Ínsulas extrañas
Intelectualidad y poder
Los ejemplos están a la mano para entender cada vez menos a aquellos intelectuales o artistas que en pleno siglo XXI siguen abrazando causas políticas sin un ápice de crítica o autocrítica: parecen niños danzando la música de la ignorancia o, peor, de la desmemoria.
Antonio López Ortega
Un hermoso poema de Eugenio Montejo –“Adiós al siglo XX”– enumera los grandes avances de esa centuria pero también las grandes pestes: nazismo, estalinismo, franquismo. Más recientemente, el ensayista colombiano Carlos Granés, en su libro El puño invisible, expone una tesis al menos temeraria: no fueron las políticas las verdaderas revoluciones del siglo sino más bien las artísticas. Dicho esto, la distancia de los acontecimientos nos obliga a entender cada vez menos la situación de intelectuales y artistas que abrazaron en su momento utopías que terminaron siendo escaparates desvencijados. Leer hoy en día los cantos que Paul Eluard dedicó a Stalin o alguna que otra oda impresentable de Neruda ofende la condición misma de la poesía. Hubo intelectuales orgánicos del Franquismo, con libros que hoy valen menos que el polvo, y nos cuesta releer a esa mente prodigiosa que fue Heidegger defendiendo las tesis del “hombre nuevo”. Todo engaño o autoengaño, en un siglo de tantas creencias, tuvo su contrapeso, y para anteponerse a la tesis del compromiso de Sartre tuvimos a un Camus, así como Heidegger encontró en su discípula, confidente y amante Hanna Arendt la más importante biógrafa del autorismo.
Los ejemplos están a la mano para entender cada vez menos a aquellos intelectuales o artistas que en pleno siglo XXI siguen abrazando causas políticas sin un ápice de crítica o autocrítica: parecen niños danzando la música de la ignorancia o, peor, de la desmemoria. ¿No recordamos ya las cartas que Anna Ajmátova enviaba a sus pares franceses alertando sobre los crímenes del régimen de Stalin? Si alguna lección han dejado las pestes de las que hablaba Montejo es que ningún intelectual de hoy puede ejercer su oficio sin un temple crítico frente al poder, frente a todo tipo de poder. Pensar o criticar son condiciones innegociables para un intelectual de estos tiempos: de él no se espera menos que esto. No hacerlo es negar la primera condición de un pensador o creador, que es la de ser la punta de vanguardia de una sociedad para alertarla de sus errores, desvaríos o despropósitos. El acompañamiento que en la actual crisis económica española –con Juan Goytisolo a la cabeza– han ejercido sus intelectuales es digno ejemplo de una función que, lejos de olvidarse, se mantiene en vela frente a unas clases política y económica que demuestran ser irresponsables.
Para ceñirnos a la escala venezolana, el temple crítico de nuestros intelectuales los ha llevado en el pasado al ostracismo, al presidio y, en algunos casos, a la muerte. En el balance de una corta gesta republicana, los nombres que tuvieron que alertar sobre los desmanes del poder se crecen frente a los que callaron y consintieron. Tenemos hoy tristes casos de intelectuales talentosos convertidos en lectores de cartillas y de poetas que ensalzan al mandante de turno con dotes de vate. Son gestos lastimosos, lamentables, que sólo el tiempo se encargará de ordenar. También en los años venideros tendremos a nuestro Eluard particular: un poeta que costará apreciar por sus credos inaceptables y sus declaraciones de pacotilla.
Ilustración: Guy Laramée (El País, Madrid, 27/07/12)
No hay comentarios:
Publicar un comentario