sábado, 5 de marzo de 2011

NUEVO CAPÍTULO


EL NACIONAL - Sábado 05 de Marzo de 2011 Papel Literario/2
Nuevas epifanías, nuevas sombras
CARLOS GONZÁLEZ BATISTA

La historia de la pintura venezolana de la época española está llena de interrogantes de muy difícil respuesta, en parte debido a ese pecado original de toda investigación en la materia: la falla documental, defecto que pasa tanto por la falta de documentos escritos como por la misma anonimia de las obras. Una de estas preguntas, y no la menos conspicua, es la referida a la prolífica escuela de los Landaeta, cuyos numerosos integrantes escriben un denso capítulo en el arte venezolano de la época.

Boulton hizo lo que estuvo a su alcance por desentrañar su identidad, ayudado en su intento, según creemos, por Manuel Pérez Vila, en lo que sigue siendo el mejor acercamiento a este grupo de pintores, unidos por el apellido, así como también por ciertas concordancias estilísticas. Carlos F. Duarte, quien ha seguido los pasos de aquel pionero con singular dedicación, ha tenido en sus escritos algunos atisbos interesantes, pero no al estudiar una de las obras "Landaeta" más emblemáticas, la Virgen de Caracas, tal como veremos, una pintura no sólo analizada en su momento por Boulton, sino que fue de la colección de su familia.

De los pintores citados sólo de algunos se conoce obra segura, como es el caso de Antonio José Landaeta, pero de otros únicamente el nombre y algunos datos familiares y laborales. De manera que aunque la nómina de pintores Landaeta parezca estar completa es, en buena medida, una nómina vacía de obras.

El mayor premio que puede recibirse en estos menesteres es, con mucho, el inefable del descubrimiento.

Resultado del propio desvelo acude sorpresivo, pero pocas veces sorprendente. Uno de estos momentos epifánicos lo narra Duarte en uno de los números del Boletín de la Academia Nacional de la Historia (No.

341, 2003), donde refiere su hallazgo al estudiar la hasta entonces enigmática pintura. Así lo relata Duarte: "En la observación de una obra de arte, los indicios más obvios y notorios pasan, a veces, inadvertidos ante el ojo más entrenado y astuto (léase, el de Boulton y el suyo).

Frecuentemente, este hecho sucede con las obras más conocidas y reproducidas. Acaso por la costumbre de verlas, o por suponer que ya todo ha sido dicho, especialmente cuando estas obras han sido objeto de examen y estudio por parte de reconocidos expertos (Boulton y Duarte, nuevamente, y con razón), se les pasa por encima sin observarlas". Sigue con la trascripción del juicio formulado por el primero sobre la obra, y remata observando que éste no se detuvo en un detalle, "que cambia todo lo referente a la iconografía y fecha de ejecución de la obra, el detalle en cuestión es la evidentísima cruz archiepiscopal de tres brazos" sostenida por la Virgen. Esa cruz que ahora advierte como rasgo fundamental en el análisis de la obra lo conduce a varias deducciones, la primera es que la "Virgen de Caracas lleva esa cruz archiepiscopal o arzobispal, con motivo de haber sido erigida la diócesis de Caracas, en 1805 en Arzobispado, y su iglesia en Metropolitana", ello le permite fechar la pintura de un modo bastante ajustado.

Por lo anterior afirma que si en dicha cruz hay una filacteria con la frase Consolatrix Caracensi ésta obedece a los temores locales ante la guerra con los ingleses, y a problemas internos tanto políticos como económicos que no especifica. Finalmente, y tras descartar a otros diez pintores del grupo Landaeta como eventuales autores de la obra, se inclina por Juan José Landaeta, de quien no se conoce con certeza obra alguna, hermano del antes referido Antonio José. Debemos decir que para Duarte estos hermanos son los más destacados pintores entre los que llevan el apellido. Ahora bien, como Antonio José fallece en 1799, "queda (...) como único y legítimo candidato, Juan José Landaeta", fallecido en 1810.

Tales conclusiones, emitidas en 2003, las reitera en una publicación más reciente de la misma Academia (Duarte, 2008, p.24), pero ahora agrega otras diecisiete pinturas anónimas al corpus del pintor, gracias a aquella revelación repentina. De manera que el misterio de los Landaeta quedaba resuelto de forma sustancial. Sin embargo, toda la argumentación se desploma como un castillo de naipes al advertir que aquella cruz, vista por Boulton y sujeta al despertar hermenéutico de Duarte, no ha sido identificada correctamente por ninguno de los dos. No existe tal cruz arzobispal de tres brazos, pues de tenerlos, como ocurre en esta pintura, debe hablarse de una cruz pontificia o papal.

