jueves, 3 de noviembre de 2016

¿QUÉ SE ENTIENDE POR ANTIPOLÍTICA?

Ciudadanos sin polis: democracia dual, antipolítica y sociedad civil en Venezuela
Colette Capriles*

Resumen

Como parte del juego político que tiene lugar entre los escombros del llamado puntofijismo se han generado mitologías que intentan dar cuenta del auge y caída de los emblemas que mejor lo representan. Se cuenta entre ellas una historia que puede bautizarse como la epifanía de la antipolítica.

El objeto del siguiente texto es trazar unos elementales puntos de partida para el análisis del origen y el efecto de la antipolítica en el sistema político venezolano consolidado entre 1958 y 1998, caracterizado aquí como una “democracia dual” redistribucionista, y su relación con algunas derivaciones del concepto de sociedad civil y la idea de ciudadanía en el contexto venezolano y global.

Palabras clave Antipolítica; Sociedad civil; Democracia en Venezuela

Abstract

In the political game taking place amidst the debris of puntofijismo (name given to the system of representative democracy developed between 1958 and 1998 in Venezuela, a significant place is occupied by myths intended to explain the rise and fall of the political coordinates of the period. Among such myths, one narrative stands out: a certain ‘epiphany of anti-politics’. The aim of this essay is to shed light on some basic moot points in the analysis of anti-politics within the Venezuelan political system from 1958 to 1998 (understood as a redistributionist “dual democracy”), trying to trace its relationship with the conceptualization of ‘civil society’ and ‘citizenship’ within the Venezuelan and global context.

Key words Anti-politics; Civil society; Democracy in Venezuela.

Recibido: 30-08-05  Aprobado: 18-01-06

Introducción

El devenir político de la segunda mitad del siglo XX venezolano se presenta a la comprensión a través de una periodización que acostumbra designar el ciclo de la democratización modernizadora como el período puntofijista, edificado alrededor del pacto político acordado en 1958 y cuyos estertores finales se localizan convencionalmente en las elecciones de 1998. Se trata de una periodización que define al sistema político venezolano frente a dos circunstancias: por una parte, lo establece como un punto de ruptura con el régimen dictatorial, metaforizando una suerte de luminoso despertar democrático; en el otro extremo, ha consentido que se constituya, al fragor de las tensiones políticas del inmediato presente, en un campo negativo, signado por la pura carencia, por la merma de las prácticas democráticas o por la progresiva disolución de las instituciones republicanas presas de la corrupción de los partidos políticos. Esta última versión, esta leyenda negra del puntofijismo, en el regazo de una filosofía de la historia emparentada con la idea de ciclos de corrupción y renacimiento, ha permitido justificar el intento de fabricación de nuevas identidades sociopolíticas enemistadas con aquel pasado, y el correlativo despliegue de un presente que estaría por trascender los vicios no ya de un sistema político en extinción, sino de la política en general.1

Sin embargo, al margen de la eficacia simbólica que pueda tener una u otra versión de la historia reciente, ha quedado establecida (¿irreversiblemente?) entre nosotros la certeza de que la democracia constituye el mejor lenguaje posible para la edificación de una vida en común, lo que a su vez desplaza el eje de las tensiones políticas hacia el lindero de las definiciones y hacia la pregunta crucial de cuál es la democracia posible o deseable dentro de la selva retórica y la diversidad de las prácticas que quieren llamarse democráticas.

Pregunta que se halla, por cierto, protagonizando la agenda académica en diversos ámbitos, como si alcanzado una suerte de consenso acerca de la democracia como modelo normativo de una buena república, las realidades de la dinámica política, especialmente en América Latina, obligaran a una reconsideración de la adecuación del modelo y a un examen más fino de sus condiciones de posibilidad. En particular, como lo muestra O´Donnell (1996) al discutir la tesis que percibe a las democracias emergentes como desviaciones de un tipo ideal, se hace necesario entender que la institucionalización de las democracias puede suponer precisamente el fortalecimiento de instituciones autóctonas, por así decirlo, o en el lenguaje de O´Donnell, de reglas informales –en especial el particularismo, el clientelismo, el neopatrimonialismo– que operan al interior del sistema político, compitiendo con los rasgos formales de la democracia “ideal” como, por ejemplo, las elecciones periódicas o el pluralismo partidista.

En forma exploratoria, pretendo en lo que sigue desarrollar la idea de que en Venezuela el predominio del sistema informal sobre las instituciones políticas ha conducido a una despolitización de la vida pública, favoreciendo la irrupción de un populismo antipolítico con dos manifestaciones cardinales: el populismo autoritario que el gobierno de H. Chávez ha entronizado y la promoción de la “sociedad civil” como agente de una “política sin políticos”. Intento examinar en particular esta última circunstancia.

El texto tiene tres partes: en la primera examino el concepto de democracia dual, que permite comprender cómo el debilitamiento del sistema democrático venezolano está relacionado con una fragilización de lo político; en la segunda, intento, de un modo general, establecer algunos puntos de referencia para la comprensión de la antipolítica como “doctrina”; en la tercera, me ocupo muy brevemente de la idea de “sociedad civil” y la noción de ciudadanía que en ese contexto se hace circular.

Ecuación optimista, dilema pesimista y democracia dual

Es muy acreditada la tesis que ha considerado la lealtad hacia la democracia en Venezuela como una consecuencia de las promesas de bienestar emanadas del Estado, y la justificación política que de éstas se ha dado: como el esfuerzo que, en especial a partir de 1958, se propusieron cumplir los distintos gobiernos con el objeto de fortalecer la neonata y frágil democracia frente a las amenazas que se proyectaban desde la izquierda y desde la derecha. Se trata del argumento de la llamada “ecuación optimista”, suerte de álgebra política compartida, por otra parte, por planificadores e intérpretes de América Latina en los días gloriosos del desarrollismo (Romero, 1997; Lipset, 1959): a mayor bienestar y a mayor desarrollo socioeconómico, más consolidación democrática. Conviene anotar que no es escasa la investigación académica acerca de la importancia del desarrollo económico no sólo para la estabilidad democrática, sino para el florecimiento de una cultura democrática, de un modo de vida que se entreteja con las instituciones y los procedimientos políticos propios de la democracia moderna, pero ni en el plano empírico las correlaciones señalan una dirección unívoca entre variables políticas y económicas, ni la dimensión económica ha sido considerada relevante por muchas teorías acerca de la democratización, en especial en América Latina (Mazo, 2005).

