás. La subyugación tampoco. A menudo la reflexión --incapaz de aceptar otras reglas que las suyas-- suele ir a la zaga del desarrollo creativo que, dando pasos agigantados, ha tomado la creación misma. Porque el arte se adelanta a los prejuicios existentes.
Y la soberbia, muchas veces, ciega la razón y la emoción.
Un poco de memoria A raíz de la división de la Iglesia Católica, los luteranos se adhirieron a una visión ascética de la vida apegada a las escrituras bíblicas con énfasis en el Eclesiastés (1,2), que se inicia diciendo: "Vanidad de vanidades, dice el predicador, vanidad de vanidades; todo es vanidad". De esta manera ellos señalaban el tema de las vanitas, exaltaban la simplicidad y rechazaban los honores, el poder, el lujo, las riquezas e insistían en la certeza de la muerte.
Una herencia que pasó a América, de manera muy arraigada, entre los mexicanos. Para los luteranos la sabiduría estaba en la sencillez, la reflexión, el arte, la música, las matemáticas, las ciencias y los libros. Eran las huellas de una visión medieval sobre la "utopía cristiana".
Pero los que desplegaron más virtuosismo en las "naturalezas muertas" fueron los flamencos, quienes hicieron una verdadera especialización en el tema. Su pintura es una combinación de precisiones: composición, luz, policromía, medidas. Gombrich se refiere al concepto de las vanitas de la siguiente manera: "Cuanto más ingeniosa sea la ilusión, más impresionante resultaría, en cierto modo, este sermón sobre la apariencia y la realidad".
En un análisis sobre esta materia, Erwin Panofsky menciona el simbolismo latente en ellas basado en la hermenéutica medioeval, según la cual las cosas, junto a su significado cotidiano literal (sensus literalis), tienen un sentido religioso que lo remite a la Biblia de tres maneras: 1) la fe; 2) la moral cristiana; 3) un sentido anagónico que se refiere a las postrimerías del hombre.
En ese punto Panofsky infiere que hay una estructura religiosa profunda cubierta bajo el velo de las apariencias.
Las vanitas también dejarían su huella en España, primeramente a través del monje cartujo Juan Sánchez Cotán (1560-1627) y más tarde con Francisco de Zurbarán (15911664). Sánchez será pionero en este género con lienzos llenos de misticismo, escasez de recursos, frutas colocadas de manera helicoidal y un fondo oscuro que otorga gran dramatismo a las piezas.
Son llamados "bodegones de cuaresma" por esa austeridad que los caracteriza. Sánchez Cotán fue un visionario que se adelantó a su tiempo y quizás, como suele ocurrir, no fue entendido por sus contemporáneos. Aún hoy sus obras sorprenden a los espectadores.
Así las cosas, las naturalezas muertas, con sus altas y bajas, pasarán de nuevo a un segundo plano hasta fines del siglo XIX, cuando un genio que cambiaría la historia del arte las retoma con nuevos bríos: Paul Cézanne.
Cézanne era un incomprendido, tanto por su familia como por los intelectuales de la época. Sólo algunos artistas y conocedores entendieron su trabajo innovador. También quería deslindarse del grupo de los impresionistas, con los que no se sentía identificado, y a partir de 1872 se consagró a la naturaleza muerta.
Anticipándose a la obra de Cézanne, en 1831 Balzac publica La obra maestra desconocida. Allí se relata la historia de un legendario pintor --absolutamente incomprendido-- que visionariamente había pintado una pieza abstracta cuya única relación con la realidad era un pie ejecutado con rigurosidad de oficio académico. El artista la llamaba la belle noiseuse y al final de la novela se suicida, tras quemar sus cuadros.
Cézanne se identifica tanto con el personaje que, ya anciano y convertido en un excéntrico solitario al que apedreaban los niños del pueblo, reacciona de manera imprevista ante la mención de la pieza de Balzac por parte de su amigo Émile Bernard. Este relató así el incidente: "Una noche, cuando le hablé a Cézanne de La obra maestra desconocida y del trágico artista frustrado relatado por Balzac, se plantó ante mí y señalándose a sí mismo, se presentó --sin decir una palabra, sólo mediante la repetición de su gesto--, como la misma encarnación del personaje. Estaba conmovido hasta las lágrimas".
En 1885 Èmile Zola escribe la novela L’oeuvre (La obra).
Cézanne comenzó a leerla con gran emoción trayendo a su memoria los recuerdos compartidos de la juventud.
Mientras la iba leyendo se daba cuenta de que el personaje central era él mismo. Zola lo presentaba como un artista desmesurado que intentaba alcanzar las estrellas, que dilapidaba su talento y luego se suicidaba ante un cuadro inconcluso. Así lo veía Zola, como un fracasado. Después de esa lectura y luego de muchas desavenencias anteriores, no se volvieron a hablar nunca más.
Nadie que pase frente a las obras de Dávila quedará inmune a su misterio. Ellas revelan metáforas de una visión profunda de la realidad
Allí el protagonista Claude Lautier, en forma premonitoria, dice: "Con una zanahoria bien pintada podría desarrollar una revolución". En 1895 Cézanne diría: "Quisiera asombrar a París con una manzana".
Ciertamente lo logró.
