miércoles, 16 de marzo de 2011

MORALEJA HISTORIOGRÁFICA


EL NACIONAL - Sábado 12 de Marzo de 2011 Papel Literario/2
El rostro: trayecto hasta Emmanuel Levinas
Dedico estas notas a Vasco Szinetar, maestro en el arte de confrontar el rostro al espejo.
NELSON RIVERA

Lo que buscamos en el rostro de los demás es esto: fiabilidad, pero también predictibilidad. Indagamos con nuestra mirada para obtener certidumbres, entre ellas, que el rostro que tenemos enfrente nos anuncie si en lo sucesivo podremos o no confiar en lo que alcanzamos a leer, a vislumbrar en él.

Pasamos la vida intentando desentrañar qué hay en el rostro de los demás, a la caza de datos o huellas morales. La Antropología nos obsequia una primera pista: esa voluntad de descifrar qué nos dice el rostro del otro, está presente en muchas culturas. La idea de que el rostro sería la pantalla exterior del ser interior ha acompañado a la humanidad por milenios (la cara entendida no sólo como reflejo del alma, sino también como lugar donde la persona se expresa de forma concentrada). En breve fórmula: cada persona es su rostro.

¿Qué hay en el origen de esa pulsión que nos conduce a detenernos en el rostro del semejante? La angustia honda y soterrada que produce la brecha entre ser y parecer. La cuestión de si es posible o no confiar en la apariencia. Como señala Belén Altuna en la introducción a Una historia moral del rostro, necesitamos creer que el aspecto exterior nos revela el interior de los demás: sus intenciones y deseos, sus potencialidades y límites. En la cara del otro está presente nuestro anhelo de legibilidad del mundo.

Reprobamos y tememos al engaño del rostro. Rechazamos la opacidad facial. Las caras inexpresivas, duras, hieráticas, perturban. Los hechos y las palabras tardan en suministrar las certificaciones a las que aspiramos.

Optamos por seguir a nuestros instintos: "la tendencia a leer los rostros es una inclinación natural, universal, que sin lugar a dudas vendrá de nuestros orígenes: nuestros primeros antepasados necesitaban saber de quién se podían fiar y de quién no.
Como nos sigue ocurriendo a nosotros".

El cuerpo psíquico A Merleau-Ponty debemos, en el suave oleaje de su prosa, la clarificación de que la existencia humana es existencia encarnada. El cuerpo es el centro sensible de la experiencia humana. Somos seres conscientes, sí, pero desde lo corporal. Si el alma tiene su lugar en el cuerpo, es en el rostro donde tiene su asiento privilegiado: justo allí, en el rostro, es donde cada quien se transforma en alguien, en sujeto perceptivo para los demás (escribe Sartre: "No hay nada detrás del cuerpo, sino que el cuerpo es íntegramente psíquico").

Sujeto perceptivo para los demás: ¿Y para sí mismo? Belén Altuna llama la atención sobre el "giro autorreflexivo" de lo humano, que se habría desarrollado con el retrato entre los siglos XV y XIX y, simultáneamente, con el perfeccionamiento que se produjo en la fabricación de los espejos (luego vendrían la fotografía, el cine, el video y las ya innumerables tecnologías que utilizan lentes fotográficos), y que han contribuido al advenimiento de una sociedad marcada por el narcisismo.

El espejo marca un hito en el contenido del libro, por las muchas ramificaciones que tiene como objeto que ha modificado la cultura y la relación de los hombres con sí mismos.

