EL NACIONAL - Sábado 30 de Junio de 2012 Papel Literario/3
La vida es una crónica hecha de intersecciones casuales
No saber nunca, a ciencia cierta, adónde lo llevarán a uno sus páginas, es lo que hace que la narrativa de Paul Auster se torne en una fuente tan adictiva. Sus protagonistas, o casi todos ellos, comparten una peculiaridad: son seres tomados por obsesiones
EDGARDO MONDOLFI GUDAT
Cuando el azar gobierna
Uno de los rasgos más perturbadores de la obra novelística de Paul Auster es que el lector se ve obligado a adentrarse en ella sin la guía confiable de una brújula o un mapa. Todo menos la certeza de un viaje seguro es lo que le aguarda a quien acepte el reto de explorar su prosa de ficción. No saber nunca, a ciencia cierta, adónde lo llevarán a uno sus páginas, es lo que hace que la narrativa de Auster se torne en una fuente tan adictiva. Tal vez esa condición se deba precisa --o fundamentalmente-- al hecho de que sus protagonistas, o casi todos ellos, comparten una peculiaridad común: son seres tomados por obsesiones capaces de hacerlos abandonar, súbita y abruptamente, el curso de sus propias vidas, de extraviar el rumbo de su propia navegación. Obviamente la vida de nadie es lineal ni, mucho menos, una autopista asfaltada. Cualquiera puede vivir con la sensación del zig-zag. Cualquiera puede convenir en que la vida está hecha de intersecciones extrañas y bifurcaciones insospechadas. O concluir, tal vez, que la realidad es mucho más misteriosa de lo que es capaz de admitirlo nuestra propia arrogancia. También bastaría pensar por un momento en el hecho de que podrían haber habitado en uno tantos destinos distintos como el número de caminos que hemos descartado en la vida.
Sin embargo, cuando se trata de asociaciones inesperadas o de caminos que se bifurcan, nada se asemeja a las experiencias padecidas por los personajes que conforman la narrativa de Paul Auster. Puede que uno de tales personajes sea un escritor medianamente exitoso de novelas policiales que, por un capricho del azar, acepta el desafío de convertirse en un auténtico detective sólo por la aventura de resolver un misterio que la vida real le ha puesto por delante; pero nada nos habría hecho imaginar como lectores que, a la vuelta de una serie de singulares imprevistos, este personaje terminaría convirtiéndose en un indigente, forzado a vagar sin rumbo por las calles de Nueva York.
Lo mismo ocurre con el protagonista de otra novela, quien se ve castigado en igual grado por el universo de azares tan recurrente en Auster. En este caso, el personaje en cuestión, un escritor de relativa fama, termina siendo el heredero, no sólo de toda la obra literaria inédita que ha dejado en sus manos su mejor amigo de la infancia antes de desaparecer de forma misteriosa sino que, de paso, le ha dejado también en comodato a su propia esposa. Tamaña herencia: una colección de escritos sin publicar pero insospechadamente valiosa que obraría en sus manos a partir de ese momento y, también, una mujer atractiva hasta la médula que obrará entre sus brazos durante el día, o entre sus piernas, por la noche. La conjunción de ambas e inexplicables herencias termina metiendo al personaje en el camino de un verdadero infierno que, por poco le cuesta la vida, cuando ya casi le ha costado, a lo largo de la novela, su propia entereza mental. El protagonista se convierte, así, en rehén de aquel amigo; termina obsesionado, incluso poseído por él. Allí comienza la verdadera búsqueda. Una búsqueda que lo aventará al mundo de los detectives improvisados.
Plantados frente al desafío que les ha impuesto el azar, los protagonistas de estas dos novelas de Auster son capaces de echar todo por la borda con tal de no renunciar a los impulsos de sus respectivas obsesiones: uno, por resolver un misterio aceptando el temerario rol de actuar como detective privado; el otro, desviviéndose literalmente por descubrir porqué desapareció el amigo y por qué le dejó, de golpe, tanto su obra literaria como su mujer. La obsesión es, en ambos casos, el elemento clave y vinculante.
Y justamente es también una de las principales característica que habita el centro de estas dos novelas a las cuales he querido hacer mención particular --La ciudad de cristal y La habitación cerrada--, las cuales, junto a una tercera obra titulada Fanstasmas, terminaron integrando la llamada Trilogía de Nueva York.
Un Quijote moderno
Como puede colegirse de tan apretada síntesis, ambos protagonistas juegan a ser detectives. Ambos se ven sobrecogidos por la aterradora constatación de que han descubierto más de sí mismos que del objeto al cual persiguen. De esta forma, La ciudad de cristal y La habitación cerrada forman una parodia del género; en el fondo, son un homenaje al género de la novela negra pero, a la misma vez, una especie de anti-novela policial. Algo similar a como El Quijote es una novela de la anti-caballería y, a la vez, si se quiere, la última del género caballeresco. Este parentesco con El Quijote es particularmente significativo en la primera de ambas novelas, La ciudad de cristal. No sólo por el dato aparentemente trivial de que el protagonista David Quinn lleve las mismas iniciales de Don Quijote sino porque, desde el momento en que corrió la aventura de asumir su nueva identidad, la vida de Quinn comenzó a cambiar y transformarse. En otras palabras, a Quinn le ocurrió algo similar al Alonso Quijano de Miguel de Cervantes cuando aquél resolvió echarse encima los aperos de caballero andante, asumir el nombre de Don Quijote y salir por el mundo a enderezar entuertos ajenos. La aventura acabó devorándose a Don Quijote. Pues ocurre que la falsa identidad que adoptó Quinn por el simple gusto de hacerlo, terminó devorándose al verdadero Quinn.
Auster, dicho sea de paso, jamás ha dejado de insistir en su filiación directa con Cervantes.
Así lo ha dado a entender en algunas entrevistas concedidas a la prensa de EE.UU. De hecho, considera al Quijote como uno de sus principales ríos literarios, tanto como ha confesado su deuda inmensa con dos de los principales mariscales de lo absurdo: Franz Kafka y Samuel Beckett. Visto aún más de cerca, los protagonistas de estas dos novelas actúan como verdaderos quijotes, pero no en la Mancha del siglo XVI sino en la delirante y caótica Nueva York del siglo XX.
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