Se perfila, sin embargo, una corriente crítica que invita a considerar como un artificio la distinción entre el mundo de los intercambios económicos y el mundo del orden político, fundamentándose en que la experiencia, al menos en América Latina, muestra que la autonomía relativa de la esfera de la política ha ido disminuyendo y resulta cada vez más condicionada por las demandas de bienestar. Se asiste, así, a un fenómeno generalizado de despolitización –es decir, de irrelevancia e indiferenciación del discurso político, con importantes consecuencias en la disolución de la identidad política– que no se limita a la desconfianza hacia los partidos políticos, sino que involucra una indiferencia radical hacia el régimen democrático, atenazado por un “dilema pesimista”, como lo muestra, por ejemplo, el reciente Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD (2004:27):

La preferencia de los ciudadanos por la democracia es relativamente baja. Gran parte de las latinoamericanas y los latinoamericanos valora el desarrollo por encima de la democracia e incluso le quitaría su apoyo a un gobierno democrático si éste fuera incapaz de resolver sus problemas económicos. Las personas no demócratas pertenecen en general a grupos con menor educación, cuya socialización se dio fundamentalmente en períodos autoritarios, tienen bajas expectativas de movilidad social y una gran desconfianza en las instituciones democráticas y los políticos.

Aunque los demócratas se distribuyen en variados grupos sociales, en los países con menores niveles de desigualdad los ciudadanos tienden a apoyar más la democracia. Sin embargo, estas personas no se expresan a través de las organizaciones políticas.

Esta transvaloración de la ecuación optimista (“a mayor desarrollo, más democracia”) en dilema pesimista (“prefiero el desarrollo sin democracia”) está inscrita en la misma lógica que entiende la política como excrecencia o caja de resonancia del poder económico, en especial del poder económico del Estado. Esta lógica tiene en Venezuela un caso princeps, como obstinadamente revelan las distintas exploraciones recientes, confirmando la penetración que ha tenido y sigue teniendo la asociación entre democracia y bienestar, entendido este último, tanto en su dimensión económica como en el sentido de la satisfacción de derechos sociales y –reveladoramente– subordinando las dimensiones políticas e institucionales del régimen.

Por ejemplo, Latinobarómetro 2003 nos informa que 65% de los venezolanos encuestados está de acuerdo o muy de acuerdo con la afirmación de que “la democracia es el mejor sistema de gobierno”, pero que 49% sostiene que “No me importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si pudiera resolver los problemas económicos”. Estas cifras son, por cierto, muy próximas al promedio latinoamericano en ambas preguntas. Las cifras de Latinobarómetro para 2004 mejoran: el 83% de los venezolanos está de acuerdo o muy de acuerdo con la afirmación de que “la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno”; 71% afirma categóricamente que “bajo ninguna circunstancia apoyaría un gobierno militar”; sin embargo, un inalterable 49% afirma que “no me importaría que un régimen no democrático llegara al poder, si pudiera resolver los problemas económicos”.2

Lo relevante, en este caso, es que la “ecuación optimista” sintetiza una particular concepción del Estado de bienestar, sustentada en un esquema económico de tipo rentista que tiene profundas consecuencias en la idea de democracia, en la configuración de la normatividad democrática.3 Carrera Damas, en 1974, había anticipado lúcidamente la tensión provocada por la coexistencia –el contraste, dirá, entre libertad y desarrollo– de un proyecto de Estado liberal-democrático y la reforma socialista, a cuyo servicio se halla la planificación del desarrollo, preguntándose, precisamente, si no provendrían de aquella tensión los obstáculos para la efectiva realización de los derechos sociales y económicos consagrados en la Constitución de 1961:

...más de una década después de promulgada la Constitución de 1961, todavía no se ha legislado adecuadamente sobre el ejercicio y disfrute de un buen número, si no los más, de esos derechos sociales y económicos enunciados en la Constitución, quizá porque el paso del enunciado constitucional a la práctica social revelaría en una forma aguda el contraste esencial entre lo que es la estructura jurídico-constitucional-liberal-democrática y lo que es el contenido de reforma socialista en el orden de los derechos sociales y económicos (Carrera Damas, 1991:188).

Progresivamente –y aquí no hago sino seguir la magnífica exposición que Juan Carlos Rey ha elaborado en diversos escritos–, el aumento del nivel de vida y la incorporación a la vida moderna que la democracia prometía –y efectivamente, cumplía–, terminó por convertirse en sinécdoque: el régimen democrático dejó de ser un modelo de regulación de la vida en común para transformarse en un conjunto de tácticas utilitarias destinadas a garantizar la supervivencia de la idea de democracia, amenazada en la fragilidad de sus convicciones y valores.

En efecto, la heterogeneidad social, cultural y política sobre la que la voluntad democrática debía instaurarse constituyó su principal obstáculo: sin una cultura política que pudiera metabolizar adecuadamente el sistema de pesos y contrapesos propio de la democracia representativa, y en especial, las relaciones entre mayorías y minorías, el sistema hubo de recurrir a otras formas de legitimación o, más bien, de adhesión política, que Rey llama precisamente utilitarias y que –ha de subrayarse– suponen una simbiosis con el sistema de partidos y las reglas formales. Como ha sido subrayado (por ejemplo, en Caballero, 1994; Coronil, 1988; Kornblith, 1996; Magallanes, 1977), la experiencia democrática hegemónica del trienio adeco (1945-1948) preparó una metamorfosis de la idea de pluralismo que, a partir de 1958, redefine a la democracia venezolana de un modo dual, es decir, instituyéndose a través de un doble sistema de toma de decisiones. En efecto, en vez de adentrarse en los arcanos del balance de los poderes propio de la democracia liberal –lo que significa fundamentalmente una física de minorías y mayorías mediada por un arte de la negociación y del conflicto regulado–, la democracia venezolana complementa la regla de la mayoría, que ciertas minorías perjudicadas podían no estar en condiciones de aceptar, con una estructura paralela e informal de toma de decisiones, definida por la llamada regla del consenso:

Se crea, con tal fin, una gran coalición o alianza, en parte expresa y en parte tácita, de partidos políticos y grupos sociales diversos, heterogéneos y poderosos, basada en el reconocimiento de la legitimidad de los intereses que abarca y en la creación de un sistema de negociación, transacciones, compromisos y conciliaciones entre ellos, de manera que todos puedan ser satisfechos, así sea parcialmente (Rey, 2004:22).

