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EL UNIVERSAL, Caracas, 22 de Abril de 2012
El emblemático Aponte Aponte
El nexo entre la descomunal medianía y la proliferación de corruptelas es evidente
ELÍAS PINO ITURRIETA
Quise averiguar sobre los méritos profesionales y académicos del magistrado Aponte Aponte y sigo sin respuesta. Como ejercía de Presidente de la Sala de Casación Penal del TSJ, supuse que venía precedido de una relación de méritos capaz de acreditar su preeminencia en la cumbre del foro nacional. Intenté la averiguación porque venía sorprendido desde hacía tiempo por sus limitaciones de comunicación, por la imposibilidad que ha demostrado de ofrecer, siquiera una vez, alguna frase coherente sobre los asuntos de su trabajo; porque el habitual tartajeo sustituía, en sus contadas apariciones, la posibilidad de desembuchar una oración digna de tal nombre a la hora de declarar ante el público. Como es evidente que no se necesita ser el as de la oratoria ni la perla de la fluidez para superar un examen objetivo, me empeñé en leer su bibliografía, o en tener presentes los casos a través de los cuales demostrara su pericia de abogado, sus luces susceptibles de llevarlo a la cúspide de las audiencias. No encontré nada porque no hay nada que no sea la demostración de cómo un huérfano en materia intelectual y en pericia profesional puede ocupar cargos de alta responsabilidad de los cuales depende el destino de la sociedad.
Me parece un punto digno de atención porque no sólo refiere el predicamento del magistrado que ahora está en el exilio y en la proximidad de la picota. Aponte Aponte no es un caso aislado, sino un signo de los tiempos recientes. ¿De dónde sacaron a este sujeto, a este lamentable señor convertido en juez de la más alta instancia? pregunté con legitimidad al escucharlo en ocasiones por la radio o en la TV, una inquisición que quizá se pueda ver como pretenciosa porque pareciera orientada a buscar solamente a personas atildadas y de vocablo decente y de buenas maneras y de urbana corrección para ponerse a despotricar, como si husmeara en los salones de un club aristocrático, o en los claustros de Cambridge, y no en los corredores del poder público en cuya anchura deben tener cabida todas las criaturas del pueblo soberano. No van por allí los tiros, sin embargo, sino hacia una diana cuyo volumen es difícil de errar cuando se buscan respuestas a la decadencia que nos distingue como colectividad. ¿Acaso no encuentre fundamento de sobra esa decadencia en la selección cada vez más abrumadora de sujetos incompetentes para la función de gobernar, en el acopio de indigentes del cerebro mutados en oráculos y en autoridades capaces de cambiar la vida y de perjudicar los intereses de los gobernados? Con cédula de identidad diversa y viniendo de distintas procedencias, llegan a miles los funcionarios que carecen de evidencias de instrucción partiendo de las cuales se puede suponer que harán su trabajo de manera aceptable. Donde usted mire, y especialmente si mira hacia las alturas, topa usted con una opacidad o con una mediocridad que no permiten pronosticar el logro de una administración eficaz, mucho menos unas metas que por lo menos produzcan cristiana conformidad. En la mansión de los jueces, en los sillones del gabinete ejecutivo, en la sede del resto de los altos poderes del Estado, en los cuarteles y en las curules de la AN se apoltronan unos individuos que no aguantarían un somero examen de admisión en la universidad más laxa del llamado Tercer Mundo.
Las credenciales académicas no garantizan un manejo honesto de la función pública, desde luego. Las casas de estudios otorgan certificados de suficiencia y de excelencia, pero no garantizan la honradez de sus egresados. Sin embargo, aquellos que han obtenido sus diplomas por el camino derecho, en especial si han desarrollado una carrera sin trampas, poseen herramientas suficientes para evitar la manipulación o las presiones de quienes los llaman a gobernar. No sólo están provistos de elementos para distinguir el grano de la paja, sino también la conciencia de que pueden sobrellevar la existencia con la ayuda de tales elementos sin venderle el alma al diablo. En un régimen como el actual, en cuya cabeza sobresale una congregación de burócratas adocenados, un enjambre de empleados de coturno con más pena que gloria, no se hace una observación trivial. La oscurana de la cúpula chavista, cuyas figuras no se ven dotadas para ver y prever los asuntos públicos de su incumbencia, ofrece pistas adecuadas para explicar el abismo al cual nos están llevando.
Como no quiere hacer a solas su viaje hacia el infierno, el magistrado Aponte Aponte ha establecido, desde su mediocridad, un vínculo estrecho con la mediocridad que lo rodea. El vínculo es susceptible de poner en relieve atrocidades que se intuían, pero sobre las cuales faltaba el testimonio de uno de sus actores. El nexo entre la descomunal medianía y la proliferación de corruptelas es evidente. De allí que su caso sea emblemático, en la medida en que no incumbe solamente a una trayectoria personal sino a la putrefacción de la que formó parte hasta que lo echaron del saco. No ha saltado de pronto de la lengua mocha a las filigranas de la elocuencia, ni salió ahora de una boleta del montón al cuadro de honor de Biblioteca de Alejandría, como para que le ofrezcamos un trabajo de catedrático, pero habla desde las entrañas del monstruo que habitó hasta hace poco. Sigue siendo lo que ha sido hasta la fecha, pero el aprieto lo ha puesto a cantar una tonada que no parece inverosímil.
