miércoles, 16 de marzo de 2011
AUTOCONSTRUCCIÓN DE ESCENARIOS (TELEVISIVOS)
EL NACIONAL - Domingo 13 de Marzo de 2011 Siete Días/6
El crepúsculo de los dioses
SERGIO RAMÍREZ
Un exaltado reportero de la cadena Telesur, que transmitía desde la plaza Verde en Trípoli, donde se concentraban partidarios del coronel Gadafi, no se cansaba de repetir lo que alguno de los manifestantes le había dicho, que el gran líder perpetuo de la Yamahiria era un padre para todos los libios, y más que un padre, un dios. El joven reportero insistía en eso de que Gadafi era como un dios una y otra vez, con verdadero entusiasmo.
¿El dictador como un dios? No se trata de nada nuevo.
Los césares de la Roma imperial eran elevados a los altares cuando habían muerto, si tenían suerte de que su memoria llegara a ser reverenciada. Pero el dictador como dios vivo no deja de ser una novedad. El dios represivo y vengador que todo lo puede contra sus criaturas, y que desde una pantalla de televisión ordena cazar como ratas a los réprobos de su fe, mientras muestra las tablas de la ley forradas en color verde, su propia ley, que manda que quien desobedezca a dios, encarnado en él mismo, debe pagarlo con la vida.
La imagen que este dictador, el Mahdí, el caudillo, tiene de sí mismo como dios, y que a través de los aparatos de propaganda la inculca en las mentes de sus más enardecidos partidarios, tiene que ver con la idea de la inmortalidad. Se está en el poder para siempre, y eso descarta la idea de la muerte.
Cuando Oriana Fallaci entrevistó en 1972 al rey Haile Selassie, León de Judá, Potencia de la Trinidad, Rey de Reyes, en el palacio de Gebhi en Addis Abeba, y le preguntó al final qué pensaba de la muerte, el soberano inmortal, que no comprendía la pregunta porque no comprendía lo que era la muerte, se indignó al grado de echar por la fuerza a la periodista del palacio.
Este otro dios, cercado en su fortaleza de Bab al Azizia y que gusta de los disfraces, arropado en vestiduras de beduino o vestido de mariscal de charreteras doradas y vistoso quepis, debe ya tener dudas serias sobre su propia inmortalidad, en la medida en que su poder se resquebraja como un decorado comido de manera implacable por la polilla de la animadversión popular, que termina trocándose en furia.
Los dioses provisionales suelen fabricar sus propios escenarios. El coronel Gadafi se asoma al borde de un muro rodeado de sus guardianes de la revolución, los mismos que matan a mansalva en las calles de Trípoli a todos los que ya no creen en el dios verde, para contemplar a sus partidarios, que han sido congregados allí para gritar vítores, para ensalzarlo, y muchos de ellos portan sus retratos de cuando era joven, fabricados en serie. ¿Se asoma para darse confianza, para reforzarse en su idea de permanencia para siempre en el poder, o para despedirse, porque el estrépito de los decorados que se derrumban llega desde toda Libia, desde Sirte, desde Bengasi, desde Tobruk? El dios envejecido, que se deforma en caricatura, la cara rellena de bótox, y que lanza sus legiones de helicópteros Apache sobre la población civil indefensa como castigo de los cielos, el rayo que sale de su mano y que calcina y mata, juega su último juego, el del amor de su pueblo, el de la devoción imperecedera de sus criaturas.
Anastasio Somoza, poco antes de huir a Miami con su familia y sus más íntimos allegados en julio de 1979, llenó de gente una plaza de Managua, empleados públicos y campesinos acarreados en camiones del Estado, que en sus manos, por igual, llevaban fotografías suyas de cuando era joven y esbelto, y no la caricatura envejecida en que también se había convertido. La gente en la plaza gritaba: ¡No te vas, te quedás; no te vas, te quedás!, mientras él, en la tribuna, saludaba con los brazos en alto detrás de una mampara de vidrio a prueba de balas. Sólo conservaba Managua, la capital, o partes de ella. Las ciudades más importantes del país estaban ya en manos de los rebeldes, como ahora en Libia. Aquellos gritos ya no servían de nada. No se quedaba, se iba. Ya se estaba yendo.
Había bombardeado las ciudades y los barrios insurreccionados de Managua con aviones artillados con cohetes, y cuando se le acabaron las bombas, con barriles de quinientas libras rellenos de dinamita. Se fue dejando una estela de sangre, más de 20.000 muertos. Y siempre repitió, hasta el último momento, que quienes buscaban derrocarlo, quitarle el trono, el cetro y la corona al dios vivo que era él, no eran sino terroristas, drogadictos, fanáticos, a los que también había que cazar casa por casa. Viejas palabras del repertorio de los dioses vencidos.
Estos dioses de opereta, a pesar de sus poderes omniscientes, no son capaces de enterarse de su propia decrepitud, ni saben escuchar los cuchicheos que se multiplican tras puertas y paredes y que luego se convierten en alaridos de rabia y de rechazo cuando se llenan las plazas.
Un dios recostado en una blanda nube, en un cielo azul y sereno sin inquietudes ni tormentas. Tras hallarse en la lista internacional de los terroristas más buscados, se había reconciliado con Occidente, que le perdonó la explosión del avión de la Panamerican en vuelo sobre Escocia, en 1988, responsabilidad suya, como lo ha reconocido su propio ministro de Justicia, Abdel Jeleil, que ahora ha dimitido.
Las llaves del petróleo y del gas las tenía abiertas hacia el otro lado del Mediterráneo. Reyes y jefes de Estado lo recibían con pompa. Su megalomanía y sus excentricidades eran pasadas por alto. Sus cuentas rebosaban los bancos en Estados Unidos y Europa.
¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí?, debe preguntarse. Y lo peor es que, declarado apóstata por los teólogos islámicos, no puede aspirar al título sagrado de shaheed (mártir), y por tanto le está negado el paraíso. Un dios sin paraíso. Vaya contradicción tan extravagante.
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