Ello parece devolver el asunto a 1964, cuando Boulton publicó su libro fundamental sobre la pintura venezolana en la época española, es decir, al comienzo de la cuestión.

Existen dos versiones de la Virgen de Caracas, muy distintas entre sí, aunque ambas con el elemento común de tener una vista de Caracas al pie. El programa iconográfico difiere pero también el autor.

La primera de estas versiones, desde hace mucho tiempo en el Ayuntamiento caraqueño, revela la mano de un auténtico maestro, alguien capaz de representar una compleja y dinámica escena, exultante de alegría, con multitud de ángeles y santos, sin perder el control de la composición, también de individualizar la expresión de cada figura y de hacerlo con una naturalidad insólita en aquel medio pictórico caraqueño. Su autor aún no se ha identificado, pero ha sido común atribuirla así mismo a alguno de los Landaeta.

La restauración a la que fuera sometida en 1952, incluyó un repinte general, y mucho me temo, una limpieza excesiva, perdiendo en parte su magnífica atmósfera y el esplendor de la visión celestial presidida por una singular Inmaculada Concepción sedente.

En cambio, la versión que analizamos, la de Boulton, puede inscribirse perfectamente en la destreza de un Antonio José Landaeta. Para ambas puede deducirse la guía de algún clérigo culto en el plan iconográfico (¿Juan Félix Jerez de Aristeguieta?). En todo caso parece inobjetable que en la pintura bajo estudio la figura coronada de María, asiendo con la diestra la cruz pontificia en el cielo de la ciudad es una clarísima alusión a la Virgen como Reina y Madre de la Iglesia, pero su presencia entronizada sobre Caracas afina el verdadero tema de la obra: María, Reina y Madre de Caracas. Sobre la ciudad que su presencia transfigura, tiende la Scala Dei que puede transformar aquella ciudad, sujeta a las contingencias terrenales, en Ciudad de Dios.

Hace unos veinte años, estudiando una pequeña Inmaculada perteneciente a las colecciones del Museo Diocesano de Coro que atribuimos a los Landaeta, después de haber pasado como obra de Murillo durante décadas, advertimos, no sin sorpresa de nuestra parte, que al agrupar ciertas obras, entre las atribuidas al grupo, se revelaba la presencia de un creador excepcional, aún sin nombre pero sí con apellido.

Esa intuición inicial, porque no era otra cosa, se ha ido consolidando con el tiempo, y en el estado en el que hoy se encuentra ese estudio estamos en capacidad de nombrarlo. Se trata de un pintor y de unas obras que siempre estuvieron allí, a la vista. Volvemos al nunca acabar de la evidencia desatendida, el peligro, que asumo, es el de llegar al otro extremo, descrito por Borges en "El Aleph": la revelación traducida a su efecto inane, por desbordar la competencia de su descubridor. Cualquier cosa puede pasar al cerrar el cerco analítico en torno a este desconocido que por sí solo podría abrir un nuevo y espléndido capítulo en la historia del arte venezolano.

Dos retratos Que el especialista de tanto ver no vea, o no crea, por no calzar la evidencia en el esquema que se ha hecho de un autor también se hace presente en otros dos cuadros enigmáticos. Comienzo a relacionar mi propio camino a Damasco, a revelar lo hasta ahora inexistente, pero a la vista, y hasta con el sustento de documentos muy conocidos.

Aunque la nómina de pintores Landaeta parezca estar completa es, en buena medida, una nómina vacía de obras

Desde comienzos del siglo pasado se exhiben en la casa natal de Bolívar, y últimamente en el contiguo Museo Bolivariano, dos retratos que la tradición identifica como "una monja de la familia de Bolívar", y el otro como el retrato del coronel D. Juan Vicente Bolívar, padre del Libertador.