Dicho así, no parece añadirse nada a una narrativa harto compartida por los expertos y por la opinión pública ilustrada del país. Pero aquí aparece la noción de democracia dual, que me parece central para el análisis del sistema político inaugurado a partir de 1958, y que examina, justamente, la naturaleza de este “consenso” que ha quedado instaurado en el imaginario político venezolano como la más enaltecida manifestación de la democracia, en particular a partir del momento en que el sistema político asimila la disidencia radical encarnada en la lucha guerrillera y, en las elecciones de 1968, tiene lugar la alternancia política. Ese proceso de “pacificación” de la izquierda no fue acompañado de una institucionalización del conflicto político a través del reconocimiento de opciones ideológicas y programáticas genuinamente diferenciadas:4 se inaugura, por el contrario, una suerte de pax augusta que incorpora la izquierda pacificada al sistema de conciliación y a las dinámicas del consenso.

Consenso que debe entenderse no como un acuerdo sustantivo sobre el modelo político de la democracia representativa, sino como el convenimiento sobre la vocación redistributiva que animaría al Estado. Una manifestación de ello es la hasta hace poco discreta (y ahora estridente) persistencia de lo que Villarroel (2003) ha descrito como el “programa jacobino”. Villarroel ha desarrollado una caracterización de la cultura política venezolana destacando la coexistencia de dos culturas, una pluralista y democrática, y otra hostil o ambigua hacia la democracia, orientadas, respectivamente, por un “programa democrático” (correspondiente a grandes rasgos a un proyecto de democracia representativa liberal) y por un “programa jacobino” (caracterizado por la primacía de la idea de conflicto como regulador de las relaciones políticas y sociales, dentro de un contexto fundamentalmente marxista). Lo interesante de esta indagación consiste en mostrar que no ha habido en Venezuela una esfera de contrastación de estos dos “programas”; la “cultura jacobina”, aunque minoritaria, se conservó en una suerte de estado de hibernación (mediante redes de socialización política que Villarroel describe minuciosamente y que tenían por centro a las universidades públicas).

El sistema populista de conciliación de élites resultó ser un “gobierno mixto”, al decir de Rey: al lado de la soberanía popular cuyo ejercicio sostenía la legitimidad de instituciones y procedimientos ostensiblemente democráticos, se fue construyendo esa otra fuente de poder complementario, “institucionalizado” a través de una serie de vasos comunicantes de tipo utilitario entre el Estado y la sociedad civil. Crisp y Johnson (2001) han elaborado elocuentes mapas de ese conjunto de “instituciones” que hacían posible esta dinámica: desde las innumerables “comisiones” que, como tejidos de interfase, ponían en contacto a los distintos agentes y los diversos intereses en juego articulando la “praxis de consultas”, hasta las peculiaridades del sistema electoral y del presidencialismo (a este respecto, ver también Kornblith y Levine, 1993).

Más que el análisis institucional, importa aquí el análisis político: Rey pronuncia un juicio tremendo sobre este arreglo, afirmando que el sistema así descrito no es una democracia, precisamente en la medida en que ni las formas de participación ni la fuerza de la representación política propias de la democracia resultaban fundamentales para la operación del sistema. Sin embargo, la conclusión tal vez más reveladora consiste en que en esta dinámica se perfila un ejercicio no político del poder: este sistema de sombras corporativas y clientelistas que funcionaba bajo la superficie o más bien en la periferia de nuestra democracia representativa, se constituyó, con relativamente poca influencia de los partidos políticos como tales. Sí con la presencia, naturalmente, de miembros de los partidos políticos, pero actuando como expertos y no como delegados políticos:

Es cierto que en el sistema semicorporativo venezolano, aparecen frecuentemente, como representantes del Estado, miembros de los partidos políticos; pero en la inmensa mayoría de los casos no se trata de políticos profesionales, que estén cumpliendo responsabilidades partidistas, sino que forman parte de lo que podríamos llamar una burocracia o tecnocracia económica gubernamental, formada por personas que tienen similitud de educación, status y funciones con los empresarios, y que se entrecruzan con los de éstos. Estos funcionarios se supone que poseen un conocimiento experto, que les permite invocar principios técnicos que hace que, de hecho, tengan la última palabra frente a los políticos. Su nombramiento no lo deben al partido, ante el cual no son responsables, sino al Presidente de la República, que a su vez está liberado de la disciplina partidista (Rey, 2004:24).

Para la comprensión del proceso político venezolano es crucial subrayar este rasgo que permite reparar en la subordinación de los partidos políticos al aparato del Estado y del ejercicio presidencialista del poder, pero que, fundamentalmente, muestra el papel periférico de la política frente a la tecnocracia y la oposición estructural que se fue creando entre la figura de los técnicos, indistinguibles entre sí ideológicamente, y la figura del político profesional. Carrera Damas lo formula destacando justamente cómo la planificación social y económica, estrategia comprometida con la conciliación entre el orden liberal del Estado democrático y la reforma socialista, termina por sufrir una suerte de esterilización ideológica:

Esta última [se refiere a la planificación] surge como el instrumento idóneo para orientar y regir la acción del Estado encaminada a correlacionar un volumen limitado de satisfactores con necesidades crecientes. (...) La planificación, de concepto subversivo que fue hoy5 no sólo es un concepto usual, sino que está desprovisto de connotación ideológico-política, hasta el punto de que la figura del planificador pareciera ser la de un hombre sin pensamiento político propio, sin posición partidaria; un técnico, una especie de prolongación de los instrumentos de computación que utiliza. Pero, igual que ha sucedido con otros conceptos que se vieron vaciados de sus contenidos esenciales: clase social, latifundismo, reforma agraria, sindicalismo, etc., toda una terminología que diez años atrás tenía un carácter subversivo esencial, entre a ser parte del lenguaje manejado incluso por la dirección política del Estado (Carrera Damas, 1991:188).

Este clivaje entre el planificador y el político, amplificado a lo largo de los últimos años, ha condicionado la concepción del “buen gobierno” como esencialmente un asunto técnico (“solucionar” los “problemas” del país) y no político (es decir, considerando una visión normativa de la distribución del poder y de los valores políticos. Para una discusión de este tema y su relación con el debate plural en un contexto general, ver Delsol, 1997).

