"La Bella Cupida, ahora sí, lo hizo pedazos. Regresó una semana después, las rodillas en carne viva, los ijares atormentados, las espaldas cruzadas de arañazos. Hasta de sangre en la orina empezó a padecer (...) - Aquí vengo moribundo, hermanos - les dijo mientras lo sacaban todos del Chrysler dorado y lo conducían a sui lecho, lo desnudaban, le ponían su pijama y lo arropaban-. Yo creo que aquella vez la agarré enferma, o quien sabe qué, porque me soltó tras apenas una jornada, y logré regresar maldolido y debilitado, pero en pie. Ahora, después de la primera noche, cuando amaneció, creí que la había liquidado para siempre. Habían sido siete embestidas, una tras otra. !A qué horas me ufané delante de ella! Eso no era más que un ensayo de mierda, me dijo, tras una vil carcajada. Y a partir de ese momento me agarró de su cuenta: me ordeñó de pie, contra las paredes, en cuclillas dentro de una tina de porcelana llena de agua caliente, sentados sobre el retrete, en las escaleras, en los sillones Madame Rocamier de la sala, en el reclinatorio de su capilla, en la cocina, en el puro piso, sobre las piedras del jardín. Sólo le faltó echarme, ya inservible, al foso de los caimanes para que hartaran"..
Sergio Ramírez
("Margarita, está linda la mar"; Alfaguara, Bogotá, 1998:79)
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