Una ventana de oportunidad para América Latina tras una década perdida
Carlos Malamud - Rogelio Núñez
Tema
La crisis sanitaria y económica por la expansión mundial y regional del COVID-19 está poniendo en evidencia muchas de las ineficiencias de los sistemas político-institucionales de los países latinoamericanos, así como las carencias de su matriz productiva, lo que va a exigir reformas estructurales para modernizar los Estados y conseguir un desarrollo sostenible en el marco de la elaboración de un nuevo contrato social.
Resumen
La actual crisis económica vinculada al COVID-19 puede convertirse en el colofón de un conjunto de problemas estructurales que venían lastrando a la región desde 2013. También puede transformarse en un punto de inflexión ya que, al poner en evidencia las debilidades del sistema sanitario y al descubierto las carencias de las administraciones públicas, este cóctel podría llegar a ser una palanca que propicie el cambio mediante reformas estructurales que impulsen la modernización económica y aceleren la elaboración de un nuevo contrato social que otorgue estabilidad y mayor legitimidad a las democracias de las sociedades de la región.
Análisis
Cada una de las grandes crisis que ha padecido América Latina en su historia reciente (la de los años 30 o la de los 80 del siglo pasado) terminó con un cambio profundo de su matriz de desarrollo. El crash del 29 condujo a implantar primero y extender después el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) y la “Década Perdida” de los 80 hundió el modelo ISI precedente y abrió las puertas a una economía más abierta al mundo, basada en la exportación de productos primarios sin elaborar.
La actual crisis económica vinculada al coronavirus puede convertirse en el colofón y en el punto de inflexión de un modelo de desarrollo que parece haber tocado techo tras acabar el tiempo de bonanza (2003-2013). Es el colofón de un conjunto de problemas estructurales que lastraban a la región desde 2013: un modelo económico y político disfuncional que no garantizaba un crecimiento económico sostenido, ni un desarrollo sostenible e inclusivo, ni iba acompañado por un Estado eficaz y eficiente para implementar políticas públicas favorables a los sectores vulnerables y canalizar las demandas de las clases medias emergentes.
Todas estas rémoras estaban detrás de los estallidos sociales y las protestas de finales de 2019 que barrieron toda la región. A esa situación previa de desafección política y frustración de expectativas se une ahora el golpe que para las economías latinoamericanas va a suponer esta crisis ligada a la pandemia y que lleva a la región a una nueva “década perdida”. Esta posibilidad ha sido admitida por el director del Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional (FMI), Alejandro Werner (“La región tiene ante sí el espectro de otra década perdida entre 2015 y 2025”). Si bien no se sabe aún si la salida de esta recesión será breve (en forma de V o T) o larga (en forma de U o incluso de L), lo cierto es que América Latina, tras vivir años de estancamiento o débil expansión económica (2013, 2014, 2015, 2018 y 2019) y crisis (2016-2017), entra ahora en una fase de recesión (2020-2021). A la depresión mundial se une la parálisis económica y productiva que ya está provocando en América Latina las políticas de lucha contra la pandemia que están implementándose (cuarentenas y toques de queda). La parálisis económica que empezó con la interrupción del comercio con China a partir de su aislamiento en enero ha seguido cuando la pandemia se extendió por la UE desde marzo y por EEUU a partir de abril. El peor momento se producirá en los próximos meses, ya que se calcula que el pico de contagios en América Latina llegará en mayo o comienzos de junio.