El escenario propio de los partidos políticos era en realidad el otro, el de la democracia representativa con sus ofertas de bienestar institucionalizado y con sus ritmos circadianos que reclamaban elecciones quinquenales. De hecho, la falta de atención hacia las bambalinas semicorporativas ha permitido que los partidos políticos aparezcan como los únicos responsables de los fracasos que aquella feliz cohabitación engendró, obviando la maternal presencia de la sociedad civil, es decir, de los grupos de intereses –con mayor o menor conciencia de sí, con mayor o menor grado de organización–, en la conformación y operación del sistema.

Este relato contradice, o al menos denuncia como incompleto, aquel que ha fijado el punto de gravedad de la crisis del sistema político venezolano en el fenómeno de la partidocracia, articulándose sobre dos convicciones que sólo son parcialmente ciertas: primera, que el espacio político estuvo únicamente ocupado por los dos partidos mayoritarios, produciéndose una identidad entre poder y partidismo, y segunda, que se trató de un modelo excluyente, en el sentido de que el ejercicio del poder encapsulado en los partidos prescindía de la sociedad civil y se desvinculaba de las mayorías a las que presuntamente representaba.

Ambas convicciones ignoran el entramado complejo que se estableció entre el Estado y la sociedad venezolana, privilegiando en su mirada los rasgos más obtusos sin prestar atención a las prácticas efectivas del sistema de conciliación y a esa otra realidad, de mayor poder estructurante si se quiere, constituida por las instituciones informales que O´Donnell (1996) insiste en interpretar como dimensión fundamental de la política en América Latina: ni el poder se ejerció exclusivamente por vía de las ejecutorias de los partidos, ni este ejercicio obedecía enteramente a una lógica política. En la descripción que hace Rey de las prácticas corporativas y clientelares del sistema de conciliación se observa la anticipación de una antipolítica que testimonia la disminución del imperio de los partidos como instancias de canalización de intereses y difusión de visiones normativas, o ideológicas, acerca del país. Lo fundamental parecía ser asegurar la influencia de los grupos o sectores corporativos –de empresarios y empleados, de obreros y patronos, de intelectuales y militares, de pobres y menos pobres–, que, lejos de ser víctimas de las apetencias de “los políticos”, parecen haber sido, por el contrario, beneficiarios principales de una simbiosis amparada por las mareas petroleras.

De hecho, sólo admitiendo la hipótesis de la subsidiariedad de los partidos en la ecología del sistema se comprende cómo los aspectos disfuncionales de éste comenzaron a predominar hasta que quedó al descubierto la capa profunda de su estructura: la dimensión clientelista, punto de partida de la epifanía populista de la que es hoy escenario el país. Los partidos modernos, a partir de la década de los cuarenta, habíanse establecido sobre la base de siluetas ideológicas e identidades políticas diferenciadas, e incluso, polarizadas –Acción Democrática articulado alrededor de la reforma social; Copei alrededor del espíritu conservador– que fueron progresivamente difuminándose frente a la preeminencia de los vínculos semicorporativos y clientelistas.6 Pero a su vez, tras esta despolitización se sucederá el desgaste de los vínculos con los intereses semicorporativos, en la medida en que disminuyen los ingresos fiscales y, sobre todo, en la medida en que la complejización de la sociedad se traduce en una pérdida de los mecanismos básicos de institucionalización formal de la población: gremios debilitados, alta deserción escolar, disminución de la cobertura de los servicios básicos, incluyendo sistemas de identificación, atención sanitaria, red de salubridad pública y, centralmente, la brutal informalización del mercado de trabajo.7 Tras el colapso del sistema de conciliación sólo las antiguas redes clientelares, memoria de las estrategias de movilización y dominio caudillesco del siglo XIX, parecen poblar el desierto de la vida pública (Roberts, 2003; Dirmoser, 2005). Venezuela presenta hoy un mapa de dos dimensiones: una serie de instituciones semiderruidas que pueblan el paisaje de la dimensión formal, mientras, subterráneamente, un conjunto de programas de acción pública informales e inauditables, calcados sobre la vieja silueta clientelar, ocupan, mal, su lugar.

De modo que el sistema democrático que se edificó durante la segunda mitad del siglo XX articula una primacía del bienestar (entendido a la vez como redistribución rentista y como garantía de supervivencia del mismo sistema) con una estrategia antipolítica que le es necesaria: el ejercicio de la política, como competencia de visiones del mundo y de concepciones del bien común, habría significado en definitiva una puesta en cuestión de aquella preeminencia de la idea consensuada de bienestar como resultado de la redistribución y del Estado de bienestar como único modelo legítimo, e implicaría una ruptura radical con la cultura política que le da origen.

Antipolíticos y republicanos

En efecto, debe entenderse la antipolítica, en este contexto, como esa filosofía social que privilegia la satisfacción de los intereses corporativos y clientelares por sobre el agon político, construyendo consensos que, tejidos en la ilusión de armonía, impiden el desarrollo y maduración del enfrentamiento político y, por lo tanto, de las instituciones de intermediación destinadas a encarnarlo y morigerarlo. Ha sido corto el interregno puntofijista de la política, en el que tenían sentido, por ejemplo, las palabras con que Rodolfo José Cárdenas saluda el significado de la revolución de 1945:

La presencia de AD en el gobierno al lado de la juventud militar apenas si fue un episodio polémico hacia un destino que era cierto para este partido. Su ascenso al poder marcó el comienzo de una nueva época política. Un pueblo maravillado por Rómulo Gallegos, por Andrés Eloy Blanco, cuyos versos cantaba el niño en la escuela, el negro en el cacaotal, el campesino en el conuco y el militar en el cuartel; por Betancourt, la encarnación política del pueblo que se desruraliza, que asciende como provincia, sin espada y sin charretera, un pueblo que deposita su confianza en el régimen adeco recién inaugurado. Empieza la época de los partidos y de los líderes partidistas (Magallanes, 1977:390).