Las frutas de Cézanne cambiaron la historia del arte. En estas no se trató de copiar la naturaleza. Las perspectivas cambian de un elemento a otro. Los objetos se debaten entre ser utilizados o adoptados. Sometió el espacio pictórico a leyes completamente diferentes a la percepción normal. Será a partir del engranaje de la construcción lineal, tonos, contornos y sombreados, cuando surge una nueva perspectiva espacial. Cézanne quiso transmitir solidez y volumen en esos bodegones.
Picasso y Gris removerían de nuevo cimientos con las naturalezas muertas cubistas. Otros elementos vendrían a dar nuevos pasos en el tema sempiterno. Ahí los planos y puntos de vista se desdoblarían hasta hacerse infinitos. Posteriormente se han desarrollado muchas otras interpretaciones pero esta crónica pretende ser breve.
Las naturalezas muertas son documentos de la historia de la cultura que dan testimonio de los cambios sufridos por la conciencia y las maneras de pensar y actuar. Los objetos escogidos dentro de este género pertenecen a campos semánticos específicos: el privado, el familiar, el placer, el ocio o lo decorativo. También a momentos de meditación contemplativos como la vanidad, el momento morti, del tiempo que pasa y de la muerte.
Las tensiones y levitaciones en la obra de José Antonio Dávila La plástica latinoamericana también descuidó el tema de las naturalezas muertas. Pocos visionarios vieron en el tema una veta inagotable. Entre ellos, Diego Rivera (México); los envoltorios de Claudio Bravo (Chile); las cajas y espejos de Santiago Cárdenas (Colombia); las mesas servidas de Amelia Peláez y los planos sintetizados de Julio Larraz (Cuba). En Venezuela hay dos propuestas fundamentales: Marcos Castillo y José Antonio Dávila. Castillo (Caracas, 1897-1966) desmenuzará el tema cezanniano y sintetizará las composiciones hasta dejarlas sin contornos y con una capa pictórica tan delgada que semejan acuarelas.
En esta crónica sólo me referiré a los que considero capitales en sus propuestas. Vendrían luego los seguidores y por último finalmente, los copistas.
En ellos precede la arrogancia de pensar que se es un dotado.
Por el contrario, su premisa debe ser la humildad y el contenido, dentro de una gran capacidad de resolución. Porque esos son los preceptos en este género de pintura.
En la obra de José Antonio Dávila (Nueva York, 1935) la presencia de Sánchez Cotán se establece como una correlación de ideas para la memoria. Como también podría serlo Cézanne, pero partiendo de ellos se desarrolla otra dimensión plástica --que no se ajusta a las leyes universales.
Nadie que pase frente a las obras de Dávila quedará inmune a su misterio. Ellas revelan metáforas de una visión profunda de la realidad, en las que se confunden las necesidades conscientes e inconscientes y las experiencias sociales. Colores y formas actúan conjuntamente para la armonía y el equilibrio, pero también en un secreto juego de tensión.
En estas piezas Dávila atrapa al espectador. Este es un ser predispuesto. De antemano cree saber lo que quiere mirar y lo que no. Para defenderse de la imagen, el artista presenta la sorpresa constante de cosas que se ven por primera vez. El espectador siempre mira distraído. Y el artista le tiende una trampa.
De esta manera, ante la "indolencia del ojo", el artista administra el antídoto del trompel’oeil, un exceso de detalles en piezas individuales ante espacios de absoluta simpleza. Un dramático juego de luz y sombras irreales que crea desconcierto en el observador.
Fondos planos y unas incógnitas: pizarras, tizas, fórmulas matemáticas y gatos que nos observan.
Se percibe una parte onírica de planos imposibles y vegetales que en algunos casos dan la impresión de levitar. No es una composición fortuita. El ojo humano, acostumbrado a la cotidianeidad, no se adecua a absorber la composición ingeniosa, sorpresiva. Dávila traslada los frutos desde un espacio habitual a otro irreal y mental.
Nos vuelve "esclavos de la ilusión". Nos desconcierta, nos pone a pensar.
Estos acrílicos atrapan y seducen. A nadie se le ocurriría reflexionar sobre la sensualidad de una naranja o la fascinación de una caja que todos desechamos. Las tensiones entre una mariposa que habla del presente y de la fugacidad.
Y que debemos sobrepasar el acoso del consumismo en los desechos urbanos.
También en la obra está implícita una denuncia humanística. La artificialidad de lo exterior y la autenticidad de lo interior. La huella de los objetos que nos rodean. La memoria en un pizarrón desdibujado. La esperanza del futuro en la tiza del conocimiento.
La fruta que pende de un hilo, como nuestras vidas azarosas.
La permanencia de las ciencias y las artes.
La pavorosa soledad del hombre moderno que se refugia en sí mismo. Un drama que habla del silencioso teatro de la mente.
Todas estas razones hacen que nos embelesemos ante la pintura de José Antonio Dávila.
Más que oficio aquí hay alma.
Ese que nos hace, una y otra vez, volver a indagar sobre el misterio de cómo es posible que, luego de tantos siglos, el tema nunca se agote.
El frutero (Cruz Felipe Iriarte), merengue venezolano. Cemeruko ensamble: Maxwell Pardo (violin), Rafael Lobo (cuatro) & Federico Abraham (bajo).
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