Un culto nocivo
Rafael Arráiz Lucca
No todo culto, por definición, es nocivo. El culto al amor, al trabajo, a la eficiencia, son entre otros muchos cultos, manifestaciones perfectamente explicables y deseables. El asunto estriba en cuando un culto cruza la frontera de la valoración razonable y se adentra en los terrenos de la devoción acrítica. Entonces sí, estamos en presencia de un culto nocivo, que puede llegar a producir muchísimo daño.
El fundamentalismo surge de un culto acrítico, ya se trate de los fundamentalistas islámicos o de ciertos evangélicos norteamericanos que no admiten lecturas históricas y contextuales de la Biblia, e incurren en disparates tan desproporcionados como los de los islamistas. En el fondo, el ojo de la tormenta de la nocividad del culto nace cuando se pretenden interpretar los textos o las obras como si fuesen intemporales e inamovibles. Cuando el culto se basa en premisas inflexibles, pues lo que deriva de semejantes postulados discurre con violencia, impulsando una ortodoxia que se dedica a sancionar o exterminar herejes. Vieja y harto conocida historia.
Los venezolanos hemos asistido al crecimiento de un culto con distintas aristas. No cabe la menor duda de que la figura de Bolívar forma parte de lo que podríamos llamar “el alma popular”.
Buena parte del pueblo venezolano ha llevado al Libertador a sus altares, al lado de Negro Primero, José Gregorio Hernández, María Lionza y los cumplidores San Onofre y San Antonio, y esto, gústenos o no, es sumamente respetable. Lo que sí merece ser enfrentado es el bolivarianismo como culto acrítico que, por cierto, mucho antes de que Chávez se convirtiera en su Papa, ya campeaba por nuestros fueros de la mano de algunos sacerdotes de la historiografía bolivariana. Señalamos a Chávez hoy como el propagador de un culto, a todas luces dañino, pero se nos olvida que quienes crearon ese culto fueron otros venezolanos, anteriores al accidente de Sabaneta, y que fueron instaurando la infalibilidad de Bolívar y su risible ecumenismo.
Suele decirse que la fecha de nacimiento del culto coincide con la devoción bolivariana de Guzmán Blanco, pero sospecho que ya latía en los años paecistas y monagistas, cuando no había ocurrido su eclosión, pero el vínculo en el imaginario colectivo entre la pasión de Cristo y la de Bolívar venía macerándose.
Esta hipótesis, por supuesto, habría que llevarla a la mesa de disección.
Es precisamente de ese culto del que se ocupa el historiador Germán Carrera Damas en su libro recientemente reeditado, El culto a Bolívar (Alfadil Ediciones, 2003), y escrito durante los años finales de la década de los sesenta. No se le escapa a Carrera, obviamente, que el culto surge de “una necesidad histórica”, pero no por ello deja de señalar los efectos que la pésima administración de “esa necesidad” ha traído para nosotros.
Además, ofrece una taxonomía, no exenta de humor, que se deriva del culto. En la cúspide figuran los “herederos”, seguidos de los “continuadores”, los “exegetas”, los “racionalizadores”, los “patriotas”, los “hastiados” y los “reinvindicadores”, y habría que señalar que todos, sin excepción, constituyen elenco de un mismo fenómeno inconveniente y recurrente:
la interpretación antihistórica de los personajes de la historia, la lectura sin resortes contextuales y críticos de los acontecimientos y personajes acotados por el espacio y el tiempo.
Así como la lista de los que han contribuido a crear el culto a Bolívar es larga y tendida, y sobre todo formada por muchos de nuestros historiadores “oficiales”, ahora respaldados por el sacerdote mayor del culto, también han surgido voces críticas que hacen su trabajo y van horadándolo.
Entre esas voces la de Carrera Damas es una de las primeras, pero también constituye un aporte sustancial el libro de Luis Castro Leiva, De la patria boba a la teología bolivariana, lamentablemente agotado; y los trabajos de Manuel Caballero y de Elías Pino Iturrieta, recogidos en distintas piezas de sus generosas obras.
De modo que si el culto es poderoso, y cuenta con el alimento de un sacerdote mediático de la catadura de Chávez, los analistas del fenómeno son menos, y validos de algo que trabaja a menor velocidad: la interpretación crítica.
No hay que desesperarse, siempre ha sido así: el eslogan, la simplificación, cala de inmediato y va articulando un culto y un mito ascendiendo en un ascensor; el trabajo de los lectores interpretativos sube por las escaleras, pero pisando peldaños de roca, al menos eso queremos creer.
La figura de Bolívar no requiere ser adorada por unos feligreses ni administrada por unos sacerdotes, requiere ser comprendida por quienes están dispuestos a interpretarla y a valorarla en su dimensión histórica.
Los amores sin crítica no son amores, son esclavitudes.
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