Este advenimiento de la política ocurre, en efecto, a contracorriente de lo que puede considerarse la cultura política fundacional, que se estructura sobre la repulsa al faccionalismo tan característica del republicanismo, extendida progresivamente a todo partido político. Apadrinada por las palabras del padre fundador en su lecho de muerte, que con tanta amargura advierte sobre la disolución de la Patria en manos de las facciones, la historia de la Venezuela después de su independencia puede leerse casi como un relato de resistencia a la institucionalización de la política a través de organizaciones partidistas. El texto que ya he citado de Juan Carlos Rey sigue de hecho este fenómeno como su eje principal: tratándose de una contribución escrita en homenaje a Gil Fortoul, es precisamente la voz del homenajeado la que Rey presenta en obsequio de la tesis que denigra de los partidos políticos, como heraldos de la anarquía y el personalismo, tesis que ya se presentaba, a lo largo del siglo XIX, en contrapunto con las voces del liberalismo criollo que, por el contrario, proclamaban la necesidad y la virtud de los partidos políticos “doctrinarios” (Rey, 2004). También Cipriano Castro, amparado en sus victorias militares, enuncia y anuncia el fin del tumulto partidario con palabras como éstas:

Y no se diga que los partidos políticos son esencialmente necesarios en la vida de las naciones, cualquiera que sea el grado de cultura que éstas hayan alcanzado. No. Ése es un argumento inspirado por la mala fe; ése es un sarcasmo de los satánicos insufladores de la discordia. No hay más partidos racionales que los dos que han venido combatiendo el predominio de las ideas en la brega de los siglos; pero cuando ya la lucha ha terminado por el triunfo definitivo del derecho, cuando las sombras del error político han sido disipadas, cuando la libertad ha extendido sus hermosas alas en el cielo del país, no hay ni puede haber más que un partido: el de la unidad nacional (Magallanes, 1977:196).

Entiendo ese anhelo como una aspiración al cese de todo conflicto, de toda política. En tiempos recientes, otra experiencia, la de la Europa oriental desnuda tras la disolución de la cortina de hierro, ha puesto a circular la idea de una “antipolítica” como arreglo societal orientado hacia la descomposición del poder excesivo del Estado de inspiración soviética. La antipolítica, expresamente enunciada como un intento de “despolitizar la política y abolir la ideología” (Tucker y otros, 2000:422) sirvió de discurso para la entronización de un ambiguo protagonista, la “sociedad civil”, identificada como el reino de lo privado, de la autonomía y de la asociación voluntaria, en contraste con la expansión aplastante del Estado totalitario.

Aunque corriente en las capas disidentes de varias naciones de Europa oriental, el discurso de la antipolítica terminó confinado, como elemento central de la transición poscomunista, a la República Checa, desde donde, a pesar de su fracaso práctico, parece continuar irradiando cierto atractivo a través del elogio del protagonismo de la sociedad civil y la exaltación de un “ciudadano” antipolítico. Fue precisamente la entonces Checoeslovaquia la nación que, debido a su régimen más ortodoxo y represivo que los del resto de Europa oriental, carecía de cualquier protopartido político como los que sí habían sido tolerados en Polonia o Hungría antes de 1989. La idea de una antipolítica doctrinaria procede centralmente de la obra de Václav Havel,8 que combina una crítica a la automatización, anonimia y despersonalización del Estado moderno e ilustrado (siendo la versión comunista su forma exasperada), cada vez más autorregulado y autónomo, con una aspiración a una sustitución de toda tecnología del poder por una especie de versión no ilustrada de la política, fundamentada en la “virtud” de los ciudadanos.9

La naturaleza del concepto de virtud que parece estar en juego es, sin embargo, ambigua. El eje de las preocupaciones de Havel es la pérdida de responsabilidad moral del ciudadano –de su carácter de sujeto autónomo y responsable– y su proyecto político parecía aspirar a una suerte de liberalismo de instituciones mínimas, pero desarrollado en un marco de reminiscencias de alguna versión del republicanismo cívico, con su miedo al faccionalismo (el stranickost checo) y la desconfianza básica hacia los partidos políticos:

Havel deseaba ir más allá de la democracia parlamentaria hacia una revolución existencial y la restauración de una relación entre los seres humanos y el “orden del ser”. Las estructuras sociales postrevolucionarias deben mantenerse unidas por comunalidad y no por la mentalidad expansionista dirigida externamente. (...) y su autoridad se basaría no en la tradición o en el poder, sino en su relevancia para la solución de un determinado problema. Havel deseaba organizaciones sociales que aparecieran y desaparecieran espontáneamente de acuerdo a las necesidades del momento. (...).

En vez de partidos políticos, Havel prefería como candidatos a individuos sin afiliación para preservar la responsabilidad de los funcionarios públicos. Los partidos no debían participar en política, porque son burocráticos, corruptos, y antidemocráticos. En vez de partidos, Havel deseaba clubes independientes o asociaciones de individuos libres para causas específicas, como las asociaciones de disidentes (Tucker y otros, 2000:424-425).10

Ciertamente, Havel parece confiar en que el buen gobierno es más un asunto de ciudadanos “virtuosos” (en este sentido ambiguo, que parece querer apuntar más a la idea moderna de autonomía de la voluntad que al sentido antiguo de orden del carácter) que de buenas instituciones. Pero el miedo de los republicanos a la tiranía que el faccionalismo, como efecto del juego de los intereses y pasiones particulares, fatalmente trae consigo, es traducido, o transvalorado, en Havel, como un pasadizo de la tiranía hacia una solución existencial y no política del problema de vivir juntos. Este deslizamiento se fundamenta en una confusión entre facción y partido (como si todo partido fuese faccioso) que termina traicionando la idea misma de una res publica, al oponerle a la política (de los partidos) una antipolítica del ciudadano, entendido no de acuerdo con la gramática republicana, sino como individuo autónomo a la manera liberal. Estos ciudadanos havelianos serían capaces de asociarse fugazmente con fines específicos, es decir, serían los autores de una práctica a la vez utilitaria y tecnocrática que evadiría el conflicto generado por distintas concepciones normativas acerca de la vida en común.11 Es como si el dilema entre la unidad republicana y la preservación de la libertad –en términos del individualismo moderno– que se halla en el corazón mismo de la posibilidad de una república liberal (Castro Leiva, 1999a) pudiera ser resuelto mediante la expansión hegemónica de una “sociedad civil” y de una “ciudadanía” purificadas de la lucha por el poder (es decir, políticamente homogéneos), bajo una forma idealizada de una democracia directa al modo antiguo, que, sin embargo, olvida, como no hacían los antiguos, enfatizar el imperio de la ley y la justicia, es decir, de las instituciones y del Estado, como edificador del orden común.

