Mostrando entradas con la etiqueta América Latina. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta América Latina. Mostrar todas las entradas

miércoles, 6 de mayo de 2020

VIRUS DESESTRUCTURADOR EN LA DESESTRUCTURA

Una ventana de oportunidad para América Latina tras una década perdida
Carlos Malamud - Rogelio Núñez 

Tema
La crisis sanitaria y económica por la expansión mundial y regional del COVID-19 está poniendo en evidencia muchas de las ineficiencias de los sistemas político-institucionales de los países latinoamericanos, así como las carencias de su matriz productiva, lo que va a exigir reformas estructurales para modernizar los Estados y conseguir un desarrollo sostenible en el marco de la elaboración de un nuevo contrato social.
Resumen
La actual crisis económica vinculada al COVID-19 puede convertirse en el colofón de un conjunto de problemas estructurales que venían lastrando a la región desde 2013. También puede transformarse en un punto de inflexión ya que, al poner en evidencia las debilidades del sistema sanitario y al descubierto las carencias de las administraciones públicas, este cóctel podría llegar a ser una palanca que propicie el cambio mediante reformas estructurales que impulsen la modernización económica y aceleren la elaboración de un nuevo contrato social que otorgue estabilidad y mayor legitimidad a las democracias de las sociedades de la región.
Análisis
Cada una de las grandes crisis que ha padecido América Latina en su historia reciente (la de los años 30 o la de los 80 del siglo pasado) terminó con un cambio profundo de su matriz de desarrollo. El crash del 29 condujo a implantar primero y extender después el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) y la “Década Perdida” de los 80 hundió el modelo ISI precedente y abrió las puertas a una economía más abierta al mundo, basada en la exportación de productos primarios sin elaborar.
La actual crisis económica vinculada al coronavirus puede convertirse en el colofón y en el punto de inflexión de un modelo de desarrollo que parece haber tocado techo tras acabar el tiempo de bonanza (2003-2013). Es el colofón de un conjunto de problemas estructurales que lastraban a la región desde 2013: un modelo económico y político disfuncional que no garantizaba un crecimiento económico sostenido, ni un desarrollo sostenible e inclusivo, ni iba acompañado por un Estado eficaz y eficiente para implementar políticas públicas favorables a los sectores vulnerables y canalizar las demandas de las clases medias emergentes.
Todas estas rémoras estaban detrás de los estallidos sociales y las protestas de finales de 2019 que barrieron toda la región. A esa situación previa de desafección política y frustración de expectativas se une ahora el golpe que para las economías latinoamericanas va a suponer esta crisis ligada a la pandemia y que lleva a la región a una nueva “década perdida”. Esta posibilidad ha sido admitida por el director del Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional (FMI), Alejandro Werner (“La región tiene ante sí el espectro de otra década perdida entre 2015 y 2025”). Si bien no se sabe aún si la salida de esta recesión será breve (en forma de V o T) o larga (en forma de U o incluso de L), lo cierto es que América Latina, tras vivir años de estancamiento o débil expansión económica (2013, 2014, 2015, 2018 y 2019) y crisis (2016-2017), entra ahora en una fase de recesión (2020-2021). A la depresión mundial se une la parálisis económica y productiva que ya está provocando en América Latina las políticas de lucha contra la pandemia que están implementándose (cuarentenas y toques de queda). La parálisis económica que empezó con la interrupción del comercio con China a partir de su aislamiento en enero ha seguido cuando la pandemia se extendió por la UE desde marzo y por EEUU a partir de abril. El peor momento se producirá en los próximos meses, ya que se calcula que el pico de contagios en América Latina llegará en mayo o comienzos de junio.
En 2020 América Latina sufrirá una contracción del -5,2% según el FMI y del -1,8 según la CEPAL. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) prevé una caída de entre un -1,8% y un -5,5%. De confirmarse estas cifras, sería la recesión más profunda desde la II Guerra Mundial. De igual manera, el Banco Mundial cree que la caída del PIB rondará el 4,6%, la mayor caída desde que ofrece este tipo de datos (1961). A diferencia de la crisis de 2009, cuando la región venía de un extendido período de bonanza (2003-2008), América Latina está atrapada en una dinámica de bajo crecimiento, ralentización y crisis desde 2013, lo que reduce considerablemente su margen de maniobra. La región cerrará en 2020 su período de menor expansión de los últimos 40 años con una renta por habitante que habrá caído más de un 4% en los seis últimos años, según la CEPAL. El año 2019 finalizó con un crecimiento mínimo (0,1%) y se esperaba, antes de la crisis del coronavirus, que la expansión subiera al 1,3%. Esta cifra, que ya era insuficiente para corregir el declive acumulado, ahora resulta envidiable cuando se calcula que países como México podrían rondar una contracción del -4% o incluso superior al -6%.
Crisis y cambio estructural
Si bien la crisis ligada al COVID-19 es el colofón para América Latina de los problemas estructurales acumulados, también puede ser un punto de ruptura e inflexión. No sólo va a desnudar las debilidades del sistema sanitario de sus países, sino que también evidenciará las carencias financieras y humanas de las administraciones públicas y los Estados, así como de las instituciones políticas. Igualmente, esta crisis mostrará los límites de la matriz productiva, que desde 2013 viene dando señales de agotamiento y disfuncionalidad. Esto supone mayores dificultades para afrontar la crisis desde el punto de vista financiero y fiscal, así como productivo y, sobre todo, para evitar un empeoramiento de la situación social de los sectores más vulnerables y de los vinculados a la economía informal. Esta crisis mostrará los problemas estructurales que arrastran los países latinoamericanos, tanto para afrontar sanitaria, financiera y fiscalmente a la pandemia como para reactivar la economía y modernizar el entramado productivo para crecer de forma continuada y sostenible social y ambientalmente y vincularse sólidamente a la cuarta revolución industrial.
La crisis puede ser una ventana de oportunidad para que los países latinoamericanos, una vez superada la pandemia, impulsen las pospuestas reformas estructurales. Pospuestas porque la bonanza de 2003-2013 las colocó en un segundo plano, ya que el auge económico parecía hacerlas innecesarias. Luego, al inicio de la ralentización (2013-2016), muchos gobiernos pensaron que era una circunstancia pasajera y que pronto regresaría la bonanza. Entre 2017 y 2019 el intenso calendario electoral –15 elecciones presidenciales– impidió acometer cambios y transformaciones justo cuando la economía caía en número rojos (2016-2017) o estaba en una situación de crecimiento anémico (2018-2019).
Tras la pandemia llegará la hora de diseñar e impulsar la nueva agenda regional, aunque habrá que comenzar a trabajar en ella desde ya. Esto implica tres grandes áreas que van desde lo político-institucional (diseño de Estados eficaces y eficientes), a lo económico (impulso de una nueva matriz de desarrollo sostenible, inclusivo e integral basado en la educación, la innovación y la productividad), y todo dentro de un nuevo contrato social que refuerce la democracia y garantice el bienestar de la ciudadanía.
(1) El diseño de Estados eficaces y eficientes
La nueva coyuntura que abre la pandemia mostrará que los países de América Latina carecen de Estados eficaces, con estructuras administrativas bien financiadas capaces de poner en marcha políticas públicas eficientes. Son Estados que no cuentan con los medios y recursos sanitarios suficientes (la región invierte sólo el 2,2% del PIB en sanidad frente al 6% que recomienda la OMS), producto de su acotado margen fiscal y financiero ante emergencias como la del COVID-19. Sólo Perú, Brasil y Chile han puesto en marcha potentes políticas contracíclicas. Son las tres grandes excepciones, con un gasto previsto del 12%, 10% y 6,7%, respectivamente, lo que contrasta con otros planes limitados como el argentino (apenas supera el 1%) y, sobre todo, el mexicano.
Los límites fiscales y financieros nacen de la escasez de fuentes autóctonas de financiación por los bajos niveles de ahorro interno. La presión fiscal de los Estados latinoamericanos es muy baja. Si bien Brasil y Argentina superan el 30% del PIB, aunque con una gestión ineficiente, la media regional sólo llega al 23% del PIB, cuando la de la OCDE es del 34%. América Latina es muy heterogénea en lo relativo a la presión fiscal. Los países que menos impuestos pagan son Guatemala (12,6% del PIB), República Dominicana (13,7%) y Perú (16,1%). En el otro extremo está Cuba (41,7%) –cuya alta fiscalidad responde a las características particulares de un régimen de economía socialista, planificada y centralizada–, seguido por Brasil (32,2% del PIB) y Argentina (31,3%). Una de las lecciones que deja la lucha contra el COVID-19 en América Latina es la necesidad de impulsar reformas fiscales que, bien hagan más eficiente el gasto (Argentina y Brasil), bien aumenten los ingresos y amplíen el espacio fiscal para dotar a los Estados de los recursos suficientes para hacer frente a crisis e imprevistos como los actuales y ser capaces de ofrecer servicios públicos de calidad apoyados en administraciones profesionales con recursos humanos y técnicos adecuados.
(2) Un nuevo modelo y matriz de desarrollo
La actual recesión va a poner en cuestión la matriz productiva de la región apoyada mayoritariamente en la exportación de materias primas sin valor añadido y escasa innovación, con una débil vinculación a las grandes cadenas internacionales de valor y con predominio de la economía informal. Antes del coronavirus, América Latina ya daba señales de estar en la periferia de la revolución digital. El bajo crecimiento económico y la ausencia de reformas estructurales han condenado a la región a un papel secundario en el contexto internacional. Tras de la mayoría de los déficits regionales se encuentra una escasa apuesta por la innovación, tanto de las administraciones públicas como del sector empresarial. La región vive de espaldas a la innovación, clave para el desarrollo y eje del gran cambio estructural que todavía debe llegar a América Latina. Las dos grandes asignaturas pendientes de las economías latinoamericanas (la baja productividad y su reducida competitividad) se relacionan con la falta de innovación vinculada a la inversión en capital humano (educación) y capital físico (infraestructuras y logística). En su lugar, en estos años, ha aumentado el trabajo informal (ineficiente, improductivo y sin ventajas comparativas), lo que se combina con unas exportaciones regionales, mayoritariamente, carentes de valor añadido y sin vinculación con las principales cadenas de valor internacional.
Esta crisis ha demostrado que el talón de Aquiles de las medidas de confinamiento impulsadas en América Latina es la ineficiencia económica y el gran peso de la informalidad (cerca de 130 millones de latinoamericanos tienen empleos informales, lo que en Perú, por ejemplo, representa el 70% de la población laboral). La informalidad se ha convertido en un gran obstáculo para implementar este tipo de medidas de confinamiento al dejar sin recursos ni ingresos a quienes viven al día y dependen de lo que ganan cada jornada.
El auge del sector informal es paralelo al retraso en innovación. Pese al amplio consenso entre los economistas en torno a que la inversión en I+D+i es la variable que mejor explica el crecimiento a largo plazo de las economías desarrolladas, este principio apenas se aplica en América Latina. Las administraciones públicas, mal financiadas, sin recursos y con islas de excelencia en medio de páramos de ineficacia y falta de preparación, no articulan, canalizan ni propician la innovación. La última edición del Índice Mundial de Innovación, de junio de 2019, corrobora estas ideas. Las economías latinoamericanas no se encuentran entre las mejor posicionadas. Las más destacadas están en los lugares centrales del Índice. Chile, en el 51º, Costa Rica, en el 55º, y México, en el 56º, son los países latinoamericanos mejor situados. La mayoría ocupa el tercio final del ranking.