En 2020 América Latina sufrirá una contracción del -5,2% según el FMI y del -1,8 según la CEPAL. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) prevé una caída de entre un -1,8% y un -5,5%. De confirmarse estas cifras, sería la recesión más profunda desde la II Guerra Mundial. De igual manera, el Banco Mundial cree que la caída del PIB rondará el 4,6%, la mayor caída desde que ofrece este tipo de datos (1961). A diferencia de la crisis de 2009, cuando la región venía de un extendido período de bonanza (2003-2008), América Latina está atrapada en una dinámica de bajo crecimiento, ralentización y crisis desde 2013, lo que reduce considerablemente su margen de maniobra. La región cerrará en 2020 su período de menor expansión de los últimos 40 años con una renta por habitante que habrá caído más de un 4% en los seis últimos años, según la CEPAL. El año 2019 finalizó con un crecimiento mínimo (0,1%) y se esperaba, antes de la crisis del coronavirus, que la expansión subiera al 1,3%. Esta cifra, que ya era insuficiente para corregir el declive acumulado, ahora resulta envidiable cuando se calcula que países como México podrían rondar una contracción del -4% o incluso superior al -6%.
Crisis y cambio estructural
Si bien la crisis ligada al COVID-19 es el colofón para América Latina de los problemas estructurales acumulados, también puede ser un punto de ruptura e inflexión. No sólo va a desnudar las debilidades del sistema sanitario de sus países, sino que también evidenciará las carencias financieras y humanas de las administraciones públicas y los Estados, así como de las instituciones políticas. Igualmente, esta crisis mostrará los límites de la matriz productiva, que desde 2013 viene dando señales de agotamiento y disfuncionalidad. Esto supone mayores dificultades para afrontar la crisis desde el punto de vista financiero y fiscal, así como productivo y, sobre todo, para evitar un empeoramiento de la situación social de los sectores más vulnerables y de los vinculados a la economía informal. Esta crisis mostrará los problemas estructurales que arrastran los países latinoamericanos, tanto para afrontar sanitaria, financiera y fiscalmente a la pandemia como para reactivar la economía y modernizar el entramado productivo para crecer de forma continuada y sostenible social y ambientalmente y vincularse sólidamente a la cuarta revolución industrial.
La crisis puede ser una ventana de oportunidad para que los países latinoamericanos, una vez superada la pandemia, impulsen las pospuestas reformas estructurales. Pospuestas porque la bonanza de 2003-2013 las colocó en un segundo plano, ya que el auge económico parecía hacerlas innecesarias. Luego, al inicio de la ralentización (2013-2016), muchos gobiernos pensaron que era una circunstancia pasajera y que pronto regresaría la bonanza. Entre 2017 y 2019 el intenso calendario electoral –15 elecciones presidenciales– impidió acometer cambios y transformaciones justo cuando la economía caía en número rojos (2016-2017) o estaba en una situación de crecimiento anémico (2018-2019).
Tras la pandemia llegará la hora de diseñar e impulsar la nueva agenda regional, aunque habrá que comenzar a trabajar en ella desde ya. Esto implica tres grandes áreas que van desde lo político-institucional (diseño de Estados eficaces y eficientes), a lo económico (impulso de una nueva matriz de desarrollo sostenible, inclusivo e integral basado en la educación, la innovación y la productividad), y todo dentro de un nuevo contrato social que refuerce la democracia y garantice el bienestar de la ciudadanía.
(1) El diseño de Estados eficaces y eficientes
La nueva coyuntura que abre la pandemia mostrará que los países de América Latina carecen de Estados eficaces, con estructuras administrativas bien financiadas capaces de poner en marcha políticas públicas eficientes. Son Estados que no cuentan con los medios y recursos sanitarios suficientes (la región invierte sólo el 2,2% del PIB en sanidad frente al 6% que recomienda la OMS), producto de su acotado margen fiscal y financiero ante emergencias como la del COVID-19. Sólo Perú, Brasil y Chile han puesto en marcha potentes políticas contracíclicas. Son las tres grandes excepciones, con un gasto previsto del 12%, 10% y 6,7%, respectivamente, lo que contrasta con otros planes limitados como el argentino (apenas supera el 1%) y, sobre todo, el mexicano.