Ambos proceden de la familia Clemente-Bolívar y de sus descendientes los obtiene Vicente Lecuna, quien los donó a la Casa Natal a comienzos del siglo XX. Es seguro que la identificación de ambos retratos llegó a Lecuna de sus anteriores propietarios, él simplemente la transmite y con ello la consagra, de modo que ojos entrenados y astutos (Duarte dixit) jamás han puesto en duda aquella tradición. De hecho, Boulton, en su obra clásica sobre la pintura venezolana los ignora por completo y Duarte, al referirse al segundo, sólo dice que su autor es un español anónimo (Duarte, 1984, p.100), haciéndose eco de lo informado por Lecuna, aquel férreo bolivarista, quien los describe en "la primera habitación de las damas"(sic), en su guía de la casa-museo.

Actualmente, al pasar al Museo Bolivariano, se les exhibe en solitario, sobre un tramo de pared desnudo de cualquier otro elemento, no tanto por su importancia artística, que la tienen y mucha, como veremos, sino recalcando su valor en la iconografía familiar. De la monja ahora se agrega un nombre, el de Sor Paula de San Rafael Bolívar y Ponte, monja que fue del convento concepcionista de Caracas, y hermana de Juan Vicente. Aunque sean obra de autores diferentes ambos retratos son de medio cuerpo, están pintados al óleo sobre lienzo, tienen medidas similares aunque no idénticas (uno, el de la monja, es ligeramente más ancho que el otro), y ambos parecen contemporáneos, realizados en el último tercio del siglo XVIII, como las dos versiones de la Virgen de Caracas. Al contemplar los retratos se tiene la viva impresión de que fueron pintados para estar siempre juntos, de ahí que no nos parezca un desacierto su nuevo emplazamiento, el cual potencia este hecho.

La falsa monja y la dama cierta En el retrato femenino la figura de rostro sonrosado, (para lo cual el pintor aprovecha la imprimación almagre del lienzo), nos mira con sus expresivos ojos negros, mientras apoya su mano derecha en la tapa de un órgano, y con la izquierda sostiene una partitura de la cual alcanzamos a leer las palabras Misericordia Domine Fe... Una circunstancia resalta en el retrato de la monja, supuestamente concepcionista, pues no viste el hábito de la orden, sino otro de toca blanca y túnica y velo negro, indumentaria que le corresponde a las dominicas.

Ahora bien, en Caracas, para el momento de la realización de este retrato, no existía convento alguno de estas religiosas, de manera que la mujer retratada no puede ser, de ninguna manera, Sor Paula de San Rafael Bolívar, sino una persona diferente. La respuesta la tenemos en el testamento de su hermana Luisa Bolívar y Ponte, igualmente tía carnal de Simón Bolívar, madre del canónigo Juan Félix Jerez de Aristeguieta, primo y bienhechor del Libertador, como es sabido, al haberlo nombrado su heredero universal (a instancias precisamente de doña Luisa).

Esta señora había enviudado muy joven, en 1734, viviendo desde entonces en total recogimiento, su profunda espiritualidad la hizo ingresar en la Orden Tercera de Santo Domingo, lo cual le permitía, aún siendo seglar, vestir los hábitos monjiles en su propia residencia, así lo expresa en su testamento redactado el 15 de diciembre de 1762: "mando y es mi voluntad que si su Divina Majestad fuere servido llevarme de esta presente vida, mi cuerpo sea sepultado en el convento del Señor San Jacinto, Orden de Predicadores de esta ciudad, en la Capilla de Señora Santa Rosa y amortajado con el ábito que visto de tercera del Señor Santo Domingo". Doña Luisa, por consiguiente, vestía el hábito en vida, a diferencia por ejemplo de su cuñada Concepción Palacios Blanco, madre de Bolívar, quien no vestía hábito alguno, y al aproximarse el momento de su muerte en 1792 pide algo mucho más frecuente en su época: comprar uno para ser amortajada con él, y así "ganar las gracias" espirituales que lo acompañaban.

Una situación por completo distinta a la dedoña Luisa, quien tal como había hecho Santa Rosa de Lima en la centuria anterior, vivía recluida en su residencia, vistiendo cotidianamente el hábito de terciaria dominica. El hecho de que aquella señora caraqueña pidiese sepultura en la capilla dedicada a Santa Rosa es un símbolo de su devoción y, a la vez, confirmación de todo lo hasta aquí expresado. De modo que el hábito que confundió a Lecuna, haciéndole creer de forma asaz justificable que se trataba de una monja, vestía en realidad a una persona seglar, aunque igualmente de la parentela de Bolívar.

En virtud de la vida de reclusión doméstica llevada por doña Luisa resulta imposible imaginar que haya sido pintado en otra parte que no haya sido Caracas.