Este es uno de los grandes déficit regionales: sin inversión en I+D+i el crecimiento económico se estanca y los beneficios marginales se reducen. Para seguir creciendo y converger con las economías avanzadas la innovación es clave. Su ausencia ha provocado que la mayor parte de los países latinoamericanos cayeran en la llamada “trampa de la renta media”. La falta de reformas estructurales les impide completar, en el caso de ser posible, la transición a economías plenamente desarrolladas. Por eso no alcanzan un desarrollo inclusivo (tienen ciclos económicos muy volátiles que no permiten un incremento sostenido de sus niveles de ingreso per cápita), ni presentan mejoras en productividad y competitividad, ni desarrollan la institucionalidad suficiente.
La brecha de productividad en América Latina comienza con unos costes logísticos que se sitúan entre el 16% y el 26% del PIB, mientras que en los países de la OCDE están ente el 8% y el 9%. Para desarrollar los sistemas de transporte, energía y telecomunicaciones la región necesitaría destinar un 5% del PIB durante una década, pero esta sólo suele rondar el 3%. La inversión media en los últimos 30 años ha sido del 2,2% del PIB, según diferentes estudios de CAF y el BID. El desarrollo de las infraestructuras no sólo incluye las redes de comunicación y transportes (puertos, aeropuertos, autovías o ferrocarril), sino también otros sectores como telecomunicaciones, agua y saneamiento. Se trata de sectores clave en las medidas de prevención de pandemias como la actual. Como ejemplo de este déficit en infraestructuras, la CAF cita los 288 millones de personas sin conexión a Internet (muy importante para acceder a la telemedicina o desplegar nuevas formas laborales como el teletrabajo) o los 60 millones sin saneamiento, cuando las medidas higiénicas (agua y jabón) son la mejor herramienta para evitar el contagio.
(3) Un nuevo contrato social
La salida de esta crisis también conlleva la elaboración de un nuevo marco de relación entre gobiernos y ciudadanía. Una vez pasada la pandemia, los presidentes latinoamericanos tienen por delante otros desafíos. A medio plazo, la reconstrucción económico-social tras la recesión y el parón productivo. En paralelo, diseñar un Estado eficaz, unas administraciones públicas eficientes y una matriz productiva diversificada y basada en la innovación. En ese mismo contexto, el gran reto, en este caso político-social, consistirá en elaborar un nuevo contrato social, más urgente aún si cabe, tras las protestas de 2019 y por las consecuencias que sobre las sociedades latinoamericanas va a tener la hecatombe económica en 2020.
Los gobiernos afrontan la asignatura pendiente de encauzar y dar respuesta a las demandas sociales que emergieron en 2019 y se plasmaron en las diferentes y heterogéneas protestas en Venezuela (febrero/abril), Puerto Rico (junio), Ecuador (octubre), Chile (octubre), Colombia (noviembre) y Bolivia (noviembre). Esas demandas siguen existiendo por más que ahora estén en un segundo plano y, probablemente, se vean incrementadas tras la crisis del COVID-19. Los cambios que ha experimentado América Latina desde los años 90 se deben al ascenso de una heterogénea clase media, compuesta por sectores mesocráticos consolidados y otros vulnerables, así como la llegada al mercado laboral de crecientes oleadas de jóvenes más preparados, empoderados por las redes sociales y exigentes, que no encuentran salida a sus demandas. Todo ello obliga a los Estados a elaborar nuevos marcos legales, políticos e institucionales que propicien la cohesión social como vía para fortalecer las instituciones democráticas incrementando el vínculo entre ciudadanía y Estado y dando respuesta a las demandas ciudadanas a fin de evitar la actual pérdida de legitimidad –como demuestra la creciente desafección ciudadana–, que pone en riesgo su continuidad y estabilidad.
El pacto social debe combatir la desigualdad no sólo de ingresos sino de oportunidades y de trato, y garantizar un crecimiento sostenible y sostenido. Se trata de construir Estados transparentes con rendición de cuentas (antídoto frente a la corrupción que erosiona la democracia). Las administraciones eficaces y eficientes son necesarias para poner en marcha políticas públicas que garanticen la seguridad ciudadana y jurídica y la equidad (igualdad de trato y oportunidades y garantía de progreso individual e intergeneracional), que promuevan el bienestar (empleo formal y una mejor calidad en educación, salud y transporte) y la viabilidad del sistema de pensiones, y que mejoren las opciones de las nuevas generaciones que se incorporan al mercado laboral, que buscan empleos que no sean informales.
El nuevo contrato social parte de la necesidad de contar con instituciones eficaces y eficientes, transparentes, no cooptadas por intereses particulares y capaces de dar respuestas adecuadas, mediante políticas públicas eficientes, a las demandas ciudadanas. Las administraciones públicas latinoamericanas están fracasando a la hora de canalizar las demandas ciudadanas. Según el Latinobarómetro de 2018, un 78% reconoce tener poca o ninguna confianza en su gobierno, un 20% más que hace una década. Tampoco la tienen en las elites, en un contexto de crecimiento de un fuerte sentimiento antielitista.
La satisfacción con los servicios públicos, según el Latin American Public Opinion Project, cayó en los últimos 10 años del 57% al 41% y el apoyo a la democracia en la región bajó del 67,6%, en 2004 al 57,7% en 2019. El desafío pasa por construir una administración eficaz y eficiente, lo cual implica no tanto “más Estado” sino “mejor Estado” (burocracias pequeñas y flexibles): administraciones profesionalizadas, ajenas a los intereses partidistas, con las suficientes herramientas financieras (mayor músculo fiscal) y tecnológicas (utilizando innovaciones digitales para mejorar la gestión de la información y racionalizar los procesos administrativos). Esto último conlleva acometer la transformación digital del Estado no sólo para la toma de decisiones sino para preservar la transparencia facilitando un mayor acceso a la información y su uso eficaz para evitar la corrupción y mejorar la gestión. La lucha contra la pandemia está fortaleciendo a los Estados latinoamericanos y es un buen momento, a partir de una carga adicional de legitimidad, para emprender un proceso de reformas que conduzca a Estados mejor estructurados, más eficientes y mucho más preocupados que en el pasado por el interés general y no por intereses sectoriales.
Para conseguir estos objetivos se requieren recursos financieros y humanos. Los países latinoamericanos recaudan poco –la mayoría– y gastan mal, lo que produce administraciones públicas con poco músculo. Además, éstas están lastradas por la falta de confianza entre la ciudadanía y las empresas. América Latina acumula cuatro años sin mejorar en el estudio de Transparencia Internacional sobre corrupción y sólo tres países –Uruguay, Chile y Costa Rica– están sobre la media mundial. Finalmente, se trata de promover un servicio público técnicamente competente y fiscalmente sostenible que logre resultados que respondan a las necesidades ciudadanas.
El nuevo contrato debe cimentar la relación entre ese Estado más eficaz y eficiente y la ciudadanía para garantizar, sostener y profundizar la gobernabilidad democrática. Debe tener un marcado acento social, desprendido de cualquier sesgo proelitista, que atienda y dé respuesta a las demandas en torno a una educación de excelencia, un sistema de salud de calidad y universal y unas pensiones dignas. Los sectores sociales emergentes aspiran a obtener y preservar la mejora social tanto a escala personal como intergeneracional. Esta última pasa por un sistema educativo que otorgue a las nuevas generaciones las herramientas formativas necesarias para insertarse en el mercado laboral y responder a las exigencias de la revolución tecnológica.
En este aspecto los Estados latinoamericanos, si bien han conseguido erradicar el analfabetismo, no han logrado financiar una política educativa que promueva la excelencia ni se adapte a las nuevas demandas. El problema no es tanto de cantidad del gasto (salvo para para Haití, Guatemala y Perú, los que menos invierten en educación) sino de calidad: la porción más importante va a las universidades, no a las escuelas primarias y secundarias y mucho menos a la preescolar. Otra parte se pierde en plazas fantasma de profesores, contratos inflados, beneficios sindicales y otras formas de corrupción. Además, los métodos de enseñanza se encuentran desactualizados, al margen de la revolución tecnológica, lo que redunda en una baja motivación de los estudiantes.
Otra asignatura pendiente es la de propiciar una adecuada formación laboral, que responda a las demandas de las nuevas generaciones, con empleos formales y de calidad. La informalidad laboral condena a los jóvenes a trabajos precarios y deja a una parte considerable de la población fuera de un sistema de pensiones, para el que no ha cotizado. La OIT calcula que cerca de 10 millones de jóvenes (uno de cada cinco) no consiguen incorporarse a un mercado laboral que no cuenta con una red de protección para los trabajadores en casos de crisis como la actual y que no fomenta la estabilidad a largo plazo.
El nuevo contrato social debe garantizar pensiones dignas, de alcance universal y fiscalmente sostenibles. En muchas de las protestas y movilizaciones que sacudieron la región está presente el temor por las pensiones futuras y presentes, que no garantizan la calidad de vida. El problema puede agravarse al perder América Latina el bono demográfico que le favorecía, ya que el envejecimiento poblacional se acelerará en las próximas décadas. Para 2050, la población mayor de 65 años se triplicará, lo que hará más difícil y costoso satisfacer la creciente demanda de servicios públicos como salud y jubilación.
Conclusiones
La pandemia del COVID-19 tiene todos los componentes para transformarse en América Latina en una crisis de fin de época. No sólo por la fuerte recesión que desencadenará –de menor duración pero mucho más profunda que la de 2009– sino también porque pondrá en evidencia las elevadas y generalizadas limitaciones e insuficiencias que caracterizan a los Estados, a las administraciones, a la matriz productiva y al entramado social a la hora de dar una respuesta eficaz y de proteger a sus sociedades frente a crisis recurrentes o sucesos catastróficos imprevistos.
Una vez superada la pandemia llegará la hora de pensar, diseñar e impulsar la agenda futura. Ese proyecto comprende tres grandes áreas que van desde lo político-institucional (diseño de Estados eficaces y eficientes) a lo económico (impulso de una nueva matriz de desarrollo sostenible, inclusiva e integral basada en la innovación y en la productividad), enmarcado todo ello dentro de un nuevo contrato social para reforzar las democracias y garantizar el bienestar de la ciudadanía (mejor acceso y mejores servicios públicos en sanidad, educación y otros aspectos).
Es necesario un rediseño político-institucional que genere amplios consensos políticos para garantizar la continuidad de los cambios y transformaciones que se ejecuten. El objetivo de las reformas estructurales será convertir en más productivas y competitivas a las economías regionales, cambiando la matriz productiva para hacerla más diversificada, vinculada a las cadenas globales de valor, con una decidida apuesta por introducir valor añadido e innovación a las exportaciones y con un Estado más eficaz y eficiente cuyas políticas públicas estén centradas en apoyar la inversión en capital humano y físico.
Más allá del tópico (“las crisis como oportunidad”), lo cierto es que si de la depresión de los años 30 emergió una América Latina que apostó por la industrialización –y también por el autoritarismo político– y los 80 engendraron una región más democrática, más abierta al comercio y más sana macroeconómicamente, de la actual recesión (que cierra un período de largo estancamiento) puede salir una América Latina fuertemente vinculada al gran reto de futuro que supone la cuarta revolución industrial-digital.
 