Los límites fiscales y financieros nacen de la escasez de fuentes autóctonas de financiación por los bajos niveles de ahorro interno. La presión fiscal de los Estados latinoamericanos es muy baja. Si bien Brasil y Argentina superan el 30% del PIB, aunque con una gestión ineficiente, la media regional sólo llega al 23% del PIB, cuando la de la OCDE es del 34%. América Latina es muy heterogénea en lo relativo a la presión fiscal. Los países que menos impuestos pagan son Guatemala (12,6% del PIB), República Dominicana (13,7%) y Perú (16,1%). En el otro extremo está Cuba (41,7%) –cuya alta fiscalidad responde a las características particulares de un régimen de economía socialista, planificada y centralizada–, seguido por Brasil (32,2% del PIB) y Argentina (31,3%). Una de las lecciones que deja la lucha contra el COVID-19 en América Latina es la necesidad de impulsar reformas fiscales que, bien hagan más eficiente el gasto (Argentina y Brasil), bien aumenten los ingresos y amplíen el espacio fiscal para dotar a los Estados de los recursos suficientes para hacer frente a crisis e imprevistos como los actuales y ser capaces de ofrecer servicios públicos de calidad apoyados en administraciones profesionales con recursos humanos y técnicos adecuados.
(2) Un nuevo modelo y matriz de desarrollo
La actual recesión va a poner en cuestión la matriz productiva de la región apoyada mayoritariamente en la exportación de materias primas sin valor añadido y escasa innovación, con una débil vinculación a las grandes cadenas internacionales de valor y con predominio de la economía informal. Antes del coronavirus, América Latina ya daba señales de estar en la periferia de la revolución digital. El bajo crecimiento económico y la ausencia de reformas estructurales han condenado a la región a un papel secundario en el contexto internacional. Tras de la mayoría de los déficits regionales se encuentra una escasa apuesta por la innovación, tanto de las administraciones públicas como del sector empresarial. La región vive de espaldas a la innovación, clave para el desarrollo y eje del gran cambio estructural que todavía debe llegar a América Latina. Las dos grandes asignaturas pendientes de las economías latinoamericanas (la baja productividad y su reducida competitividad) se relacionan con la falta de innovación vinculada a la inversión en capital humano (educación) y capital físico (infraestructuras y logística). En su lugar, en estos años, ha aumentado el trabajo informal (ineficiente, improductivo y sin ventajas comparativas), lo que se combina con unas exportaciones regionales, mayoritariamente, carentes de valor añadido y sin vinculación con las principales cadenas de valor internacional.
Esta crisis ha demostrado que el talón de Aquiles de las medidas de confinamiento impulsadas en América Latina es la ineficiencia económica y el gran peso de la informalidad (cerca de 130 millones de latinoamericanos tienen empleos informales, lo que en Perú, por ejemplo, representa el 70% de la población laboral). La informalidad se ha convertido en un gran obstáculo para implementar este tipo de medidas de confinamiento al dejar sin recursos ni ingresos a quienes viven al día y dependen de lo que ganan cada jornada.
El auge del sector informal es paralelo al retraso en innovación. Pese al amplio consenso entre los economistas en torno a que la inversión en I+D+i es la variable que mejor explica el crecimiento a largo plazo de las economías desarrolladas, este principio apenas se aplica en América Latina. Las administraciones públicas, mal financiadas, sin recursos y con islas de excelencia en medio de páramos de ineficacia y falta de preparación, no articulan, canalizan ni propician la innovación. La última edición del Índice Mundial de Innovación, de junio de 2019, corrobora estas ideas. Las economías latinoamericanas no se encuentran entre las mejor posicionadas. Las más destacadas están en los lugares centrales del Índice. Chile, en el 51º, Costa Rica, en el 55º, y México, en el 56º, son los países latinoamericanos mejor situados. La mayoría ocupa el tercio final del ranking.