Entre los pintores locales de aquel momento ninguno se acerca tanto al estilo de este notable retrato como Juan Pedro López. Su gama cromática asordinada recuerda la de otros cuadros suyos, como por ejemplo, la Virgen de la Merced propiedad Araujo de Vicentelli, así como el encuadre de la figura recuerda el de Santa Francisca Romana, e incluso el de San Luis Rey de Francia, ambos en la iglesia caraqueña de San Francisco, y pintados por López siete u ocho años antes. Con el retrato de doña Luisa Bolívar, una de sus últimas obras y desde luego su mejor retrato, el artista se aparta por una vez de los iconos de la fe para ofrecernos una imagen fresca, viva, de uno de sus contemporáneos. En todo tiempo será la imagen rediviva de una dama caraqueña de la cual el pintor ha sabido expresar su piedad e inteligencia pero también su amor por la música , y en la refinada naturalidad de la pose, valga el oximoron, su rango indiscutible en aquella sociedad provincial.

El presunto retrato del padre de Bolívar El sobrio retrato masculino que le hace pareja, representa a un hombre joven ante un paisaje abierto, que lanza sobre el espectador una mirada cordial pero llena de melancolía, viste con la antigua etiqueta española, resumida aquí en negro, gris-pardo y blanco.

Siempre se había dicho que representaba a Juan Vicente Bolívar, fallecido en 1786, y que había sido pintado en España. Para Duarte esta obra, "de indudable origen extranjero"(1984, p.102), retrata a un hombre de unos 40 años de edad pero, en realidad, observado el personaje con detenimiento se descubre que su apariencia es la de un hombre mucho más joven. Lecuna, afirmaba que el retrato había sido pintado en Madrid, noticia que el historiador había recogido, como la concerniente a la monja, de labios de los parientes de Bolívar.

El retrato es de tal calidad que la información nunca fue puesta en duda. Podría decirse que entre los dos retratos estudiados, el masculino resulta de mayor densidad introspectiva que el vivacísimo de doña Luisa. Pero, ¿quién es en definitiva el caballero representado en este retrato de calidad, por así decirlo, metropolitana? Otro documento, ampliamente reseñado en nuestra historiografía, pero poco atendido, parece develar el misterio, nos referimos al testamento del ya mencionado canónigo Juan Félix de Aristeguieta, hijo de doña Luisa y, por lo tanto, primo hermano de Bolívar.

En tres cláusulas sucesivas de sus apuntes testamentarios nos aclara el enigma de ambos retratos. Debemos señalar que este sacerdote, tan ligado a la universidad caraqueña, falleció en su mansión de la esquina de Gradillas el 25 de diciembre de 1785, y que los apuntes donde expresaba su última voluntad habían sido entregados a sus albaceas, entre los que se encontraba el Dr. Domingo Briceño, también sacerdote y gran amigo suyo. El documento testamentario se encuentra en el Archivo Arquidiocesano de Caracas, y en sus cláusulas 150-152 leemos lo siguiente: "Item: declaro que tengo en poder de Juan Pedro López una imagen de Señor San Josef, mejicana, de medio cuerpo (...) Item, declaro que en poder del dicho dejo un Óvalo de madera con un retrato en Vosquejo de mi difunta madre, mando se perfeccione y finalice, y se traiga a la Vinculación de mi casa (...) Item, declaro que dejo otro igual en poder del capitán Diego Landaeta para retratar a mi hermano difunto, cuyos diceños tiene en su poder el Dr. Briceño, mando lo mismo que en lo antecedente", esto es que así mismo se finalizara e integrara a los bienes vinculados que legaba a su primo Simón Bolívar.

Hay constancia de que ambos retratos se terminaron, y por consiguiente fueron incorporados al mobiliario de la casa de Gradillas, seguramente en una de sus salas principales. Como el padre Aristeguieta sólo tuvo un hermano, don Domingo, regidor perpetuo del cabildo caraqueño, muerto célibe a los 27 años de edad, es fácil identificar al retratado. El testador menciona dos pintores, y dado el carácter selecto del padre Aristeguieta, no debemos vacilar al suponer que buscó para ello a los mejores de su tiempo. De la importancia del primero se ha hecho eco toda la crítica, pero del segundo muy poco se sabía hasta ahora y, desde luego, nada de su excelencia como pintor. Al primero le encarga el retrato de su madre y al segundo el de su hermano, dejándoles a cada uno un retrato dibujado, de formato ovalado, en virtud de haber fallecido hacía mucho tiempo personas tan entrañables para aquel sacerdote; dichos óvalos obraban en poder de su amigo Briceño. Al parecer la intención de Aristeguieta era que los pintores ejecutaran los retratos sobre estos dibujos previos hechos en vida de los retratados, de ahí los términos de finalizar y perfeccionar, pero en definitiva a los dos pintores no les pareció viable este procedimiento y decidieron pintar nuevos retratos utilizando, desde luego, aquellos dibujos como guía.