Fotografía: Tom Fahy.  Vitral en la estación de metro La Paz en Caracas, Venezuela (1995). 
Fuente:

sábado, 6 de enero de 2018

PREGUNTAN LOS CIUDADANOS Y PUEBLOS SOMETIDOS

EL NACIONAL, Caracas, 03 de enero de 2018
¿Es obligación de las Fuerzas Armadas restituir la democracia?
Carlos Sánchez Berzaín
El año 2017 no deja duda que existen dictaduras en Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia. Son regímenes de facto que se sostienen en el poder mediante el uso de la fuerza, la represión violenta y judicializada, con “leyes infames” que han suplantado el Estado de Derecho. Las oposiciones son inviables e inexistentes porque están exiliadas, presas, extorsionadas, penetradas y manipuladas sin opción alguna de acceder al poder mediante elecciones y no hay libertad de prensa. La resistencia y la protesta civil son brutalmente reprimidas. En estas condiciones: ¿es obligación de las Fuerzas Armadas restituir la democracia?

Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia son regímenes en los que se violan los derechos humanos con “leyes infames” que establecen la retroactividad de la ley, que penalizan el ejercicio de las profesiones libres, que son el mecanismo para imponer el miedo en el pueblo, con perseguidos, cientos de presos políticos y miles de exiliados políticos. Ha desaparecido el Estado de Derecho por la institucionalización de facto de la permanencia indefinida en el gobierno y el control de todos los poderes del Estado. Las elecciones han sido reducidas a un ritual de fraude controlado por el régimen, ha desaparecido el voto universal y secreto como expresión de la soberanía popular.

La dictadura en Cuba se esfuerza por presentarse bajo el ridículo sofisma de “democracia de partido único”. En Venezuela, Nicaragua y Bolivia existe nominalmente oposición por conveniencia del régimen, pero se trata de una oposición amenazada, penetrada, manipulada o simulada que no tiene opción alguna de llegar al poder por medio de elecciones y la dictadura usa para darse la denominación de democracia, cuando todos los elementos esenciales de esta han desaparecido.

Las características de estas dictaduras del socialismo del siglo XXI o castrochavismo son ineficiencia, corrupción, participación en el narcotráfico, declarado antiimperialismo con el que justifican sus vínculos y alianzas con el terrorismo, control de Estado como grupos de “delincuencia organizada” y su necesidad de permanecer indefinidamente en el poder para tener impunidad.

Sus crímenes abarcan desde masacres y asesinatos a opositores y ciudadanos; manipulación judicial con pruebas fraguadas y falsas acusaciones; falsificación de normas jurídicas y suplantación constitucional; negociados en el Estado y empresas; entreguismo y traición a la patria; narcotráfico con producción de droga en la zona cocalera controlada por Evo Morales en Bolivia y las FARC en Colombia, justificados ante las Naciones Unidas como acción antiimperialista; falsificación de datos económicos que deberían dar fe pública; sometimiento de sus pueblos a condiciones de hambre y miseria; expansión de la criminalidad, con encubrimiento o participación; crímenes de lesa humanidad; delitos de abusos sexuales, trata de personas, esclavismo y más.

En este escenario, Cuba ha atacado o permitido el ataque en su territorio a diplomáticos extranjeros; existen cuatro “informes Almagro” sobre Venezuela que detallan el ejercicio dictatorial de Nicolás Maduro; los jueces infames de Evo Morales han reconocido como derecho humano del dictador reelegirse indefinidamente; los Ortega han eliminado a la oposición y controlan el poder a perpetuidad. En Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia no se investiga la corrupción de Odebrecht y otras empresas brasileñas que a partir del modelo del Foro de Sao Paulo con Lula-Rousseff expandieron el soborno en la región; todos estos países acercan relaciones con regímenes islámicos, buscan alianzas con otras dictaduras y defienden a Corea del Norte.

Los pueblos de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia han caído en “estado de indefensión”. Las Fuerzas Armadas que deberían ser “fuerzas armadas de la nación” o sea del pueblo sujetas a la Constitución, están convertidas en las “fuerzas armadas del régimen”, es decir, en el sostén armado de las dictaduras por el entreguismo y corrupción de sus mandos. Tienen en funcionamiento la Escuela Militar Antiimperialista del Alba en Santa Cruz (Bolivia) y han cambiado todos los planes de estudio de los colegios e institutos militares para reemplazar la doctrina militar nacional por la doctrina política del régimen. El objetivo es que las Fuerzas Armadas de Venezuela, Nicaragua y Bolivia sean en el plazo mas corto posible como las de Cuba, simplemente grupos armados del régimen.

En democracia la subordinación y lealtad de las Fuerzas Armadas se debe a la Constitución, pero si el gobierno suplanta la Constitución y oprime al pueblo, la subordinación y lealtad de las Fuerzas Armadas no pueden permanecer obsecuentes con el régimen. ¿Cuál es el papel que corresponde a las Fuerzas Armadas en situaciones como las de hoy Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia? ¿Es obligación de las Fuerzas Armadas defender al pueblo –del que forman parte– o a la dictadura? ¿Tienen las Fuerzas Armadas la obligación de restituir la democracia?

Estas son preguntas de los ciudadanos y los pueblos sometidos de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia. Es un tema social, político, académico e internacional sobre el que es necesario discutir sin complejos que den ventaja a los dictadores. No se trata de alentar golpes de Estado, se trata de anular los golpes que los dictadores ya han perpetrado. No se trata de establecer gobiernos militares, se trata de restaurar gobiernos civiles con democracia, Estado de Derecho y alternancia en el poder. No se trata de violar los derechos humanos, se trata de poner fin a las violaciones que a diario cometen los dictadores y de reponer los derechos y garantías fundamentales de pueblos oprimidos por la fuerza.

Fuente:

domingo, 28 de mayo de 2017

MODELO PARA ARMAR

Visión, 18/05/1981, vol. 56, nr. 10.
(La archivación del material, confundió la numeración. De modo que el vistazo es todo un modelo para armar).

domingo, 5 de marzo de 2017

DE LA PUREZA NATAL

EL PAÍS, Madrid, 23 de febrero de 2017
 TRIBUNA
El relato narcisista
José Álvarez Junco

¿Quién me iba a decir a mí que acabaría por conocer Vietnam? ¿Qué vendría de visita turística y estaría en buenos hoteles internacionales, todo en inglés, incluso con pinitos de español, rodeado de gente amable, que busca su propina con atenciones y sonrisas? Vietnam era, para los contestatarios de los años sesenta y setenta, el pueblo austero, heroico, de gente diminuta pero fibrosa, el David matagigantes, el verdugo del imperialismo yanqui, la prueba viviente de la vulnerabilidad del “sistema”. Los jóvenes izquierdistas del mundo entero pronunciábamos la palabra “Vietnam” con unción sacra, como nuestros mayores habían pronunciado, 30 años antes, la palabra “España”.

Pero hoy todo se ha disuelto en ese gran cuento de hadas de la memoria histórica nacional. En el vocabulario de nuestro guía no figuran términos como colonialismo, imperialismo, lucha de clases o proletariado internacional. Sólo sabe que el heroico pueblo vietnamita, a base de valor, ingenio y tenacidad, derrotó al mayor ejército del mundo. Lo mismo que nos recitaban a nosotros en relación con el pueblo español y el ejército napoleónico. Así, como héroe patrio, veo momificado a Ho Chi Minh, a quien rinden honores soldados tan impasibles como él, mientras otros vigilantes llaman la atención a turistas irrespetuosos que llevan, por ejemplo, las manos en los bolsillos.