A las tensiones primigenias de cuerpo y alma, visible e invisible, verdad y simulación, esencia y máscara, el espejo vino a desanudar otros debates relativo a la vanidad y al vicio, pero también al recurso metafórico del que se busca a sí mismo y tiene el coraje de encontrarse con su verdadera condición humana.
¿Qué hay en el origen de esa pulsión que nos conduce a detenernos en el rostro delsemejante? La angustia honda y soterrada que produce la brecha entre ser y parecer

Durante milenios los hombres carecieron de la posibilidad de mirarse, de forma nítida, en una superficie (el espejo fue incorporado al mobiliario doméstico en la segunda mitad del XIX). El avance tecnológico coincidió con la revolución del individualismo, con la voluntad de los hombres de estar solos. Frente al espejo, a solas, los hombres han tenido la posibilidad de verse y pensarse, dentro y fuera de su máscara social (el espejo ha sido "un valioso instrumento de adaptabilidad social, porque mediante el reflejo el burgués podía establecer con más facilidad una conversación consigo mismo y aprender a controlar su propia representación, su puesta en escena corporal"). Pero ello ocurre hoy en un mundo habitado por espejos que, en los más disímiles formatos, ocupan los espacios privados y públicos. La "rostridad" no tiene el carácter de un subgénero ni tampoco de un género. Va mucho más allá: es una presencia abrumadora en los medios de comunicación, en los transportes, en todos los lugares que congregan personas.

Simmel, Kracauer, Benjamin y muchos otros lo previeron: el rostro sería neutralizado en la masificación metropolitana (Altuna cita a Jacques Aumont, quien sostiene que todo esto constituye "la derrota del rostro", abatido por la multiplicación absurda del rostro en lo público).

Fisionomía, fisiognomía La fisiognomía, la capacidad de leer el rostro, es un empeño tan antiguo como el hombre (uno de los tratados más antiguos que se conoce sobre la fisiognomía se remonta al siglo III a.C.) El rostro como expresión de las distintas razas y culturas; como analogía con las especies animales; como asociado a los humores; como recurso de la caracterología; como forma de un específico momento de las personas (lo patognómico es justo eso: el rostro como expresión de la temporalidad de las pasiones); como portador de mensajes que pueden ser descifrados: a lo largo de los siglos, desde las más diversas perspectivas, incluso esotéricas, algunos han intentado construir una ciencia que explique, que clasifique los rostros.

En la Antigüedad y en la llamada Edad Media aparecieron especialistas y se escribieron tratados que fueron muy populares. El avance hacia la modernidad concede un espacio mayor a la interpretación psicológica del rostro. El pintor y teórico Charles Le Brun (1619-1690); el genio de la fisiognomía, Johan Caspar Lavater (1740-1801), autor de una obra enorme sobre la materia; Franz Joseph Gall (1758-1828) que intentó desplazar la fisiognomía al campo de la ciencia; Cesare Lombroso (1835-1909) que estableció una tipología criminal a partir de la conformación del cuerpo y el rostro; todos son antecedentes de mismo empeño. Sobre este mismo sendero es que, desde mediados del siglo XIX, distintos "teóricos" comenzaron a propagar en Alemania y en otros países de Europa, la diferencia con la raza judía, con lo que se sembró el terreno para el surgimiento de Hitler y el nazismo genocida.

Y así llegamos a uno de los asuntos preciosos que anuda la investigación de Belén Altuna: el rostro como la superficie donde se expresan el Bien y el Mal. De un lado, una ancha y extensa tradición que asocia el Mal a la deformación, a la fealdad, a la presencia de lo torvo e irregular en lo facial. De otro, la belleza como materialidad de lo armónico, de la bondad, de lo inofensivo. "La belleza sería, por tanto, una necesidad epistemológica, aquello que nos permite sentir y reconocer lo bueno, lo justo, lo verdadero".

De los griegos hasta nuestros tiempos posmodernos (posmodernidad: reino de la imagen, la belleza y las tecnologías del cara a cara) la autora consigna ideas y debates, en un esfuerzo histórico y conceptual considerable, que la conduce incluso a reflexionar sobre quiénes tienen rostro (la cuestión del semejante), confrontados a las figuras sin rostro: Dios, los animales, los muertos, "los absolutamente otros", los desemejantes, aquellos que, a lo largo de los tiempos y las culturas, no han formado parte de los imaginarios de la semejanza (como la comunidad, la religión, la clase social o la nación).