Las mandas del canónigo nos dicen que la pareja de retratos representan a su madre y hermano, confirmando nuestro aserto inicial en lo que respecta a Luisa Bolívar, y rechazando la suposición de que el retrato masculino represente al padre de Bolívar, en realidad es el retrato de su sobrino Domingo Ignacio Jeréz de Aristeguieta y Bolívar.

El retrato de este último permite una conclusión sorprendente, la revelación de un pintor sólo equiparable por su calidad al prolífico Juan Pedro López, se trata de Diego Antonio de Landaeta, de quien hasta ahora se reseñaban algunos datos personales pero ninguna obra, aunque quien esto escribe conocía una pintura suya firmada y fechada en 1755 del Museo Arquidiocesano de Coro, representando a María Magdalena, obra juvenil que no permite calibrar su evolución futura, pero sí agrupar en torno de la misma otras obras que no es el momento de reseñar.

Con el retrato de doña Luisa Bolívar, una de sus últimas obras y desde luego su mejor retrato, el artista se aparta por una vez de los iconos de la fe para ofrecernos una imagen fresca, viva, de uno de sus contemporáneos

De este gran pintor venezolano cuya magnitud comienza a vislumbrarse, postulamos una estadía en México en torno a 1760.

Pensamos que sólo un pintor como Diego de Landaeta podría lograr la rica variedad expresiva de ángeles y santos en la versión de la Virgen de Caracas perteneciente a la municipalidad, realizada unos diez o quince años antes de aquel retrato. Sea como fuere una cosa parece cierta, en lo futuro la historia de la pintura en Venezuela no podrá prescindir de este pintor.

Aristeguieta, el mecenas En sus apuntes testamentarios aparecen referencias a diversos pintores y escultores, así como a obras que había encargado o poseía, también se reseñan personas del común de apellido Landaeta, inclusive se hace mención del hermano del pintor, quien se llamaba José Bernardo Landaeta; a él le había prestado el sacerdote, de su biblioteca, un "noviliario", que pide se recupere como parte de sus bienes; el hecho es muy expresivo de la especial instrucción de estos hermanos.

Nos llama igualmente la atención el término utilizado por aquel sacerdote al referirse a los dibujos que su albacea entregaría a los pintores, utiliza uno infrecuente en el léxico coloquial de aquella Venezuela, la palabra "diseños". Se trata de un término selecto como selecto era el espíritu de quien lo utilizaba. El docto Panofsky, quien ha trazado la genealogía de la Idea en el arte, nos recuerda que en el tratado de Federico Zuccari (1607) se distingue entre el disegno interno, que es la formulación de la idea a ser plasmada por el pintor, y su expresión o ejecución a través del disegno esterno (Panofsky, 1977, p.70).

El sobrio retrato masculino que le hace pareja, representa a un hombre joven ante un paisaje abierto, que lanza sobre el espectador una mirada cordial pero llena de melancolía

Otro tratadista, pero esta vez barroco e hispano, Antonio Palomino de Castro, en su Museo Pictórico y Escala Óptica (1715), retoma el argumento del "Zúcaro", afirmando en este libro, bastante conocido en el orbe hispano, que al dibujo "el italiano llama disegnos"(sic), agregando que Zuccari explica el término "diciendo que es el Segno di Dio, el Sello o Signo de Dios".

Jeréz de Ariteguieta quien como vemos tenía algún conocimiento sobre tratados de arte, ya al borde de la muerte, y seguramente sin proponérselo en esos términos, convocó a los dos máximos pintores venezolanos del momento a un inesperado certamen, dejándole a cada uno de ellos un dibujo como punto de inicio. Expresaba con su encargo póstumo, y de alguna manera prolongaba, un estilo de vida muy suyo y, desde luego, una época estelar en la historia cultural del país. También inauguraba, sin saberlo, un capítulo que nos expone a nuevas epifanías y sombras, avatares de toda investigación.

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