Entre nosotros, la antipolítica tiene, además, otro significado: debe entenderse como la confianza en que el país puede “solucionar” sus problemas por medios técnicos, estéticos, sentimentales, pero nunca políticos. La antipolítica, en Venezuela, es la expresión de una cultura que no acepta la existencia legítima del conflicto, sino que lo vive como el resultado de la operación de intereses parciales que amenazan el bien común, cuya única legítima expresión no puede ser otra que el consenso (en los términos que he mencionado antes), en el contexto de los ecos de nuestra tradición republicana que coloca el acento en la articulación ordenada de los ciudadanos en una polis feliz. Pero en vez de seguir consecuentemente la solución moral republicana que consiste en la subordinación del interés propio al bien común y la renuncia a las expresiones de las parcialidades, o por el contrario –cambiando el idioma político– inclinarse tal vez hacia el reconocimiento procesual e institucional del conflicto y de los intereses al modo del liberalismo, nuestros hábitos culturales hacen convivir, en perpetuo oxímoron, aquella idea de república indivisa con la fragmentación individualista que suscita la satisfacción conciliada de los intereses. El resultado es que las instituciones políticas se debilitan frente al predominio de la tela de araña de las formas clientelares y patrimonialistas del poder.

Mayorga (1995) vio con lucidez la emergencia de la antipolítica en América Latina, precisamente como una conexión difusa (y paradójica) con la tradición republicana, examinando su maridaje con el neopopulismo que se vislumbraba apenas durante la década de los noventa y que ha hecho eclosión en los últimos años, cuyo síntoma más prominente es la emergencia del liderazgo carismático que reúne al pueblo y al Estado sin otras mediaciones. Como si la intranquilidad política de esa década (pletórica en fragilidades institucionales y escándalos de corrupción) hubiese reconstituido una memoria que idealiza al ciudadano en el ágora, carne y sangre de su propio gobierno, pero sin que ello haya ocurrido a través de una conciencia histórica y política que se examine a sí misma, que reflexione sobre el peso de su pasado y de la encrucijada de sus ideas y sus prácticas republicanas. La crisis de los partidos de masas modernizadores, en toda América Latina, cedió el paso a nuevos y confusos imperativos de “participación ciudadana”, de gobierno sin intermediarios, de acción sin política, de reivindicación de “lo local” y lo próximo o cercano al ciudadano en contraposición con lo abstracto y complejo del Estado; de microidentidades (de género, étnicas, de vecindades o de funciones) que cancelarían la identidad comprometida con valores políticos universales: imperativos todos que parecen apenas los gritos de una comunidad sin nada en común o, al menos, sin nada que discutir en común.

La sociedad civil y el ciudadano mínimo

¿Quién es este ciudadano que con tanta ingenuidad saluda el advenimiento de la antipolítica y, ataviado con aperos republicanos, libra la batalla de la disolución de las instituciones de intermediación política y deriva hacia el utilitarismo (en el sentido de Rey)? Hay que recordar que, al menos en Venezuela, el frenesí de la antipolítica tiene, en los tiempos recientes, dos grandes escenarios. Por una parte, el despliegue del neopopulismo autoritario chavista;12 por otra, la exaltación de una llamada “sociedad civil”, que se define, en principio, sólo negativamente designando todo aquello que no pertenece al ámbito de lo público ni al de la política organizada. Aunque articulados sobre retóricas contrapuestas cuyo eje narrativo central sería el enfrentamiento entre el proyecto estatizante del chavismo (en franca continuidad con el estatismo tradicional) y el proyecto de una sediciente “democracia de ciudadanía” de la sociedad civil,13 ambos obedecen a la misma lógica antipolítica que desestima las instituciones mediadoras en la distribución del poder, extendiendo tal desconfianza no sólo a los partidos políticos (es decir, a las formas de representación), sino a las estructuras que en el campo de lo público articulan el poder.

Sería excesivo proponer aquí una genealogía de la atención que suscita la “sociedad civil” –como ámbito práctico diferenciado, como espacio identitario– desde mediados de la década de los ochenta, interés que, en Venezuela, ha acompañado profusamente al malestar provocado por la crisis que el Estado y el sistema de partidos atraviesan desde entonces. Fuera del muy peculiar contexto venezolano, son innumerables los focos de reflexión que ha provocado la emergencia del concepto de sociedad civil (como compendio relativamente reciente de las virtudes y vicios del concepto en términos de su significado político, ver Pietzryk, 2003). Pero no ha sido el caso en nuestro país: sólo en los últimos tiempos ha procedido la sociedad civil, con gran timidez, a elaborar una “conciencia de sí” que contraste con la prolongada ignorancia de sí con la que el concepto ha funcionado en el metabolismo nacional (como muestra de ello, Sinergia, 2003; Comité Venezolano del VII Encuentro Iberoamericano del Tercer Sector, 2004).14 Conciencia de sí provocada, si se quiere, por el calor de los acontecimientos políticos recientes que obligan a redefiniciones que tienen que ver con el cambio de escala del concepto: si en su origen se encuentra la idea del asociacionismo y de la acción social voluntaria, la idea de sociedad civil ha ido derivando hacia un modelo haveliano, balanceándose entre una definición descriptiva y una concepción normativa: la sociedad civil sería entonces más bien un espacio de realización de los valores de la “civilidad” liberal (pluralismo, tolerancia, autonomía) frente a un Estado que, de nuevo, es descrito como anclado narcisistamente en su posición hegemónica, y al lado de los partidos políticos que, desprestigiados, no alcanzan a cumplir su papel de intermediación política.

Y aunque no falta, desde este campo de complicadas definiciones de lo que es o debe ser la sociedad civil, quien afirme la necesidad de que los partidos políticos se fortalezcan y recuperen su capacidad de agregación y de conducción política, la construcción del concepto de ciudadanía que allí predomina pertenece a una constelación distinta: no es ya el ciudadano articulado con las instituciones cívicas (con la ley y el Estado), sino una versión residual (como la caracteriza Castro Leiva, 1999b:187), como aquello que queda tras la disolución del vínculo entre Estado e individuo. Se trataría de un ciudadano que se vislumbra como alfa y omega del poder, ejerciéndolo directamente, sin intermediaciones, pero siendo a la vez un portador de derechos, lo que supone, en efecto, obligaciones para el Estado o para la sociedad.

