sábado, 19 de noviembre de 2016

HEBRAS DE PINCEL

EL PAÍS, Madrid, 18 de noviembre de 2016
 TRIBUNA
El año de Diego Rivera
Antonio Elorza

El 130º aniversario del nacimiento de Diego Rivera está sirviendo de ocasión para una creciente estimación de su obra, y no solo en su México natal, donde se ha sucedido lo que un diario llamó “una cascada de exposiciones”, sino también en Estados Unidos y otros países. El Museo Reina Sofía prepara una gran retrospectiva a inaugurar en febrero.
Diego Rivera encabeza la lista de pintores en la gran exposición México 1900-1950, inaugurada en el Grand Palais de París. Su obra emblemática en ella es tardía y poco conocida, Río Juchitán, donde presenta el sueño de un mundo maya feliz. Supone el contrapunto indigenista de la primera muestra conmemorativa organizada por el Museo Mural que lleva su nombre en la Ciudad de México. Aquí bajo el título de Re-visiones de Norteamérica, las exhibidas eran obras del tránsito entre su etapa de muralista revolucionario y la frustrada de quien trata de infiltrar su ideario en el marco del gran capitalismo norteamericano. La alegoría de California y La construcción de un fresco ilustraban hasta qué punto bajo las concesiones a la nueva temática y los nuevos mecenas —pervivía la voluntad de alumbrar una nueva sociedad—. Con idéntico protagonista, el Trabajador, visto al modo de Ernst Jünger, y en sentido contrario a Ernst Jünger, lejos de la estampa del maya recostado, como promotor de un nuevo orden de vida para la humanidad.
Es la misma figura de mono azul que preside en 1928 la entrega de armas a los revolucionarios por Frida Kahlo en el mural de la capitalina Secretaría de Educación. Expulsado Rivera en 1929 del partido comunista, se abría paso el intento de conciliar una visión política revolucionaria, vinculada a Lenin y a Trotski, con el esplendor de la nueva civilización industrial, surgida en Norteamérica. La primacía de la hiperbólica figura del Trabajador en la representación del organigrama fabril de La construcción de un cuadro y los trabajadores sosteniendo el tinglado boyante del capitalismo en la Alegoría, son la mejor prueba de esa continuidad en el cambio. La frustrará el episodio del gran mural, finalmente destruido, en el Centro Rockefeller de Nueva York. Nelson Rockefeller y Rivera estaban de acuerdo en que El hombre en la encrucijada debía expresar “el dominio del hombre sobre el mundo material”, solo que para Rivera mientras el Hombre Técnico sigue dominando la escena, sirve de eje al haz de planos donde los obreros revolucionarios, con Lenin a la cabeza, se enfrentan a la burguesía ociosa. La convergencia había terminado.
En sus apuntes y bocetos, plasmó las múltiples formas de explotación de los trabajadores
A partir de 1922 se da en Diego Rivera lo que llamaríamos un entrelazamiento de utopías, estrechamente ligadas a su trayectoria vital y política. El Jan van Eyck hic fuit se traducirá en su presencia en los cuadros, y desde que la conoce, en la centralidad, como emblema ideológico y guía, de Frida Kahlo.
Ante todo está la utopía revolucionaria. Solo que la revolución de Rivera no es la mexicana iniciada en 1910, sino la comunista, inspirada en 1917. Una revolución en la revolución, pues aprueba la reforma educativa. Su obra magna, los murales de la Secretaría de Educación, no surge de esa revolución para la ilustración de cuyos resultados le convocó José Vasconcelos. Las escenas de las distintas formas de trabajo, y de sometimiento, pintadas en 1923-1924, son el marco social que llama a la revolución, también el reconocimiento de una durísima realidad que hace necesaria la utopía. En sus apuntes y bocetos, Rivera reprodujo las múltiples formas de explotación de los trabajadores mexicanos, y luego supo envolverlas en imágenes de extraordinaria belleza (los porteadores de alcatraces, de maíz). De ahí sale el hundimiento del ser humano, bajo el signo de “la lucha y el dolor” que la revolución mexicana no logra redimir. La excepción es Emiliano Zapata, “un hombre muy singular” que asoció la libertad y la tierra, pero al retratarle Rivera, ha muerto, es un mártir, aunque su consigna siga viva. El fresco sobre la reforma agraria oficial, “la dotación de ejidos”, ofrece una estampa de pasividad, por contraste con el Primero de Mayo.
El mexicano “no quiere ya revoluciones, ni palabras sin sentido”, y sí que los militares se dediquen a trabajar la tierra, proclama la letra del Corrido revolucionario que acompaña a los frescos. Aquí ya no hay dudas. La insurrección armada para implantar el orden comunista, a partir de En el arsenal, con Frida Kahlo en papel estelar, destruirá un repugnante mundo capitalista, descrito con trazos de Grosz. Luego, fraternidad y bienestar.
Desde 1945, el sueño del universo dominado por los obreros se sustituye por la amenaza nuclear
La utopía comunista de Rivera converge con otra utopía, naturista y vitalista: la de la tierra transformada por el trabajo del hombre liberado de explotación, mientras la mujer, dotada de una energía cósmica, en su sexo fecundado por el hombre, es recreadora de la vida. En los frescos de la capilla de la Universidad de Chapingo, con su Canto a la tierra, Rivera plantea la antítesis de una capilla cristiana: la mujer embarazada, la suya, sustituye a la Virgen, en tanto que otra mujer, Tina Modotti, es representada en escenas de sexualidad omnipresente. Asistimos a una transferencia radical de sacralidad. Casi coetáneos de los frescos de la Subsecretaría, no hay ruptura: a la izquierda tenemos la secuencia de la revolución agraria, con la convergencia de ambas creaciones por la acción del hombre. Con palabras de Octavio Paz relativas a los actos eróticos, “al realizarlos el hombre se cumple como naturaleza”. Sexo contra Dios.
Tampoco hay ruptura con la utopía industrialista que Rivera desarrolla durante su etapa norteamericana. Anticapitalista, está fascinado por la revolución tecnológica experimentada por Estados Unidos. Rivera anticipa un mundo de progreso indefinido, con la revolución producto de la lucha de clases y de la teoría comunista.
A las anteriores subyace finalmente otra utopía: una arqueoutopía indigenista, la de Río Juchitán, el pasado prehispánico idealizado en los frescos del Palacio Nacional. Algo que otro gran muralista, Orozco, detestaba. Sin guerras, ni sacrificios humanos. Es un orden comercial y agrario, festivo, destruido por una brutal conquista, sobre el cual ha de fundarse la nacionalidad mexicana: “La armonía del hombre con la tierra”.
Por eso construyó el templo neoazteca de Anahuacalli, para albergar su enorme colección precolombina. Una auténtica pasión. En días difíciles, cuentan, compró una costosa cerámica. Lupe Martín, su mujer, la rompió en pedazos. “Cómete estos tepalcates”, le dijo. Y sus diseños de máquinas futuristas evocarán la imagen de Coatlicue, la diosa azteca de fertilidad.
A partir de 1945, la ideología sobrevive; recordemos la hoy perdida Pesadilla, con Frida repartiendo propaganda del Movimiento por la Paz, made in Stalin. Se desvanece en cambio la utopía. El sueño del universo dominado por el Trabajador es sustituido por la amenaza nuclear.
(*) Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

Fuente:
http://elpais.com/elpais/2016/08/03/opinion/1470221828_318578.html
Ilustración: Eulogia Merle.

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