Donald Trump y la crisis venezolana: ¿qué debemos esperar?
María Corina Machado
Quisiera de entrada aclarar lo siguiente: los venezolanos somos los principales responsables de la situación que enfrentamos, y seremos también los principales responsables de su superación. Los factores externos son importantes y es obvio que actuamos dentro de un marco geopolítico que impone límites y presenta oportunidades. Ahora bien, insisto, los venezolanos no podemos ni debemos esperar que ese marco produzca por sí solo la salida a nuestra crisis política y socioeconómica. El factor decisivo somos nosotros mismos y lo que estemos dispuestos a hacer para recobrar nuestra independencia y libertad.
Habiendo dicho esto, cabe, no obstante, enfatizar el importante papel de Estados Unidos en el contexto latinoamericano y caribeño, y la influencia de Washington sobre lo que ocurre en la región. En tal sentido, el presidente electo, Donald Trump, ha reiterado que el principio que guiará su política exterior será ‘Los Estados Unidos primero’. Esto me parece inobjetable en sí mismo, pues el interés nacional debe servir de brújula para orientarse en el tumultuoso panorama internacional. Pero dicho interés no tiene una definición automática y, en el caso de la crisis venezolana, considero que la actuación del Gobierno del presidente Obama con relación a Venezuela no ha sido atinada y ha dejado mucho que desear. Su definición de interés nacional en Cuba y Venezuela ha sido defectuosa no exactamente porque es débil, sino porque evade la realidad.
El problema presenta dos aspectos: uno es conceptual y el otro estratégico. Con respecto a lo primero, la Administración Obama ha enfocado el tema venezolano a través del prisma de Cuba y del presunto legado de reconciliación que el propio presidente Obama desea construir, según lo ha dicho en numerosas ocasiones. Con relación a lo segundo, Washington ha pretendido estos años apaciguar al régimen venezolano, minimizando el peso de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y pretendiendo más bien hallar una solución interna a través de una diplomacia de persuasión, confiando en los buenos oficios de otros actores que tampoco acaban de entender la naturaleza del régimen chavista. Este esfuerzo de persuasión, como sugiere la evidencia que se acumula, no lleva a parte alguna, pues el régimen chavista aspira a perpetuarse en el poder “por las buenas o por las malas”. Esto último es más que una decisión estratégica del régimen; es la decisión de quienes están presos de una ideología totalitaria y son conscientes de los crímenes que han cometido.
No es mi propósito cuestionar las supuestas buenas intenciones del presidente Obama. Sin embargo, debo indicar mi inconformidad con su política hacia Cuba y Venezuela. La apertura hacia La Habana ha avanzado a elevados costos políticosque no han hallado respuesta equivalente del lado del régimen de los hermanos Castro. El temor de Washington ante la perspectiva de una desestabilización violenta y repentina en Cuba, y el chantaje de que ello suscite una nueva crisis migratoria masiva hacia Florida, han funcionado como mecanismos intimidatoriosque favorecen la complacencia y limitan la acción. Como consecuencia de la fijación con respecto a Cuba, y de la tendencia a esperar que Venezuela contribuya a cimentar el legado de Obama en la isla caribeña, Washington ha subestimado el inmenso foco infeccioso que se ha ido creando en mi país, que a lo largo de estos años se ha convertido en un Estado fallido y forajido, cuyo colapso amenaza con generar serias repercusiones regionales.
Lo que la complacencia y la miopía han creado es una palpable pérdida del sentido de urgencia a nivel regional, en lo que tiene que ver con la aceleración de la crisis venezolana. En lugar de alentar el rumbo perfilado por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, dirigido a aumentar la presión sobre Nicolás Maduro y su régimen, Washington ha escogido fomentar un diálogo apaciguador entre el Gobierno y la oposición democrática, estimulado también por El Vaticano y varios mediadores ad hoc. Este diálogo estéril y sin rumbo otorga al Gobierno venezolano lo que más necesita: ganar tiempo y en el camino debilitar la capacidad de protesta de la oposición, sacarla de las calles, sembrar divisiones entre la dirigencia democrática y desmoralizar aún más a un pueblo que ha luchado duro, a un costo inmenso y que, aun así, no se rinde.
El presidente electo Donald Trump ha enfatizado su propósito de hacer del interés nacional de su país, ‘Los Estados Unidos primero’, el principio medular de su política exterior y de seguridad. Lo que ocurre, como dije antes, es que la definición del interés nacional no surge por sí sola; obedece a la concepción que se tiene de la realidad, de los recursos disponibles, de las relaciones geopolíticas y de los objetivos que se plantean, a partir de ello, para la nación. Lo que esperamos del nuevo ocupante de la Casa Blanca, desde la perspectiva de la libertad y de la democracia en Venezuela, es que se reconsidere el interés nacional de los Estados Unidos en lo que respecta a nuestra crisis y a la región como un todo. El momento es propicio, pues América Latina ya empieza a cambiar en una dirección positiva, distanciándose del autoritarismo y la corrupción de los regímenes populistas que hasta hace poco dominaban en diversos países.
Venezuela, en cambio, sigue sumida en un pantano de dificultades que representan ineludibles problemas para Washington. Hablo de problemas vinculados directamente a lo que el presidente electo ha expuesto como algunas de sus inquietudes fundamentales: Venezuela se ha convertido en un centro primario de distribución de drogas, parte de las cuales terminan en las ciudades norteamericanas causando estragos en la población. Venezuela es un aliviadero material y político para lo que resta de la izquierda extremista y violenta de Colombia y, en general, de toda América Latina, con el potencial de encender nuevos frentes para la actuación de la narcoguerrilla. Venezuela es una fuente de apoyo y protección, diplomática y, tal vez más allá, de algunos de los más enconados adversarios de Washington en el plano internacional. Centenares de miles de venezolanos se ven forzados a abandonar su país y buscar otros horizontes, aumentando en medida no despreciable la presión migratoria sobre Estados Unidos.
Por encima de todo, Venezuela está siendo destruida por un régimen oprobioso aliado a la dictadura castrista, la cual se siente segura con el apoyo económico de Maduro y con la postura reciente de Washington. No me parece que una definición legítima del interés nacional de los Estados Unidos en América Latina, por estrecha y realista que sea, deba incluir el sostenimiento indirecto de un indignante despotismo tropical como el de los hermanos Castro, ni mucho menos la estabilización de un régimen como el de Nicolás Maduro, apaciguando a la población. El cambio en la situación regional, la postura valiente de Luis Almagro, y la voluntad de lucha democrática de los venezolanos deberían encontrar una respuesta más inteligente y eficaz de parte de Washington. Donald Trump ha emitido señales que sugieren su insatisfacción con la línea estratégica de Obama en el Caribe y Venezuela.
Contamos con que ello se traduzca en inequívocas posiciones en defensa de los derechos humanos, la solución a la urgente crisis humanitaria, el respeto a la Constitución y el restablecimiento de la democracia; valores que, para los venezolanos, son innegociables.
Fuente:
http://www.lapatilla.com/site/2016/11/14/donald-trump-y-la-crisis-venezolana-que-debemos-esperar-por-maria-corina-machado
No hay comentarios:
Publicar un comentario