Curiosamente, esta aureola heroica —y de eso me entero ahora— sirve a los vietnamitas para ser una potencia regional y hacer marcar el paso a sus vecinos. Y entre estos últimos, naturalmente, su imagen no es tan buena. Los vietnamitas son quienes mandan en Camboya, nos explica el guía camboyano, que no puede verlos ni en pintura. Hay que escuchar con atención a los guías, porque son adictos al opio nacional y renuncian a toda originalidad o profundidad para atenerse a los tópicos más aceptados. Quienes dirigieron las masacres de Pol Pot, sigue diciéndonos (y se refiere a las mayores atrocidades del siglo XX, tras las de Hitler y Stalin, sin alterar su seductora sonrisa), no fueron camboyanos, sino vietnamitas, con el propósito de anular la identidad del país y apoderarse de él. Me viene a la cabeza otra visita a Corea del Sur, donde no dejaron de martillearme con las atrocidades de los japoneses; los coreanos sólo habían sido víctimas. No digamos en Polonia o Hungría, donde los autóctonos se creen puro objeto de abusos y masacres, sin culpa alguna por su parte, a manos de alemanes primero y rusos, después. O el Museo de Historia de Cataluña, donde ya se sabe de dónde proceden todas las maldades y quién es mero sujeto sufriente, cuya única culpa es aferrarse a su identidad milenaria. No hablemos de las versiones unilaterales del complejo conflicto palestino que uno escucha en una visita a Israel. Y mi recorrido mental conduce inevitablemente a Donald Trump, que gana elecciones a base de confirmarle al americano rural lo que este ya sospechaba: que los mexicanos les roban el trabajo, como los chinos saquean sus ideas industriales o los europeos se aprovechan de ellos para que les salga gratis su defensa.

El nacionalismo, en fin, absorbe y borra cualquier otro relato épico, que siempre suscitará mayores discrepancias que el suyo. La revolución rusa de 1917, en cuyo centenario estamos, empezó por ser narrada como una gesta proletaria y una dictadura de clase, pero acabó reorientada por Stalin y fagocitada por la épica nacional, en la que el episodio central es la Gran Guerra Patria, cuando Rusia derrotó, a costa de millones de vidas, al ogro nazi. Y hoy Putin puede integrar en un relato unitario las glorias de los zares con la hazaña estalinista y sus propias ambiciones como gran potencia. También De Gaulle se las arregló, en Francia, para distorsionar el recuerdo de un periodo humillante y conflictivo, durante el cual el país había sido derrotado fulgurantemente por su rival secular y a continuación se había dividido y un sector había colaborado con los invasores; en vez de eso, explicó que los traidores habían sido la excepción mientras la práctica totalidad del país mantenía tenazmente la resistencia; versión que cerraba las heridas, satisfacía a todos y dejaba intacto el honor nacional, por lo que se impuso de manera inmediata; Francia pasó a ser una de las cinco potencias triunfadoras y entró en el Consejo de Seguridad con derecho a veto. Malabarismos parecidos hizo Italia, tras las dos guerras mundiales, para conseguir consagrar una historia que les colocaba, sin claroscuros, entre los vencedores.

En la revolución antiabsolutista inglesa en el siglo XVII el programa parlamentario triunfó gracias a su fusión con la tradición y la identidad inglesas. Lo que en realidad ocurrió fue una guerra civil, porque en la isla había muchos católicos y muchos monárquicos absolutistas, pero los revolucionarios se las arreglaron para presentarlo como un enfrentamiento entre los verdaderos ingleses y los renegados papistas y proespañoles; en cuanto se impuso esa versión, tuvieron la batalla ganada. La propia Francia también convirtió su gran revolución de 1789, iniciada con algo tan universal como una declaración de los derechos “del hombre y del ciudadano”, en una hazaña del pueblo francés, único capaz de liberarse de despotismos; lo cual les llevó a proclamarse superiores y a arrogarse el derecho a enseñar a los demás el camino de la libertad; y por tanto a integrarles, quisieran o no, en su imperio. Incluso Fidel Castro evolucionó en la justificación de su régimen desde el socialismo hasta el “¡Patria o muerte!”, el orgullo de ser los únicos capaces de oponerse al arrogante yanqui.

En las escuelas de los países latinoamericanos todavía se enseñan las guerras de la independencia como gestas populares, unánimes, inspiradas por ideales de liberación y progreso, contra la arcaica y tiránica España; lo cual oculta los aspectos de división interna, colaboración de buena parte de las élites criollas con la metrópolis o pasividad de la población indígena, que sin embargo cualquier historiador solvente reconoce hoy. Claro que la propia España rehízo igualmente su historia del conflicto napoleónico prescindiendo de sus aspectos guerracivilistas, los amplios apoyos que José Bonaparte halló entre las élites, su triunfal viaje por Andalucía en 1810 o el protagonismo de las tropas de Wellington en todas las batallas decisivas. De eso no se habla. Fue el heroico pueblo español, solo y desnudo, pero henchido de ardor patrio, el que hizo morder el polvo al mayor general de la historia.

El nacionalismo, en suma, explica pasado y presente en términos reconfortantes, tranquiliza y consuela a quienes se alimentan con él. Expresa el egoísmo y el narcisismo colectivos. Su triunfo es, por eso, inevitable. Entre los necesitados de simplezas, habría que añadir. Pero los necesitados de simplezas, ay, son mayoría, y la mayoría decide las elecciones. Del emparejamiento entre nacionalismo y democracia espero lo peor. Veremos muchos Trump y muchos Le Pen.
(*) José Álvarez Junco es historiador.

Fuente:
http://elpais.com/elpais/2017/02/21/opinion/1487673120_294458.html
Ilustraciones:
http://geschichtsfreak.blogspot.com/2011/06/elementos-tipicos-y-basicos-del.html
http://lasuertesonriealosaudaces.blogspot.es/tags/nacionalismo/

jueves, 1 de diciembre de 2016

MITO

EL PAÍS, Madrid, 27 de noviembre de 2016
 MUERE FIDEL CASTRO
Fidel Castro en perspectiva latinoamericana
Castro tuvo la desgracia de contemplar que Cuba se estaba convirtiendo en algo muy distinto a lo que él había soñado y por lo que había luchado y matado
Carlos Malamud

El mito de Fidel Castro, especialmente en América Latina, había precedido a su muerte. Su indudable impacto regional se hizo notar incluso antes de la Revolución Cubana, pero fue su triunfal entrada en La Habana comandando las fuerzas guerrilleras lo que atrajo la atención del continente y del resto del mundo. Los muchachos, con sus uniformes verde olivo, se transformaron en el símbolo del cambio anhelado por toda la región.
Inicialmente la Revolución fue un conglomerado heterogéneo de fuerzas y movimientos políticos, unificados por un fuerte nacionalismo y una alta dosis de antiimperialismo. No en vano Cuba tenía entonces estrechos vínculos políticos y económicos con Estados Unidos. Tras la victoria y una vez consolidado en el poder, Fidel Castro impuso un importante giro marxista leninista que lo aproximó a la Unión Soviética y a la China de Mao. Finalmente, se decantó por la primera, aunque el comunismo cubano nunca llegó a los niveles del burocratismo soviético.
Con la ayuda de la URSS la Cuba castrista se distanció de Estados Unidos. Para preservar el legado revolucionario y sus reformas sociales intentó exportar su modelo foquista al resto de América Latina. De este modo, Castro comenzó a apoyar a casi todos los movimientos guerrilleros que comenzaban a actuar en la región. Si bien no cuajó su proyecto de crear “dos, tres o muchos Vietnam” y Ernesto Che Guevara murió en la selva boliviana cuando intentaba trasplantar el experimento cubano más allá de sus fronteras, Fidel Castro y su Revolución impactaron de lleno en el imaginario colectivo latinoamericano.
Fue tal su influencia que para frenar su contagio Estados Unidos debió inventar la Alianza para el Progreso. La muerte de John Kennedy acabó con la vía reformista y Washington terminó respaldando a los militares golpistas impulsores de la Doctrina de la Seguridad Nacional. Las Fuerzas Armadas latinoamericanas asumieron que eran el último dique de sus sociedades occidentales y cristianas frente al comunismo internacional. Las sangrientas dictaduras militares de las décadas de 1960 y 1970 sirvieron para legitimar aún más a la Revolución Cubana a los ojos de unas sociedades ávidas de crecimiento económico y libertades políticas. El influjo de Castro y los suyos se mantuvo a través del tiempo, pese a los errores, fracasos y cambios de rumbo de la Revolución. Sin su bendición, por ejemplo, Hugo Chávez seguiría siendo un militar golpista y no se hubiera convertido en el líder de una parte importante de la izquierda continental.
Castro tuvo la dicha y la desgracia de vivir 90 años. Así pudo mantener su influencia durante décadas. Pero tuvo la desgracia de contemplar, con profunda resignación, que Cuba se estaba convirtiendo en algo muy distinto a lo que él había soñado y por lo que había luchado y matado. El concierto de los Rolling Stones y el desfile de Chanel marcan el inicio de la desaparición de la Patria socialista, aunque todavía le queda bastante recorrido. Todavía entonces Fidel Castro podía contarlo, al igual que hizo con el acercamiento a Estados Unidos impulsado por su hermano. Hoy las cosas han cambiado.

Fuente:http://elpais.com/elpais/2016/11/26/opinion/1480160158_424215.html

sábado, 19 de noviembre de 2016

HEBRAS DE LUZ

EL NACIONAL, Caracas, 1° de octubre de 2016
El arte latinoamericano: entre el dogma ideológico y la ficción del mercado
Edgar Cherubini