Este es uno de los grandes déficit regionales: sin inversión en I+D+i el crecimiento económico se estanca y los beneficios marginales se reducen. Para seguir creciendo y converger con las economías avanzadas la innovación es clave. Su ausencia ha provocado que la mayor parte de los países latinoamericanos cayeran en la llamada “trampa de la renta media”. La falta de reformas estructurales les impide completar, en el caso de ser posible, la transición a economías plenamente desarrolladas. Por eso no alcanzan un desarrollo inclusivo (tienen ciclos económicos muy volátiles que no permiten un incremento sostenido de sus niveles de ingreso per cápita), ni presentan mejoras en productividad y competitividad, ni desarrollan la institucionalidad suficiente.
La brecha de productividad en América Latina comienza con unos costes logísticos que se sitúan entre el 16% y el 26% del PIB, mientras que en los países de la OCDE están ente el 8% y el 9%. Para desarrollar los sistemas de transporte, energía y telecomunicaciones la región necesitaría destinar un 5% del PIB durante una década, pero esta sólo suele rondar el 3%. La inversión media en los últimos 30 años ha sido del 2,2% del PIB, según diferentes estudios de CAF y el BID. El desarrollo de las infraestructuras no sólo incluye las redes de comunicación y transportes (puertos, aeropuertos, autovías o ferrocarril), sino también otros sectores como telecomunicaciones, agua y saneamiento. Se trata de sectores clave en las medidas de prevención de pandemias como la actual. Como ejemplo de este déficit en infraestructuras, la CAF cita los 288 millones de personas sin conexión a Internet (muy importante para acceder a la telemedicina o desplegar nuevas formas laborales como el teletrabajo) o los 60 millones sin saneamiento, cuando las medidas higiénicas (agua y jabón) son la mejor herramienta para evitar el contagio.
(3) Un nuevo contrato social
La salida de esta crisis también conlleva la elaboración de un nuevo marco de relación entre gobiernos y ciudadanía. Una vez pasada la pandemia, los presidentes latinoamericanos tienen por delante otros desafíos. A medio plazo, la reconstrucción económico-social tras la recesión y el parón productivo. En paralelo, diseñar un Estado eficaz, unas administraciones públicas eficientes y una matriz productiva diversificada y basada en la innovación. En ese mismo contexto, el gran reto, en este caso político-social, consistirá en elaborar un nuevo contrato social, más urgente aún si cabe, tras las protestas de 2019 y por las consecuencias que sobre las sociedades latinoamericanas va a tener la hecatombe económica en 2020.
Los gobiernos afrontan la asignatura pendiente de encauzar y dar respuesta a las demandas sociales que emergieron en 2019 y se plasmaron en las diferentes y heterogéneas protestas en Venezuela (febrero/abril), Puerto Rico (junio), Ecuador (octubre), Chile (octubre), Colombia (noviembre) y Bolivia (noviembre). Esas demandas siguen existiendo por más que ahora estén en un segundo plano y, probablemente, se vean incrementadas tras la crisis del COVID-19. Los cambios que ha experimentado América Latina desde los años 90 se deben al ascenso de una heterogénea clase media, compuesta por sectores mesocráticos consolidados y otros vulnerables, así como la llegada al mercado laboral de crecientes oleadas de jóvenes más preparados, empoderados por las redes sociales y exigentes, que no encuentran salida a sus demandas. Todo ello obliga a los Estados a elaborar nuevos marcos legales, políticos e institucionales que propicien la cohesión social como vía para fortalecer las instituciones democráticas incrementando el vínculo entre ciudadanía y Estado y dando respuesta a las demandas ciudadanas a fin de evitar la actual pérdida de legitimidad –como demuestra la creciente desafección ciudadana–, que pone en riesgo su continuidad y estabilidad.
El pacto social debe combatir la desigualdad no sólo de ingresos sino de oportunidades y de trato, y garantizar un crecimiento sostenible y sostenido. Se trata de construir Estados transparentes con rendición de cuentas (antídoto frente a la corrupción que erosiona la democracia). Las administraciones eficaces y eficientes son necesarias para poner en marcha políticas públicas que garanticen la seguridad ciudadana y jurídica y la equidad (igualdad de trato y oportunidades y garantía de progreso individual e intergeneracional), que promuevan el bienestar (empleo formal y una mejor calidad en educación, salud y transporte) y la viabilidad del sistema de pensiones, y que mejoren las opciones de las nuevas generaciones que se incorporan al mercado laboral, que buscan empleos que no sean informales.