La discusión sustantiva relevante en este punto es la del concepto de libertad y su relación con la fundamentación de los derechos; no es el caso desarrollarla aquí, pero sí subrayar la estrategia de naturalización de la que es objeto: no hay, entre quienes ejercen la vocería y la conciencia de la sociedad civil, una reflexión consistente sobre la historia de esa idea y su justificación moral, política o cultural; como Atenea, el ciudadano que se dibuja aparece desde el principio adornado con ciertos atributos, derechos y deberes, o los principios de libertad e igualdad, que no son susceptibles de crítica o reconstrucción (un examen profundo de los supuestos que sostienen esta idea de sociedad civil como entidad autónoma se encuentra en Hamilton, 2003:104 y ss. y en Castro Leiva, 1999b). Arrancado de su matriz republicana, el ciudadano que compone la sociedad civil pierde su conexión con un contexto de significación orgánico que es, en definitiva, el contexto político, el de la polis, sin que a cambio se perfile sustantivamente ese anhelo de hibridación entre la tradición republicana y el liberalismo moderno que recuperaría de la primera el afán de participación directa en lo público y del segundo la irrenunciabilidad de los derechos subjetivos.

En todo caso, las mismas ausencias abruman a lo que se puede llamar el discurso global sobre la sociedad civil. En los últimos años ese discurso coloniza los documentos y proclamas de los organismos internacionales, en lo que sin exageración podría bautizarse como una especie de Nuevo Consenso de Washington (Jayasuriya y Rosser, 2001): sustituyendo a las fórmulas de modernización económica e institucional de limitado éxito en la década de los noventa, las nuevas recomendaciones de política se desplazan en torno a la idea de gobernancia y de fortalecimiento de una “democracia de ciudadanos” que se distinguiría, superándola en calidad democrática, de la “democracia electoral”, cuya crisis se hace evidente, sobre todo en América Latina.

Habría así un desplazamiento del foco de atención de los organismos internacionales del ámbito de la economía política al de la política a secas, pero el escrutinio revela que, por el contrario, se está generando un modelo de acción antipolítica que se fundamenta en la idea de “ciudadanía” como derivada del ejercicio de derechos (políticos –en el sentido de la participación electoral– civiles y sociales) cuya naturaleza no se discute, mientras dejan de considerarse las dimensiones político-institucionales relacionadas con la perspectiva normativa que forma las condiciones de posibilidad de esa “ciudadanía”. El reciente documento del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (2004) constituye un interesante mapa de las coordenadas con las que quiere medirse al nuevo ciudadano global: admitiendo que la “ciudadanía política” (de nuevo: lo político reducido a las prácticas electorales) es un logro más o menos difundido en América Latina, destaca los “déficit democráticos” en el ámbito de los derechos civiles15 y sociales;16 se construye así un ciudadano homogéneo para quien la democracia se sostiene en la satisfacción de sus derechos más que en un proyecto político (o una pluralidad de proyectos políticos) fundamentado en la promoción de ciertos valores colectivos.

Nótese que no se trata de desestimar el concepto de derechos humanos, sino de subrayar la necesidad de clarificar estas nociones (como lo hace, por ejemplo, Sen, 2004) de modo que, por una parte, la noción de ciudadanía no se limite a la satisfacción de derechos, y por otra, la inclusión de derechos de segunda generación (sociales) pueda justificarse como efecto de la creación institucionalizada de obligaciones que el Estado (y/o la sociedad) adquiere, lo que por cierto podría involucrar la inevitabilidad de un modelo de Estado de bienestar, sin que otras formas de arreglo político parezcan compatibles. En todo caso, la democracia parece así condicionarse utilitariamente y quedar reducida a una serie de procedimientos institucionales para garantizar técnicamente el bienestar.

Lo crucial, empero, no sería esta “democracia de resultados”, sino el hecho de que se trataría de un proyecto único e incontestable que traicionaría el sentido pluralista de la idea misma de democracia moderna. Lo que debe definir la ciudadanía no puede estar en el orden del bienestar, sino en el orden de lo que Chantal Mouffe llama la “comunidad política”, construida como identidad política y basada en la “adhesión a los principios constitutivos de la democracia moderna: la afirmación de la igualdad y libertad para todos” (Mouffe, 1997). Y precisamente, lo que hace “política” a tal comunidad es el hecho de que los conceptos de libertad y de igualdad están en perpetua construcción, es decir, aquella adhesión no supone la fabricación de un consenso que ahogaría todo disenso, ni la hegemonía de una concepción específica de “bien común”, ni de un modelo de Estado predeterminado. Las distintas formas de institucionalización y expresión que pueden tener los principios constitutivos de la democracia exigen, por el contrario, una esfera agonística, espacios de confrontación de proyectos alternativos de realización de la comunidad política.

Conclusión

El fantasma de la antipolítica recorre al mundo. No son sólo las relativamente pobres ejecutorias de la democracia representativa lo que explica la epidemia antipolítica en América Latina; también en sociedades opulentas se perfilan tanto el escepticismo antipolítico como la promesa populista. Sin embargo, la urgencia de la recuperación de lo político y de la política (esta distinción es de Rosanvallon, 2003) parece mayor en nuestros países, precisamente en virtud de la creciente ingobernabilidad. Lo que parece poder concluirse de estas reflexiones es que tal condición de ingobernabilidad está ligada a concepciones confusas acerca de la legitimidad de las instituciones políticas, en las que intervienen, sin duda, representaciones acerca de su desempeño o eficacia, pero que deben mucho a la consecuente irreflexión con la que se usan los lenguajes políticos que circulan entre nosotros, cuyo ejemplo más notable es justamente la construcción de un falso dilema que opondría la “ciudadanía” a la “política”.


* Agradezco especialmente la colaboración de Carolina Guerrero y Luis Alfonso Herrera en la obtención de fuentes bibliográficas.