En exposiciones, subastas y ferias de arte, es usual encontrar la denominación “Arte Latinoamericano”, empleada para incluir diferentes artistas, tendencias y obras. Sin embargo, en esta clasificación, algunos críticos de arte han comenzado a preguntarse por qué algunos artistas son etiquetados en esta categoría, dado que sus discursos y obras no tienen mucho que ver con Latinoamérica, salvo que nacieron en algún país del continente. No están planteando que sea negativo que se identifique a los artistas por sus nacionalidades originarias, lo que está en el tapete es el encasillamiento de sus discursos que no tienen nada que ver con las culturas locales.
Con su acostumbrada lucidez, Luis Pérez Oramas, curador de arte latinoamericano del MoMA de Nueva York, ha venido sosteniendo la idea de que “el arte latinoamericano es una ficción del mercado” y “pide mantenernos críticamente alertas ante la implícita afirmación latente de que existe una homogeneidad latinoamericana en el arte, sea moderno o contemporáneo” (El cultural, España, 09/07/2010).
Pérez Oramas plantea que es más acertado analizar el discurso y no el origen del artista: “Si las prácticas del arte contemporáneo son cada vez más de orden discursivo, un despliegue de tesis, ¿por qué no se está planteando la pregunta sobre la discursividad en sí misma? Por otra parte, es interesante observar cómo algunos artistas negocian su pertenencia o su reivindicación de lo absolutamente local en una economía simbólica cada vez más global”.
En un debate sobre la identidad del arte latinoamericano promovido por esta revista española, fueron entrevistados algunos artistas emergentes, tal es la opinión del peruano Fernando Bryce: “El arte en Latinoamérica se caracteriza por el hecho de estar plenamente presente en el mundo del arte actual sin, necesariamente, tener que definirse como latinoamericano. Hoy es casi más una categoría geopolítica, que una identidad cultural. Su identidad no es real si se piensa en términos de estilo, y es que hubo una época en que casi se podía afirmar que esta identidad sí existía, al menos en las tradiciones pictóricas. En las prácticas artísticas contemporáneas ya no hay denominación de origen”.
Sobre la idea de identidad latinoamericana en el arte, el crítico y curador Gerardo Mosquera expresa sin rodeos: “El arte latinoamericano vive hoy uno de sus mejores momentos, sobre todo porque está dejando de ser arte latinoamericano”.
Para este crítico cubano, “los contextos mismos han devenido globales a través de su interconexión con el mundo. Y citando a Manray Hsu, dice: “Todos somos hoy cosmopolitas porque ya no hay más ‘un mundo allá fuera’: el ser- en-el-mundo ha devenido un ser-en-el-planeta”. Sus planteamientos le han costado una condena al ostracismo en su Cuba natal, donde se ha prohibido la publicación de sus ideas. La reacción radical del régimen cubano, que considera anatemas las ideas de Mosquera, ilustra el sesgo ideológico con el que la izquierda continental ha proclamado y promovido por décadas al arte latinoamericano, como un arte ideológicamente comprometido.
Lo que críticos, curadores y especialistas perciben es una ambivalencia, una tensión (¿ideológica?, ¿tiers-mondisme?) entre lo local y lo global, que los lleva siempre a catalogar a algunos artistas dentro de una identidad local o regional, muchas veces sin tomar en cuenta la universalidad de sus discursos.
Artistas como Soto, Cruz-Diez, Le Parc, por solo mencionar algunos de los que se radicaron en París en las décadas de 1950 y 1960, sumándose a tendencias refractarias a la academia, que en Europa influenciaron al arte contemporáneo, no tenían relación alguna con lo que en esos momentos se exhibía en Buenos Aires o Caracas. Todo lo contrario, algunos de esos artistas se encontraban abrumados por el entorno político, social y cultural en sus respectivos países. En su libro Vivir en Arte (2014), Cruz-Diez relata la asfixia que en la década de 1950 le provocaba la dictadura militar de Pérez Jiménez.
Sus investigaciones sobre el fenómeno cromático tenían más relación con la dinámica del arte parisino de Le mouvement y el Manifiesto Amarillo promovido por Victor Vasarely, que lo que entonces acontecía en Caracas, donde sobrellevaba la incomprensión de sus propuestas. El artista se instala en París en 1960, al encontrar un terreno fértil e interlocutores nutritivos que lo motivan a continuar desarrollando sus ideas, de allí su aporte al movimiento cinético con su discurso sobre el color que emerge del plano, el color como un acontecimiento en el tiempo y el espacio.
El discurso y la creación estética de Cruz-Diez o el de Soto no están orientados a comunicar su identidad con las raíces castizas, negras e indígenas en Venezuela.
En relación con los artistas latinoamericanos, Mosquera piensa que hoy se están produciendo reajustes en las ecuaciones entre arte, cultura e internacionalización: “En general, la obra de muchos artistas de hoy, más que nombrar, describir, analizar, expresar o construir contextos (locales), es hecha desde sus contextos en términos internacionales. El contexto deja así de ser un locus “cerrado”, relacionado con un concepto reductor de lo local, para proyectarse como un espacio desde donde se construye naturalmente la cultura internacional. Los artistas están cada vez menos interesados en mostrar sus pasaportes. Y si lo estuviesen, sus galeristas probablemente los conminarían a no declarar referencias locales que podrían afectar sus potencialidades a escala global”.
En la pasada subasta de Arte Latinoamericano en Sotheby’s, las ventas alcanzaron un total de 16.266.875 dólares. Entre los artistas que fueron cotizados en las distintas pujas se encontraban: Joaquín Torres-García, 
La famosa casa de subastas clasifica en dos períodos el arte latinoamericano, el Moderno, que incluye obras paisajístas, retratos, muralismo mexicano, realismo social, surrealismo, hiperrealismo, entre otras tendencias ubicadas en los siglos XIX y XX. El otro período tiene que ver con el arte Contemporáneo y está dedicado a los movimientos de vanguardia y tendencias como el constructivismo, abstracción geométrica, arte cinético, arte conceptual, neoconcretos y otras corrientes donde concurren artistas latinoamericanos. Los artistas latinoamericanos continúan despertando el interés de coleccionistas en el mercado mundial del arte.
Si el lenguaje del arte es universal, independientemente del origen del artista, sería oportuno que críticos y especialistas en la materia, se plantearan clasificar a los artistas por su discurso en las corrientes a las que aportan sus ideas y sus propuestas, eso ampliaría su presencia en el escenario global del mercado del arte.
Para cerrar por hoy estos pensamientos en voz alta, resulta interesante analizar el planteamiento de David Christian (We Need A Modern Origin Story: A Big History, 2016) sobre la posibilidad de que, sin darnos cuenta, estemos escribiendo en este momento una historia global: “Podemos estar viviendo en una obra de edificación intelectual, donde se está construyendo una nueva historia. Una nueva historia que no está anclada en una cultura o sociedad en particular. Es una historia que funciona para cualquier individuo, no importa dónde se encuentre porque posee las herramientas para desentrañarla ya que puede acceder a mucha más información que las anteriores. Es mucho más poderosa porque es global”.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/opinion/latinoamericano-dogma-ideologico-ficcion-mercado_0_931106976.html

PANTANO DE DIFICULTADES

Donald Trump y la crisis venezolana: ¿qué debemos esperar? 
María Corina Machado

Quisiera de entrada aclarar lo siguiente: los venezolanos somos los principales responsables de la situación que enfrentamos, y seremos también los principales responsables de su superación. Los factores externos son importantes y es obvio que actuamos dentro de un marco geopolítico que impone límites y presenta oportunidades. Ahora bien, insisto, los venezolanos no podemos ni debemos esperar que ese marco produzca por sí solo la salida a nuestra crisis política y socioeconómica. El factor decisivo somos nosotros mismos y lo que estemos dispuestos a hacer para recobrar nuestra independencia y libertad.
Habiendo dicho esto, cabe, no obstante, enfatizar el importante papel de Estados Unidos en el contexto latinoamericano y caribeño, y la influencia de Washington sobre lo que ocurre en la región. En tal sentido, el presidente electo, Donald Trump, ha reiterado que el principio que guiará su política exterior será ‘Los Estados Unidos primero’. Esto me parece inobjetable en sí mismo, pues el interés nacional debe servir de brújula para orientarse en el tumultuoso panorama internacional. Pero dicho interés no tiene una definición automática y, en el caso de la crisis venezolana, considero que la actuación del Gobierno del presidente Obama con relación a Venezuela no ha sido atinada y ha dejado mucho que desear. Su definición de interés nacional en Cuba y Venezuela ha sido defectuosa no exactamente porque es débil, sino porque evade la realidad.
El problema presenta dos aspectos: uno es conceptual y el otro estratégico. Con respecto a lo primero, la Administración Obama ha enfocado el tema venezolano a través del prisma de Cuba y del presunto legado de reconciliación que el propio presidente Obama desea construir, según lo ha dicho en numerosas ocasiones. Con relación a lo segundo, Washington ha pretendido estos años apaciguar al régimen venezolano, minimizando el peso de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y pretendiendo más bien hallar una solución interna a través de una diplomacia de persuasión, confiando en los buenos oficios de otros actores que tampoco acaban de entender la naturaleza del régimen chavista. Este esfuerzo de persuasión, como sugiere la evidencia que se acumula, no lleva a parte alguna, pues el régimen chavista aspira a perpetuarse en el poder “por las buenas o por las malas”. Esto último es más que una decisión estratégica del régimen; es la decisión de quienes están presos de una ideología totalitaria y son conscientes de los crímenes que han cometido.
No es mi propósito cuestionar las supuestas buenas intenciones del presidente Obama. Sin embargo, debo indicar mi inconformidad con su política hacia Cuba y Venezuela. La apertura hacia La Habana ha avanzado a elevados costos políticosque no han hallado respuesta equivalente del lado del régimen de los hermanos Castro. El temor de Washington ante la perspectiva de una desestabilización violenta y repentina en Cuba, y el chantaje de que ello suscite una nueva crisis migratoria masiva hacia Florida, han funcionado como mecanismos intimidatoriosque favorecen la complacencia y limitan la acción. Como consecuencia de la fijación con respecto a Cuba, y de la tendencia a esperar que Venezuela contribuya a cimentar el legado de Obama en la isla caribeña, Washington ha subestimado el inmenso foco infeccioso que se ha ido creando en mi país, que a lo largo de estos años se ha convertido en un Estado fallido y forajido, cuyo colapso amenaza con generar serias repercusiones regionales.
Lo que la complacencia y la miopía han creado es una palpable pérdida del sentido de urgencia a nivel regional, en lo que tiene que ver con la aceleración de la crisis venezolana. En lugar de alentar el rumbo perfilado por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, dirigido a aumentar la presión sobre Nicolás Maduro y su régimen, Washington ha escogido fomentar un diálogo apaciguador entre el Gobierno y la oposición democrática, estimulado también por El Vaticano y varios mediadores ad hoc. Este diálogo estéril y sin rumbo otorga al Gobierno venezolano lo que más necesita: ganar tiempo y en el camino debilitar la capacidad de protesta de la oposición, sacarla de las calles, sembrar divisiones entre la dirigencia democrática y desmoralizar aún más a un pueblo que ha luchado duro, a un costo inmenso y que, aun así, no se rinde.
El presidente electo Donald Trump ha enfatizado su propósito de hacer del interés nacional de su país, ‘Los Estados Unidos primero’, el principio medular de su política exterior y de seguridad. Lo que ocurre, como dije antes, es que la definición del interés nacional no surge por sí sola; obedece a la concepción que se tiene de la realidad, de los recursos disponibles, de las relaciones geopolíticas y de los objetivos que se plantean, a partir de ello, para la nación. Lo que esperamos del nuevo ocupante de la Casa Blanca, desde la perspectiva de la libertad y de la democracia en Venezuela, es que se reconsidere el interés nacional de los Estados Unidos en lo que respecta a nuestra crisis y a la región como un todo. El momento es propicio, pues América Latina ya empieza a cambiar en una dirección positiva, distanciándose del autoritarismo y la corrupción de los regímenes populistas que hasta hace poco dominaban en diversos países.
Venezuela, en cambio, sigue sumida en un pantano de dificultades que representan ineludibles problemas para Washington. Hablo de problemas vinculados directamente a lo que el presidente electo ha expuesto como algunas de sus inquietudes fundamentales: Venezuela se ha convertido en un centro primario de distribución de drogas, parte de las cuales terminan en las ciudades norteamericanas causando estragos en la población. Venezuela es un aliviadero material y político para lo que resta de la izquierda extremista y violenta de Colombia y, en general, de toda América Latina, con el potencial de encender nuevos frentes para la actuación de la narcoguerrilla. Venezuela es una fuente de apoyo y protección, diplomática y, tal vez más allá, de algunos de los más enconados adversarios de Washington en el plano internacional. Centenares de miles de venezolanos se ven forzados a abandonar su país y buscar otros horizontes, aumentando en medida no despreciable la presión migratoria sobre Estados Unidos.
Por encima de todo, Venezuela está siendo destruida por un régimen oprobioso aliado a la dictadura castrista, la cual se siente segura con el apoyo económico de Maduro y con la postura reciente de Washington. No me parece que una definición legítima del interés nacional de los Estados Unidos en América Latina, por estrecha y realista que sea, deba incluir el sostenimiento indirecto de un indignante despotismo tropical como el de los hermanos Castro, ni mucho menos la estabilización de un régimen como el de Nicolás Maduro, apaciguando a la población. El cambio en la situación regional, la postura valiente de Luis Almagro, y la voluntad de lucha democrática de los venezolanos deberían encontrar una respuesta más inteligente y eficaz de parte de Washington. Donald Trump ha emitido señales que sugieren su insatisfacción con la línea estratégica de Obama en el Caribe y Venezuela.
Contamos con que ello se traduzca en inequívocas posiciones en defensa de los derechos humanos, la solución a la urgente crisis humanitaria, el respeto a la Constitución y el restablecimiento de la democracia; valores que, para los venezolanos, son innegociables.