El nuevo contrato social parte de la necesidad de contar con instituciones eficaces y eficientes, transparentes, no cooptadas por intereses particulares y capaces de dar respuestas adecuadas, mediante políticas públicas eficientes, a las demandas ciudadanas. Las administraciones públicas latinoamericanas están fracasando a la hora de canalizar las demandas ciudadanas. Según el Latinobarómetro de 2018, un 78% reconoce tener poca o ninguna confianza en su gobierno, un 20% más que hace una década. Tampoco la tienen en las elites, en un contexto de crecimiento de un fuerte sentimiento antielitista.
La satisfacción con los servicios públicos, según el Latin American Public Opinion Project, cayó en los últimos 10 años del 57% al 41% y el apoyo a la democracia en la región bajó del 67,6%, en 2004 al 57,7% en 2019. El desafío pasa por construir una administración eficaz y eficiente, lo cual implica no tanto “más Estado” sino “mejor Estado” (burocracias pequeñas y flexibles): administraciones profesionalizadas, ajenas a los intereses partidistas, con las suficientes herramientas financieras (mayor músculo fiscal) y tecnológicas (utilizando innovaciones digitales para mejorar la gestión de la información y racionalizar los procesos administrativos). Esto último conlleva acometer la transformación digital del Estado no sólo para la toma de decisiones sino para preservar la transparencia facilitando un mayor acceso a la información y su uso eficaz para evitar la corrupción y mejorar la gestión. La lucha contra la pandemia está fortaleciendo a los Estados latinoamericanos y es un buen momento, a partir de una carga adicional de legitimidad, para emprender un proceso de reformas que conduzca a Estados mejor estructurados, más eficientes y mucho más preocupados que en el pasado por el interés general y no por intereses sectoriales.
Para conseguir estos objetivos se requieren recursos financieros y humanos. Los países latinoamericanos recaudan poco –la mayoría– y gastan mal, lo que produce administraciones públicas con poco músculo. Además, éstas están lastradas por la falta de confianza entre la ciudadanía y las empresas. América Latina acumula cuatro años sin mejorar en el estudio de Transparencia Internacional sobre corrupción y sólo tres países –Uruguay, Chile y Costa Rica– están sobre la media mundial. Finalmente, se trata de promover un servicio público técnicamente competente y fiscalmente sostenible que logre resultados que respondan a las necesidades ciudadanas.
El nuevo contrato debe cimentar la relación entre ese Estado más eficaz y eficiente y la ciudadanía para garantizar, sostener y profundizar la gobernabilidad democrática. Debe tener un marcado acento social, desprendido de cualquier sesgo proelitista, que atienda y dé respuesta a las demandas en torno a una educación de excelencia, un sistema de salud de calidad y universal y unas pensiones dignas. Los sectores sociales emergentes aspiran a obtener y preservar la mejora social tanto a escala personal como intergeneracional. Esta última pasa por un sistema educativo que otorgue a las nuevas generaciones las herramientas formativas necesarias para insertarse en el mercado laboral y responder a las exigencias de la revolución tecnológica.
En este aspecto los Estados latinoamericanos, si bien han conseguido erradicar el analfabetismo, no han logrado financiar una política educativa que promueva la excelencia ni se adapte a las nuevas demandas. El problema no es tanto de cantidad del gasto (salvo para para Haití, Guatemala y Perú, los que menos invierten en educación) sino de calidad: la porción más importante va a las universidades, no a las escuelas primarias y secundarias y mucho menos a la preescolar. Otra parte se pierde en plazas fantasma de profesores, contratos inflados, beneficios sindicales y otras formas de corrupción. Además, los métodos de enseñanza se encuentran desactualizados, al margen de la revolución tecnológica, lo que redunda en una baja motivación de los estudiantes.