No sería sino en los tiempos de la Ilustración que el "sentimiento de humanidad" comenzaría a establecerse y a ramificarse. Altuna llama la atención sobre un hecho que rara vez mencionan los estudios sobre el período y que sería decisivo para la institucionalización del semejante: la confianza que la Ilustración promovió en la acción social y en las benévolas consecuencias que se derivarían de ella.

"Kant, por su parte, se esmerará en ofrecer una fundamentación racional a la idea de que todos los seres humanos, por el hecho de serlo, tienen dignidad, un valor en sí mismo, y no pueden, por tanto, ser tratados como instrumentos, objetos o mercancías para otros fines. A finales del siglo XVIII, todo ello tendría una primera concreción operativa en las pioneras declaraciones de los derechos del hombre impulsadas por las revoluciones americana y francesa".

Salto a Levinas El lector puede calcular los muchos argumentos que no han sido incorporados a estas notas, y que forman parte de la materia vital de Una historia moral del rostro. Las limitaciones del espacio me apuran a saltar de una vez al escalón que considero primordial, aquí y ahora: la tesis de Emmanuel Levinas (19061995), que se erige como la respuesta que el pensamiento filosófico ha producido ante la triple aniquilación practicada por el hitlerismo (la destrucción moral, psicológica y jurídica denunciada por Hannah Arendt), la operación básica de la Shoa. Distancia en vez de proximidad, invisibilidad en vez de visibilidad: procedimientos para borrar el rostro de los perseguidos, para negar la condición humana, para establecer una brecha irresoluble entre el verdugo y la víctima.

Contribución axial al pensamiento contemporáneo, Levinas ha colocado al rostro en el corazón de su filosofía, cuyo eco se proyecta hacia la metafísica y hacia la fundación, me atrevo a sugerir, de una nueva ética fundada en el rostro del otro. Lo que el filósofo judío propone es que la condición moral de lo humano se fundamenta en el encuentro cara a cara, y en los hondos y complejos mecanismos que se originan cuando las miradas se cruzan.

Copio las prístinas frases de Belén Altuna, que dan un marco al pensamiento de Levinas: "Levinas dirige una severa crítica al grueso de la tradición filosófica por haber puesto en primer lugar al ser, esto es, la abstracción de la ontología por encima de los entes singulares --los seres humanos individuales de carne y hueso: los rostros. Al entronizar la ontología como filosofía primera, y derivar después de ese fundamento todos los demás saberes (desde la lógica a la ética, la política y las ciencias sociales), la filosofía y sus disciplinas derivadas han funcionado en gran medida como un inmenso aparato de despersonalización, de tipologización, de tematización. Un aparato que tiende a subsumir toda diferencia en lo igual, lo Otro en lo Mismo, convirtiéndolo así en comprensible y comprehensible, en objeto de poder. En general, acusa Levinas, el grueso de esa tradición filosófica habría buscado la unidad, la identidad (la identificación); en una palabra: la totalidad".
Sostiene Levinas: lo originario, lo pre-ontológico es el encuentro rostro con rostro, cara a cara, entre seres singulares, únicos y mortales.

Seres que no pueden reducirse a lo mismo, porque son inconmensurables, infinitos.
Inabarcables puesto que están desnudos. Esa desnudez es "la extrema exposición, lo indefenso, la vulnerabilidad misma", inalcanzables para cualquier prejuicio o hipótesis cultural. Es lo incontenible, lo que se proyecta más allá de cualquier contexto.

El rostro es lo que no puede matarse. El rostro es lo que impide que se sustituyan las personas por ideas, los interlocutores por los temas, las aspiraciones de totalidad por las frágiles e indescriptibles miradas de los seres humanos.

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