Fuente:
http://www.lapatilla.com/site/2016/11/14/donald-trump-y-la-crisis-venezolana-que-debemos-esperar-por-maria-corina-machado

jueves, 18 de agosto de 2016

UN SALTO FUERA DEL RADAR

EL UNIVERSAL, Caracas, Caracas, 17 de agosto de 2016
América Latina frente a la revolución tecnológica
Alfredo Toro Hardy

En las últimas décadas el mundo ha confrontado un salto tecnológico de gigantescas proporciones. El mismo sigue su marcha en progresión geométrica, amenazando con desactivar la capacidad de reacomodo que desde el siglo XVIII viene evidenciando la economía cada vez que se ve confrontada al reto tecnológico. Como bien señalan Erik Brynnjolfsson y Andrew McAffe de MIT, cuando el cambio tecnológico se produce con mayor rapidez que la capacidad de ajuste al mismo se puede llegar a un cataclismo social, sobre todo si como ha ocurrido en la última década el cambio no afecta a un solo sector productivo sino a todos al mismo tiempo.
Desde luego, no estamos en presencia de un proceso lineal de rasgos enteramente negativos. Por el contrario, la humanidad derivará de él inmensos beneficios en campos tan diversos como la medicina o la energía limpia, por sólo citar dos. No obstante, el salto tecnológico traerá consigo costos devastadores en términos de supresión de empleo y de desajustes económicos y sociales.
¿Cómo puede verse afectada América Latina por esta realidad emergente? Según señalaba el BID en un importante informe de 2011, las economías de la región se dividen en dos categorías: las tipo México y las tipo Brasil. En el primer grupo se encuentra no sólo el país que le da el nombre al mismo sino también América Central y República Dominicana, siendo lo característico de éste su dependencia frente a las industrias de ensamblaje. Dentro de las tipo Brasil cae toda América del Sur, caracterizándose por su dependencia fundamental frente a los recursos naturales. De más está agregar que en ambos grupos el sector de los servicios juega un papel de inmensa relevancia.
La particularidad del huracán tecnológico que se avizora es que afectará por igual a las líneas de ensamblaje de mano de obra intensiva, a los productores de recursos naturales y a los prestadores de servicios. Ningún país de América Latina resultará inmune a su impacto. Obviamente algunos sectores confrontarán la fuerza disruptiva del cambio tecnológico antes que otros, de la misma manera en que la distribución de los costos no será la misma para todos.
Sin embargo, la convergencia en el tiempo de la tecnología digital y robótica, de la nanotecnología, de la biotecnología y de las nuevas tecnologías de la energía, anuncia una concatenación de fuerzas de gigantesco efecto desestabilizador. Los robots industriales que ya se están convirtiendo en una poderosa alternativa económica en la propia tierra de la mano de obra intensiva, China, desbaratarán a las líneas de ensamblaje de mano de obra de bajo costo.
La minería, la siderúrgica, la metalúrgica y la metalmecánica perderán terreno y se verán crecientemente acorraladas ante la aparición de los nuevos metales, mucho más resistentes y ligeros, que la nanotecnología traerá consigo. La tecnología del genoma brindará la capacidad de producir “in vitro”, y de reproducir con eficiencia industrial, frutas y vegetales. Otro tanto ocurrirá con la carne animal, a partir de la tecnología de las células madres.
El petróleo se verá sacudido desde todos los frentes. La tecnología del esquisto generando sobreproducción y caída de precios. Las energías solares y eólicas, cuyos precios han caído en 85% desde comienzos de siglo y cuya capacidad se duplica cada dos años, seguirán su avance hacia el cero costo marginal. Las baterías de litio cuyos costos han caído en 40% desde 2009, mientras su capacidad de almacenamiento avanza dramáticamente, darán ventaja a los vehículos eléctricos. Éstos, a su vez, competirán con los combustibles derivados de la fotosíntesis y de la biomasa de última generación. La biotecnología sustituirá al petróleo en la elaboración de plásticos.
La participación humana en el sector de los servicios se verá acorralada por la tecnología digital. No sólo las labores repetitivas y puntuales serán tomadas por las máquinas, sino crecientemente también aquellas que requieren de pensamiento analítico y alto nivel educativo. Ello podría generar una contracción radical de las clases medias regionales.
En la medida en que la calidad de los nuevos bienes y servicios aumente y su precio disminuya no habrá empleo, por más barata que resulte su remuneración, capaz de competir. No obstante, ningún país de la región se encontrará en posición tan vulnerable como Venezuela. No sólo por no haber logrado superar su condición monoproductora sino por encontrarse dentro de un sector de particular riesgo.
Aunque el salto tecnológico está siendo anunciado con suficiente antelación, el mismo se encuentra totalmente fuera del radar de decisores políticos y pensadores dentro de la región. Es evidente que habrá un límite claro a nuestra capacidad de respuesta al cambio, frente al cual ni siquiera las grandes potencias económicas pueden inmunizarse. Sin embargo podemos definir y adelantar estrategias, mecanismos, destrezas y actitudes mentales, aptos para amortiguar el impacto desestabilizador que vendrá.

Fuente:
http://www.eluniversal.com/noticias/opinion/america-latina-frente-revolucion-tecnologica_431827
Fotografía: Detalle obra Julio Pacheco Rivas (BOD, Caracas, 2016).

domingo, 13 de septiembre de 2015

BARREIROS: MALETAS PARA CHILE

EL PAÍS, Madrid, 11 de septiembre de 2015
TRIBUNA
América Latina antes y después de la condena a Leopoldo López
La contraofensiva del ALBA en las últimas dos semanas explica esta sentencia
La Justicia venezolana condena a Leopoldo López a 13 años de prisión
Héctor E. Schamis 