Otra asignatura pendiente es la de propiciar una adecuada formación laboral, que responda a las demandas de las nuevas generaciones, con empleos formales y de calidad. La informalidad laboral condena a los jóvenes a trabajos precarios y deja a una parte considerable de la población fuera de un sistema de pensiones, para el que no ha cotizado. La OIT calcula que cerca de 10 millones de jóvenes (uno de cada cinco) no consiguen incorporarse a un mercado laboral que no cuenta con una red de protección para los trabajadores en casos de crisis como la actual y que no fomenta la estabilidad a largo plazo.
El nuevo contrato social debe garantizar pensiones dignas, de alcance universal y fiscalmente sostenibles. En muchas de las protestas y movilizaciones que sacudieron la región está presente el temor por las pensiones futuras y presentes, que no garantizan la calidad de vida. El problema puede agravarse al perder América Latina el bono demográfico que le favorecía, ya que el envejecimiento poblacional se acelerará en las próximas décadas. Para 2050, la población mayor de 65 años se triplicará, lo que hará más difícil y costoso satisfacer la creciente demanda de servicios públicos como salud y jubilación.
Conclusiones
La pandemia del COVID-19 tiene todos los componentes para transformarse en América Latina en una crisis de fin de época. No sólo por la fuerte recesión que desencadenará –de menor duración pero mucho más profunda que la de 2009– sino también porque pondrá en evidencia las elevadas y generalizadas limitaciones e insuficiencias que caracterizan a los Estados, a las administraciones, a la matriz productiva y al entramado social a la hora de dar una respuesta eficaz y de proteger a sus sociedades frente a crisis recurrentes o sucesos catastróficos imprevistos.
Una vez superada la pandemia llegará la hora de pensar, diseñar e impulsar la agenda futura. Ese proyecto comprende tres grandes áreas que van desde lo político-institucional (diseño de Estados eficaces y eficientes) a lo económico (impulso de una nueva matriz de desarrollo sostenible, inclusiva e integral basada en la innovación y en la productividad), enmarcado todo ello dentro de un nuevo contrato social para reforzar las democracias y garantizar el bienestar de la ciudadanía (mejor acceso y mejores servicios públicos en sanidad, educación y otros aspectos).
Es necesario un rediseño político-institucional que genere amplios consensos políticos para garantizar la continuidad de los cambios y transformaciones que se ejecuten. El objetivo de las reformas estructurales será convertir en más productivas y competitivas a las economías regionales, cambiando la matriz productiva para hacerla más diversificada, vinculada a las cadenas globales de valor, con una decidida apuesta por introducir valor añadido e innovación a las exportaciones y con un Estado más eficaz y eficiente cuyas políticas públicas estén centradas en apoyar la inversión en capital humano y físico.
Más allá del tópico (“las crisis como oportunidad”), lo cierto es que si de la depresión de los años 30 emergió una América Latina que apostó por la industrialización –y también por el autoritarismo político– y los 80 engendraron una región más democrática, más abierta al comercio y más sana macroeconómicamente, de la actual recesión (que cierra un período de largo estancamiento) puede salir una América Latina fuertemente vinculada al gran reto de futuro que supone la cuarta revolución industrial-digital.
Fotografía: Tom Fahy. Vitral en la estación de metro La Paz en Caracas, Venezuela (1995).
Fuente:
La verdad es que sin dudar de la confiabilidad de la fuente utilizada, que Brasil invierta más del 10% del PIB para afrontar la crisis del Covid-19 es difícil de creer, dado lo que su presidente hace a diario.
ResponderEliminarEstas son las cosas, Hermann, que debemos verificar: la data. Quizá más adelante lo confirme, quizá lo niegue, una consideración más calmada de las estadísticas. Un abrazo.
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