La LOTbriz del apontazo laboral
Luis Barragán
Comprobado queda, el planteamiento de una distinta Ley Orgánica del Trabajo se hizo en el marco de la guerra psicológica en la que se ha especializado el Estado por todos estos años frente a la ciudadanía, aunque ahora se le llame – eufemísticamente – guerrilla comunicacional. Y, como bien se ha dicho, surge el instrumento con una clarísima y contundente vocación electoral.
Puede denominársele, pues, Ley Orgánica del 7 de Octubre y, de escudriñar más, Ley Orgániza del Apontazo Laboral. Por una parte, tiene por principales objetivos el de aparentar al proletariado como protagonista de la transición hacia las infinitas transiciones, como el de distraernos sobre el caso de Eladio Aponte Aponte, llevándonos a las escenas finales de “Sombras nada más” de Sergio Ramírez, con el corrosivo humor que reivindica la naturaleza de ciertos procesos políticos que se fingen revolucionarios; y, por otra, bastando el simple enunciado oficial, se dirá, procura evitar a todo trance el debate a fondo, garantizando también la impunidad de los procedimientos.
Por lo pronto, obviamente no le cabía en momento alguno a Chávez Frías el mandato de legislar en una materia donde el constituyente fue inequívocamente directo y enfático. La Ley Orgánica del Trabajo es un asunto que le compete al parlamento y, aunque él no honró por todos estos años la Disposición Transitoria Cuarta de la vigente Constitución de la República, en todo caso, pudo pagar esa deuda el TSJ a través de la omisión legislativa.
El régimen dice hallar una vía para la impunidad, ahorrándose el costo político de la ventilación de sus políticas económicas y sociales, el apego a una modalidad del cálculo de las prestaciones por más de diez años que cínicamente denuncia como un robo, la apropiación indebida de los recursos que debieron destinar para solventar el problema de los pasivos laborales, la tercerización sistemática de la que es culpable promotor, entre otros renglones. Urge del borrón y cuenta nueva, en un marasmo de burla a los trabajadores que nunca consultó.
La oposición asumió posturas, a pesar de la cautela incomprensible de los medios de comunicación que final e inexorablemente abrieron sus puertas al tema. Legítimas fueron sus conjeturas, porque – dados los dispositivos estructurales del engaño – el silencio era lo que calculaban y deseaban los agentes de la principal sala situacional de Miraflores, harto diferente al morboso ejercicio de las adivinanzas a las que condenó a los más visibles voceros del oficialismo, hoy de nuevo condenados a defender un instrumento que, sencilla y vergonzosamente, ignoraban.
Particularmente, nos permitimos trabajar algunas de las perspectivas a las que nos forzaban los escasos y subrepticios borradores que, tomados de la red de redes, siguen inspirando cualquier intento de reforma post-electoral, por la naturaleza y el lenguaje de unas propuestas más afines al sentido que ha adquirido el régimen en los últimos cinco años. Además de cooperar en la discusión y elaboración de un documento que explicó por varias semanas la constitución de una comisión socialcristiana y de cuya validez no abrigamos dudas, sintetizamos nuestras perspectivas en sendos escenarios que, modestamente, recogimos en un texto intitulado “Ley del trabajo y revolución”, publicado en este mismo medio.
Confirmando uno de esos escenarios, de tanto pujar el régimen ha parido una lombriz: no se atrevió a una radical o radicalísima transformación de las relaciones laborales en Venezuela, porque no tiene con qué pensarlo y hacerlo, quemando una oportunidad para una democrática y amplía actualización del mundo del trabajo, inevitablemente inserto en la globalización que toca desesperada a nuestras puertas, confiriéndole al trabajo un carácter liberador. Socialismo rentístico, al fin y al cabo, miente descarada y descomunalmente, mientras que suelta ese apontazo laboral que, inconstitucional y manifiestamente ilegítimo, preserva los intereses creados por más de una década, la posibilidad – incluso – del chavismo desenfadadamente sin su creador, obligando a sus seguidores y más cercanos colaboradores a permanecer en esa piscina de la supervivencia que un poco o mucho se parece a la que sirvió para el juicio popular novelado por Ramírez.
Ilustración: Ferdinand Léger, "El remolcador rosa" (1918)
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