La juez Susana Barreiros ha pasado a la historia: condenó a Leopoldo López a 13 años, 9 meses, 7 días y 12 horas de reclusión en la prisión de Ramo Verde. Para muchos era previsible, no les sorprende. Pero ello es así solo en las últimas dos semanas, no antes. Es que nada es hoy como era hace tres semanas.
Entonces, Maduro estaba solo, casi aislado regionalmente. La sociedad civil latinoamericana estaba en la calle. En Sao Paulo y Rio, Quito, Guatemala o Tucumán el grito era el mismo: el hartazgo con la corrupción, la perpetuación en el poder y el autoritarismo. Con Dilma acorralada, Lula acusado por primera vez de corrupción, Correa ocupándose de las incesantes protestas y Cristina Kirchner tratando de imaginar como aferrarse al poder cuando su constitución le dice que debe abandonarlo, nadie tenía demasiado tiempo para ocuparse de Maduro. Tal vez Leopoldo tenía chance.
Pero ya nada es como era entonces. Maduro inventó una crisis, conduciendo la política exterior con estrategia, mejor que jamás pudo haber conducido su autobús. Cerró y militarizó la frontera con Colombia y además comenzó a expulsar colombianos residentes en Venezuela: el riesgo de una guerra, como Galtieri, y con refugiados, como El Assad. La respuesta de Colombia fue tibia, por decir lo menos, y su política exterior, inoperante. Una ayuda inesperada, debe haber pensado Maduro.
Santos convocó a los países miembros a tratar la crisis en el seno de la OEA, donde corresponde de acuerdo a estatutos, convenios internacionales y la Carta Democrática. Se votó si esa crisis debería ser tema de la OEA, como quería Colombia, o debía radicarse en Unasur, el aparato regional del chavismo. Ganó Maduro, con los votos previsibles del ALBA más la inestimable abstención de Panamá, no puede olvidarse, a propósito de la inefectiva política exterior de Colombia. Y ganó por un voto, precisamente.
Maduro emergió fortalecido de allí. Se cargó a Colombia y a la región, escribí aquí mismo tan solo el último domingo, pero con ello también se cargó a Leopoldo López y la esperanza de los demócratas venezolanos. Maduro recibió un cheque en blanco en esa votación. Anoche escribió la cifra de su preferencia, 13 años, y pasó por ventanilla a cobrar.
Nótese lo que vino ocurriendo desde entonces: Correa ha desmantelado Fundamedios, organización de la sociedad civil que promueve la libertad de prensa, y avanza sobre las enmiendas constitucionales en pos de su reelección indefinida. Morales ha lanzado una nueva ofensiva por su propia perpetuación. Y Lula está de viaje por Argentina haciendo campaña electoral por Scioli y Cristina Kirchner. A propósito, el gesto debería ser reciproco: Scioli y Kirchner deberían viajar a Brasil a prestar apoyo para resguardar a Dilma del posible juicio político y destitución, y a Lula, de la fiscalía que lo tiene en la mira. Nadie cree que daría resultado, pero ese es otro tema.
Lo que ha pasado en estas dos semanas es la contraofensiva del ALBA, el reagrupamiento de la internacional de la corrupción latinoamericana, cuya tan declamada solidaridad no es otra cosa que la complicidad por los negocios compartidos. También se rasgaban las vestiduras tratando de salvar el cuello de Otto Pérez Molina, un militar de derecha, valga la aclaración, destituido por corrupción. No hay ideología alguna en esto, no es más que el temor a la caída en dominó.
Hace tres semanas, el autoritarismo, la perpetuación y la corrupción parecían estar replegadas. Hoy han contraatacado. En la condena de Leopoldo López le han asestado un golpe a la democracia de la región. El golpe no es mortal, pero se ha cruzado una línea.
Ya es más difícil pensar que las elecciones del 6 de diciembre en Venezuela sean limpias, o incluso que se lleven a cabo. Ya no se avizora la manera en que el chavismo algún día dejaría el poder. Ya nadie espera que en las elecciones argentinas de octubre no haya fraude, como ocurrió en la provincia de Tucumán. Ya nadie espera que Correa y Morales no se perpetúen. Y ya nadie espera que el 2015 termine con más democracia, sino con menos.
América Latina, región autoritaria. Ya nada es como era hace tres semanas.

viernes, 10 de abril de 2015

YA ERA TIEMPO

EL NACIONAL, Caracas, 10 de abril de 2015
La geopolítica de Obama
Demetrio Boersner

Contrariamente a algunos observadores internacionales, estamos convencidos de que la doble presidencia de Barack Obama quedará registrada en la historia de Estados Unidos y del mundo como episodio estelar, comparable en importancia con las presidencias de Franklin D. Roosevelt y de John F. Kennedy. En medio de una severa crisis económica y al cabo de una época de creciente desigualdad y plutocracia, Obama abre al pueblo norteamericano  renovadas esperanzas de democracia social. Al mundo exterior, incluida  América Latina, le ofrece iniciativas tangibles de reducción del contenido imperial de la primacía estadounidense (que seguirá existiendo por razones objetivas), para darle un carácter más cooperador y democrático a través de la acción multilateral. Consideramos particularmente admirable el hecho de que Obama vaya logrando su cometido con tranquila tenacidad, sin perder la compostura ante opositores indecentes que no han superado el racismo y no retroceden ante canalladas calumniosas.
Interpretando correctamente el hastío de los norteamericanos con el  intervencionismo unilateral de mandatarios anteriores, Obama dejó en claro su anhelo de dar prioridad a los problemas internos de su país y reducir sus compromisos externos unilaterales, procurando descargar responsabilidades en los hombros de aliados confiables. Ha puesto en práctica estas intenciones, al lanzar la iniciativa transpacífica que procura dar un marco multilateral a la previsible gran rivalidad global entre Estados Unidos y China. Por otra parte, dio a entender a sus aliados europeos –tanto en el marco de la OTAN como de la UE– que de ahora en adelante deberán asumir mayores responsabilidades globales y admitir que muchas veces Estados Unidos los “dirija desde atrás” y no desde las primeras filas. Hizo un loable esfuerzo para corregir errores occidentales pasados frente a Rusia e invitar a esta a formar parte del directorio mundial, pero ello fracasó por la excesiva desconfianza del presidente Putin. En la actual crisis ruso-occidental en torno a Ucrania, Obama resiste a las presiones peligrosas de “neoconservadores” empeñados en renovar la Guerra Fría, y alienta a los líderes europeos (primordialmente Merkel y Hollande) a negociar discretamente con Moscú para reducir las tensiones.
El mundo musulmán (Medio Oriente, Noráfrica y Asia Central), que es, al mismo tiempo, el “heartland” geoestratégico y energético del mundo, ha requerido un exceso de atención por parte de Obama y le ha quitado tiempo para ocuparse de algunas otras áreas (por ejemplo, América Latina y el Caribe). Pero ha logrado, en esa álgida región, el mayor de los éxitos: sin involucrar a tropas norteamericanas en ningún frente, ha alentado la formación de una alianza de gobiernos musulmanes responsables, encabezados por Arabia Saudita, para enfrentar militarmente al fascismo yihadista, tanto sunita como chiita. Ello  ha tendido a facilitarles a Obama y a John Kerry otro logro importante que es el preacuerdo con Irán para poner coto al  armamentismo nuclear de ese país y normalizar sus relaciones con el Occidente. Un efecto indirecto podría ser el de alentar un mayor avance de fuerzas moderadas o liberales dentro de Irán.
Por fin, Obama ha podido comenzar a reanudar la presencia estadounidense en las Américas. Ya era tiempo. La gran decisión de normalizar las relaciones con Cuba, y así alentar a esta a acelerar su inevitable proceso de liberalización económica y política, parece racional e inobjetable. Igual lo es su decisión de dejar muy en claro ante el mundo que por ello la administración demócrata estadounidense no deja de luchar contra la violación de derechos humanos, la corrupción, el narcotráfico, el lavado de dinero y otros delitos cometidos por funcionarios de regímenes represivos y antidemocráticos en la región.
Contrariamente a algunos observadores internacionales, estamos convencidos de que la doble presidencia de Barack Obama quedará registrada en la historia de Estados Unidos y del mundo como episodio estelar, comparable en importancia con las presidencias de Franklin D. Roosevelt y de John F. Kennedy. En medio de una severa crisis económica y al cabo de una época de creciente desigualdad y plutocracia, Obama abre al pueblo norteamericano  renovadas esperanzas de democracia social. Al mundo exterior, incluida  América Latina, le ofrece iniciativas tangibles de reducción del contenido imperial de la primacía estadounidense (que seguirá existiendo por razones objetivas), para darle un carácter más cooperador y democrático a través de la acción multilateral. Consideramos particularmente admirable el hecho de que Obama vaya logrando su cometido con tranquila tenacidad, sin perder la compostura ante opositores indecentes que no han superado el racismo y no retroceden ante canalladas calumniosas.
Interpretando correctamente el hastío de los norteamericanos con el  intervencionismo unilateral de mandatarios anteriores, Obama dejó en claro su anhelo de dar prioridad a los problemas internos de su país y reducir sus compromisos externos unilaterales, procurando descargar responsabilidades en los hombros de aliados confiables. Ha puesto en práctica estas intenciones, al lanzar la iniciativa transpacífica que procura dar un marco multilateral a la previsible gran rivalidad global entre Estados Unidos y China. Por otra parte, dio a entender a sus aliados europeos –tanto en el marco de la OTAN como de la UE– que de ahora en adelante deberán asumir mayores responsabilidades globales y admitir que muchas veces Estados Unidos los “dirija desde atrás” y no desde las primeras filas. Hizo un loable esfuerzo para corregir errores occidentales pasados frente a Rusia e invitar a esta a formar parte del directorio mundial, pero ello fracasó por la excesiva desconfianza del presidente Putin. En la actual crisis ruso-occidental en torno a Ucrania, Obama resiste a las presiones peligrosas de “neoconservadores” empeñados en renovar la Guerra Fría, y alienta a los líderes europeos (primordialmente Merkel y Hollande) a negociar discretamente con Moscú para reducir las tensiones.
El mundo musulmán (Medio Oriente, Noráfrica y Asia Central), que es, al mismo tiempo, el “heartland” geoestratégico y energético del mundo, ha requerido un exceso de atención por parte de Obama y le ha quitado tiempo para ocuparse de algunas otras áreas (por ejemplo, América Latina y el Caribe). Pero ha logrado, en esa álgida región, el mayor de los éxitos: sin involucrar a tropas norteamericanas en ningún frente, ha alentado la formación de una alianza de gobiernos musulmanes responsables, encabezados por Arabia Saudita, para enfrentar militarmente al fascismo yihadista, tanto sunita como chiita. Ello  ha tendido a facilitarles a Obama y a John Kerry otro logro importante que es el preacuerdo con Irán para poner coto al  armamentismo nuclear de ese país y normalizar sus relaciones con el Occidente. Un efecto indirecto podría ser el de alentar un mayor avance de fuerzas moderadas o liberales dentro de Irán.
Por fin, Obama ha podido comenzar a reanudar la presencia estadounidense en las Américas. Ya era tiempo. La gran decisión de normalizar las relaciones con Cuba, y así alentar a esta a acelerar su inevitable proceso de liberalización económica y política, parece racional e inobjetable. Igual lo es su decisión de dejar muy en claro ante el mundo que por ello la administración demócrata estadounidense no deja de luchar contra la violación de derechos humanos, la corrupción, el narcotráfico, el lavado de dinero y otros delitos cometidos por funcionarios de regímenes represivos y antidemocráticos en la región.
Contrariamente a algunos observadores internacionales, estamos convencidos de que la doble presidencia de Barack Obama quedará registrada en la historia de Estados Unidos y del mundo como episodio estelar, comparable en importancia con las presidencias de Franklin D. Roosevelt y de John F. Kennedy. En medio de una severa crisis económica y al cabo de una época de creciente desigualdad y plutocracia, Obama abre al pueblo norteamericano  renovadas esperanzas de democracia social. Al mundo exterior, incluida  América Latina, le ofrece iniciativas tangibles de reducción del contenido imperial de la primacía estadounidense (que seguirá existiendo por razones objetivas), para darle un carácter más cooperador y democrático a través de la acción multilateral. Consideramos particularmente admirable el hecho de que Obama vaya logrando su cometido con tranquila tenacidad, sin perder la compostura ante opositores indecentes que no han superado el racismo y no retroceden ante canalladas calumniosas.
Interpretando correctamente el hastío de los norteamericanos con el  intervencionismo unilateral de mandatarios anteriores, Obama dejó en claro su anhelo de dar prioridad a los problemas internos de su país y reducir sus compromisos externos unilaterales, procurando descargar responsabilidades en los hombros de aliados confiables. Ha puesto en práctica estas intenciones, al lanzar la iniciativa transpacífica que procura dar un marco multilateral a la previsible gran rivalidad global entre Estados Unidos y China. Por otra parte, dio a entender a sus aliados europeos –tanto en el marco de la OTAN como de la UE– que de ahora en adelante deberán asumir mayores responsabilidades globales y admitir que muchas veces Estados Unidos los “dirija desde atrás” y no desde las primeras filas. Hizo un loable esfuerzo para corregir errores occidentales pasados frente a Rusia e invitar a esta a formar parte del directorio mundial, pero ello fracasó por la excesiva desconfianza del presidente Putin. En la actual crisis ruso-occidental en torno a Ucrania, Obama resiste a las presiones peligrosas de “neoconservadores” empeñados en renovar la Guerra Fría, y alienta a los líderes europeos (primordialmente Merkel y Hollande) a negociar discretamente con Moscú para reducir las tensiones.
El mundo musulmán (Medio Oriente, Noráfrica y Asia Central), que es, al mismo tiempo, el “heartland” geoestratégico y energético del mundo, ha requerido un exceso de atención por parte de Obama y le ha quitado tiempo para ocuparse de algunas otras áreas (por ejemplo, América Latina y el Caribe). Pero ha logrado, en esa álgida región, el mayor de los éxitos: sin involucrar a tropas norteamericanas en ningún frente, ha alentado la formación de una alianza de gobiernos musulmanes responsables, encabezados por Arabia Saudita, para enfrentar militarmente al fascismo yihadista, tanto sunita como chiita. Ello  ha tendido a facilitarles a Obama y a John Kerry otro logro importante que es el preacuerdo con Irán para poner coto al  armamentismo nuclear de ese país y normalizar sus relaciones con el Occidente. Un efecto indirecto podría ser el de alentar un mayor avance de fuerzas moderadas o liberales dentro de Irán.
Por fin, Obama ha podido comenzar a reanudar la presencia estadounidense en las Américas. Ya era tiempo. La gran decisión de normalizar las relaciones con Cuba, y así alentar a esta a acelerar su inevitable proceso de liberalización económica y política, parece racional e inobjetable. Igual lo es su decisión de dejar muy en claro ante el mundo que por ello la administración demócrata estadounidense no deja de luchar contra la violación de derechos humanos, la corrupción, el narcotráfico, el lavado de dinero y otros delitos cometidos por funcionarios de regímenes represivos y antidemocráticos en la región.