Referencias

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NOTAS:
1 Para la idea del uso de la historia en la confección de identidades colectivas, ver Hawthorn (1988).
2 La investigación realizada por Vargas y Reverón (2004:19) en 2003 ofrece una medida más elocuente de este carácter utilitario, como lo ha calificado Juan Carlos Rey (2004), de las fidelidades democráticas, al indagar acerca del rango de los atributos de la democracia: la “Libertad de expresión” (24,2%) encabeza la lista seguida por “Justicia para todos por igual” (16,4%) y “Trabajo que asegure un ingreso digno” (14,9%), mientras que los rasgos asociados a los aspectos institucionales y procedimentales de la democracia quedan confinados a cifras microscópicas: “Elecciones regulares limpias y transparentes” merece el 6,9% de las menciones, acompañado por “Diputados a la Asamblea Nacional que actúen y se preocupen por representar a sus electores” con 2,5%, “Respeto a las minorías” (0,8%) y “Partidos compitiendo entre ellos” (0,7%).
3 Hay en el caso de Venezuela, como bien lo hace notar González Fuentes (2003), polémicas acerca de la ponderación de la visión “estructuralista” –en particular la representada por T.L. Karl y la noción de petro-Estado– frente a tesis que privilegian el papel de las instituciones, de las reglas de juego y de las élites en el análisis, vertiente en la que se inscribe la labor de Juan Carlos Rey. En este caso adopto como punto de partida la interpretación de Rey y su descripción del régimen democrático venezolano como un “sistema populista de conciliación de élites” (Rey, 2004; Kornblith, 1996; Kornblith y Levine, 1993).
4 Agradezco a Gabriel Loperena la comunicación en la que discutimos esta idea, en el marco de su trabajo “In search of democratic politics: Venezuela during the 1960s”. Undergraduate Senior Thesis, Harvard University, 2006.
5 Carrera Damas escribe en 1974.
6 Apunta Alfredo Keller (2003:12): “Los partidos cayeron en el desprestigio, no por razones ideológicas, de liderazgo o asociativas, sino por la pérdida de su promesa básica de redistribución. Hoy en día se les acusa de su traición a la esperanza de la gente de “vivir mejor”, a costa de este esquema. En consecuencia, se creó una ficción de asociacionismo político o de adhesión partidista en Venezuela por razones asociativas o ideológicas, pero en la práctica fue simplemente por razones de redistribución. En las elecciones de 1988, ganadas por Carlos Andrés Pérez, los partidos AD y Copei se pusieron de acuerdo para depurar sus listas de militantes y cruzaron sus bases de datos. El partido AD decía tener 3 millones de militantes y Copei 2 millones, con lo cual, en teoría, había 5 millones de militantes inscritos en estos partidos. De ese cruce de datos se encontró que había un millón de venezolanos con carnet de ambos partidos y era lógico pensarlo, porque los dos partidos se alternaban en el poder y, así, la doble carnetización aseguraba a las personas su ingreso a la cadena de redistribución”.
7 El trabajo más consistente de seguimiento y análisis del deterioro de las políticas públicas y de los índices de desarrollo humano, pobreza e informalización es, sin duda, el llamado Proyecto Pobreza llevado a cabo por la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, en cuya página web pueden consultarse diversos informes.
8 Tucker y otros (2000) suministran abundantes referencias sobre la teoría y práctica de la antipolítica en el contexto europeo y la transición poscomunista, como el clásico de George Konrád, Antipolitics (San Diego: Harcourt Brace Jovanovich, 1984); Andreas Schedler, ed. The end of politics? Explorations into modern antipolitics (New York: St. Martin’s Press, 1997), entre otros. La obra de Havel (principalmente su “The power of powerless”, en Jan Vladislav, ed., Václav Havel or living in truth, London: Erasmus Foundation, 1986) tiene su inspiración en la de Václav Blohradský, The crisis of the eschatology of the impersonal, una crítica a la racionalidad occidental que toma los argumentos heideggerianos de crítica a la tecnología como reemplazo de la filosofía, entre otras fuentes.
9 A partir de noviembre de 1989 Checoeslovaquia estuvo gobernada por coaliciones no políticas (el “Foro Civil” checo y el “Público contra la Violencia” eslovaco) que abandonaron el poder en 1991; Havel reintentó la puesta en práctica de su política “no política” de noviembre de 1997 a junio de 1998.
10 Ver Vaclav Havel (1986): “The power of powerless”, en Jan Vladislav, ed., Václav Havel or living in truth, London, Erasmus Foundation, y 1990: Disturbing the peace: a conversation with Karel Hvíždala, New York, Knopf, pp. 16-17, citado por Tucker y otros (2000:425).
11 Las posiciones de Havel derivaron luego hacia la moderación, afirmando la necesidad de los partidos políticos para la vida democrática; “No estoy en contra de los partidos políticos; si así fuera, estaría en contra de la democracia misma. Estoy simplemente en contra de la dictadura de las parcialidades (partisanship)”. En Summer meditations, New York, Knopf, 1992, p. 53, citado por Tucker y otros (2000:432).
12 Ver Gómez Calcaño y Arenas (2001) para un desarrollo de la caracterización del Gobierno de Hugo Chávez como neopopulista autoritario. El devenir más reciente del armazón ideológica del Gobierno de Chávez recupera (a mi modo de ver, contingentemente) la panoplia socialista en su versión caribeña, pero el análisis de Gómez Calcaño y Arenas apunta a su estructura fundamental.
13 El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2004) utiliza esta expresión consistentemente.
14 Hay abundante literatura sobre el desempeño específico de muchas organizaciones no gubernamentales o de la “sociedad civil”, pero escasean los textos reflexivos que comprendan políticamente tal desempeño. Un antecedente muy importante fue el Encuentro de la Sociedad Civil que la Universidad Católica Andrés Bello organizó en Caracas en 1993; recientemente, los textos citados infra, elaborados bajo la tutela de Sinergia y otras iniciativas de articulación de la sociedad civil, reúnen muy bien las perspectivas más elaboradas.
15 “El derecho a la vida, la igualdad ante la ley, el debido proceso, el derecho a la privacidad, la libertad de movimientos, la de libre asociación y la libertad de expresión constituyen el núcleo de la ciudadanía civil” (PNUD, 2004:44).
16 “Para efectos analíticos, el Informe distingue dos dimensiones de la ciudadanía social. Una, que puede llamarse de “necesidades básicas”, donde ante todo se incluyen la salud y la educación, y otra denominada “integración social”, donde se examina la situación del empleo, de la pobreza y de la desigualdad” (p. 47).

Fuente:
http://www2.scielo.org.ve/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0303-97572006000100002&lng=es&nrm=is?iframe=true&tlng=es
Cfr. https://www.youtube.com/watch?v=kPNIu3V5Cc0

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