EL NACIONAL - Domingo 29 de Abril de 2012 Siete Días/7
Los laberintos del poder
SIMÓN ALBERTO CONSALVI
En su columna de El Universal del domingo pasado, Elías Pino-Iturrieta escribió sobre "El emblemático Aponte Aponte" y, a pesar de lo deplorable que resulta mencionar al personaje, quiero detenerme en sus observaciones porque sería un error que pasaran inadvertidas. Esto es lo que nos sucede con frecuencia, y, como consecuencia, la montaña rusa de nuestros laberintos se va sucediendo con tal frenesí que nos vamos quedando como desahuciados, inermes, sin palabras, aterrados de lo que vemos y padecemos.
Por eso me detengo en las reflexiones de Elías. Tocan la médula de nuestra desgracia y apuntan a la crisis moral que corroe a la nación. El historiador se pregunta cómo un hombre de la ignorancia y mediocridad del coronel pudo optar a cargos de tal rango y responsabilidad como fiscal militar, magistrado del Tribunal Supremo de Justicia, y presidente de la Sala de Casación Penal del alto tribunal.
Obviamente, no reunía méritos ni personales ni académicos para tan relampagueantes ascensos. Pero tenía una condición, la de incondicional del Presidente de la República y militante radical del proceso. Si contribuyó a hacer de la justicia la guillotina de la revolución, asumió con orgullo la misión de verdugo.
Conviene, o es preciso advertir, que no era el coronel y magistrado el que tomaba las decisiones. No pasaba de ser el instrumento ciego de quienes ahora escurren el bulto y se dan golpes de pecho por haberlo dejado solo, teniendo como en efecto tiene tantas culpas y crímenes compartidos.
No dudo de que ellos son más responsables que el magistrado fugitivo. No gastaré epítetos para referirme a él. Bastan con los que le disparan sus antiguos cómplices. Es preciso olvidarse del personaje para reflexionar en el fenómeno que representaba. A esto apunta el historiador Pino-Iturrieta.
Olvidémonos por un momento del coronel, como si se lo hubiera tragado la tierra. Lo verdaderamente trágico nos espera. ¿Y qué puede ser algo tan nefasto? ¿Lo imagina, lo supone, lo percibe usted? Pues, muy simple. Al coronel Aponte Aponte lo sustituirá otro Aponte Aponte tan mediocre e ignorante como él, pero tan incondicional y tan verdugo como él porque la revolución bolivariana a estas alturas de la historia dejaría de ser revolución si no degrada la justicia y la condena a su misión de guillotina.
De ahí lo emblemático, según Pino-Iturrieta, porque los Apontes proliferan, y son el denominador común de la burocracia reinante. Todos acampan bajo el mismo paraguas. Todos hablan el mismo lenguaje. Todos repiten que en revolución no se concibe la autonomía e independencia de los poderes del Estado. Todos quieren ser sumisos, complacientes, obedientes. Todos, como el magistrado que habló en la inauguración del año judicial, encuentran que el derecho de la revolución es la única ley. ¿Lo recuerdan? Tal vez no. Y esta es otra de nuestras desgracias. El olvido, la resignación, la indiferencia, la complicidad. O, quizás, el cinismo.
"Como no quiere hacer a solas su viaje hacia el infierno, el magistrado Aponte Aponte ha establecido, desde su mediocridad, un vínculo estrecho con la mediocridad que lo rodea", escribe el historiador, y añade: "El vínculo es susceptible de poner en relieve atrocidades que se intuían, pero sobre las cuales faltaba el testimonio de uno de sus actores".
La mediocridad está equitativamente repartida en todos los poderes del Estado. Unos eligen a los otros, y todos a una queman el incienso que los sustenta. Nunca había sido tan patética la gramática del poder como en esta etapa triste de la historia venezolana. La gramática también está bajo secuestro. Los ministros usan las mismas frases, aunque a veces no las completan.
Los diputados olvidaron la palabra, no la usan, no pueden, sólo las disparan pero ninguno ha pronunciado un discurso coherente. Si una rectora del CNE se dirige a los ciudadanos, no puede desprenderse del lenguaje autoritario, como si el diálogo con los ciudadanos les estuviera vedado. El complejo de guillotina está instalado en la revolución, y de ahí la tragedia de la gramática del poder.
¿Imagina usted a un jerarca (ministro, general o magistrado) que hable en tono civilizado, como parte de un país y como funcionario destinado a la alternación constitucional? No.
Es inconcebible y no sucederá porque la revolución los condenó al laberinto de la guerra.
Porque, además, revolución significa control de la sociedad, represión, divisionismo, discriminación.
Para armar un aparato de poder que garantice incondicionalidad, sumisión, obsecuencia, se necesitan los Aponte Aponte, y esa cantera está al alcance de la mano todopoderosa que los maneja como títeres. No es posible suponer que las atrocidades cometidas en nombre de la ley cesarán porque haya caído un verdugo. La mano que lo movía como el gran guiñol necesitará otros coroneles togados. Nadie lo dude: véalos, ahí están haciendo cola.
El emblemático Aponte Aponte era apenas uno entre muchos.
Ilustración: Ugo (El Nacional, Caracas, 28/05/12)
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