(http://www.el-nacional.com/demetrio_boersner/geopolitica-Obama_0_607139374.html)

domingo, 5 de octubre de 2014

ESAS MANOS QUE VES ...

EL PAÍS, Madrid, 5 de octubre de 2014
TRIBUNA
Podemos, en América Latina
No deja de ser irónico que un politólogo español devenido en político legitime el propio vocablo “populismo”.
Héctor E. Schamis
 
Podemos estuvo por América Latina. En Ecuador, Pablo Iglesias participó en el Encuentro Latinoamericano Progresista, foro organizado por el partido del gobierno, PAIS. No solo expuso sus ideas en el evento y ante la prensa. También se explayó con elogios para la llamada Revolución Ciudadana, enfatizando la “notable estabilidad política” lograda por Rafael Correa. Más aun, Iglesias expresó su deseo de aprender de los procesos de participación masiva que se ven en América Latina hoy, admitiendo que Podemos tiene un estilo latinoamericano. Ello sin importarle el mote de populista que ese estilo conlleva.
El evento fue una buena radiografía latinoamericana, con algunas implicancias para España y, consecuentemente, para Europa en general. El “debate” fue tierra fértil para especulaciones posteriores—las comillas porque no fue tal debate, todos estuvieron siempre de acuerdo. Curiosamente, la discusión estuvo centrada en examinar las diferentes “amenazas” que sufren los (mal llamados) progresistas de la región, por parte de la prensa, el capital financiero y el neo golpismo de una supuesta restauración conservadora. El componente conspirativo se ve hasta en el título de los propios paneles, idea que invita a pensar en la existencia de una estrategia concertada. Fernández de Kirchner, por ejemplo, denunció casi simultáneamente haber sido amenazada por el Estado Islámico primero y luego también por el gobierno de EEUU—“si me pasa algo, miren al norte”, dijo sin pestañear.
Hay que destacar la fusión actual entre esta suerte de neo marxismo y las antiguas tradiciones populistas vernáculas. Históricamente, el marxismo latinoamericano despreciaba al populismo. Lo consideraba una forma tardía y periférica de bonapartismo, y por consiguiente funcional a los intereses de la burguesía. A partir de los años sesenta, algunas versiones de la teoría de la dependencia, las más dogmáticas y economicistas, superpusieron el análisis marxista a la narrativa populista. Al plantear que el desarrollo económico nacional—premisa fundamental del populismo—seria inalcanzable dentro del capitalismo, la industrialización sustitutiva y el socialismo pasaron a operar como caras de una misma moneda. La lucha por la liberación nacional implicaba así una lucha por la sociedad sin clases. A la luz de esa interpretación es que debe entenderse la extrema radicalización de la región en esos años.
Históricamente, el marxismo latinoamericano despreciaba al populismo
Aquel relato, desarticulado por la represión de las dictaduras de los setenta y luego por las transiciones de los ochenta, es recreado hoy por la ola bolivariana. El problema es que la ecuación queda sin resolver por la dificultad de caracterizar adecuadamente al populismo latinoamericano; un problema de especificidad histórica. El populismo original del siglo XX fue una fuerza democratizadora, a veces a pesar de sí mismo, que por medio de la expansión de derechos produjo ciudadanía. Es cierto que no se interesaba demasiado por los derechos civiles y constitucionales, que de todas maneras eran por demás frágiles, pero expandió derechos políticos y sociales masivamente.
Los “populistas” del siglo XXI, en contraste, surgidos a posteriori de la democratización de los ochenta y el movimiento de derechos humanos, se encontraron con un constitucionalismo liberal mucho más robusto. Al restringir esa esfera—y, por ejemplo, restringir los derechos de los opositores, los jueces independientes y los periodistas críticos—el llamado “populismo” de este siglo termina siendo profundamente autoritario, produciendo una especie de restauración estalinista. Si ello es así, tal vez convenga usar otro concepto.
La tensión intelectual en juego es el dilema del “mayoritarismo”. La democracia es un sistema que requiere la formación de mayorías, pero que opera sobre normas relativamente permanentes diseñadas para proteger a las minorías. Es esencial al constitucionalismo liberal que las personas tienen derechos fundamentales, y esos derechos están protegidos sólo si el uso del poder público está restringido a priori, o sea, dividido y limitado. Si el populismo original desconfiaba de estos principios, la izquierda bolivariana los combate deliberadamente. Es aquí donde Podemos entra en este esquema político e intelectual, de hecho, por compartirlo. Para ambos, bolivarianos y Podemos, el estado liberal es una argucia de los ricos, el capital financiero y la derecha. No es más que una ideología a desenmascarar.
Intelectualmente, la recreación perpetua y la exaltación romántica del momento plebiscitario original del populismo—siguiendo la noción de democracia radical de Laclau—emparenta a Podemos con los bolivarianos. También emparenta a ambos con Madison, pero en sentido negativo: expresan aquella noción de tiranía de la mayoría que tanto lo atormentaba. Con Laclau como umbral teórico básico, el hecho fundamental de cualquier sistema político mínimamente complejo—que las mayorías son por definición transitorias—permanece oculto. Ese dato solo se puede descubrir con la constitución liberal en la mano, herramienta que reserva derechos y garantías para proteger a las minorías, como quiera que esas minorías se definan, étnicas, religiosas, lingüísticas, o simplemente políticas.
El populismo original del siglo XX fue una fuerza democratizadora, a veces a pesar de sí mismo
Más aun, en nuestras sociedades crecientemente heterogéneas y diversas en lo económico, normativo y cultural, también es minoría un grupo que, independientemente de su número, sea perjudicado por una asignación desigual de recursos materiales—por ejemplo, los pobres o la fuerza laboral femenina—o por una distribución asimétrica del reconocimiento social—por ejemplo, los homosexuales y los discapacitados. Sin liberalismo, esas identidades se disuelven en un supuesto todo mayoritario, y los derechos de esos grupos terminan inevitablemente sin reconocimiento. Con Laclau como dogma, Milosevic podría haber hecho exactamente lo que hizo, la expresión de la pura voluntad de la mayoría en un excelso ritual plebiscitario.
No deja de ser irónico que un politólogo español devenido en político llegue a América Latina para legitimar el propio vocablo “populismo” y, más aun, para sugerir que adoptará algunos de esos rasgos. Habrá que ver que hace con el término una vez de regreso por Europa, donde ser populista quiere decir ser bastante xenófobo, racista y algo nostálgico del fascismo. Y de regreso también, que dirá Podemos cuando los periodistas—libres e independientes—le pregunten por los arrestos de opositores, la perpetuación en el poder y la persecución de periodistas críticos, entre otros hábitos de sus nuevos aliados internacionales.
O tal vez la etiqueta de populismo le convenga a Podemos para navegar las turbulentas aguas de la política de hoy, marcada por una derecha cada vez más xenófoba y anti-europea, y una sociedad cada vez más insatisfecha en un contexto de deterioro de los partidos políticos como agentes de representación, especialmente los partidos de izquierda. Podemos convertido en partido “atrapa todo” es una posibilidad que no se puede descartar a priori. Sería un saco con perros y gatos igualmente desdichados, pero a rio revuelto, para seguir con la metáfora zoológica, Podemos podría ser el pescador beneficiado.
No sería la primera vez que el anti-liberalismo se cruza de calle—de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, de ida y de vuelta—sin siquiera ruborizarse. La palabra podemos es la conjugación de la primera persona del plural del verbo poder.