domingo, 15 de julio de 2012

EL NIEHOUSISMO IDEOLÓGICAMENTE VIGENTE

EL NACIONAL, Caracas, 19 de Julio de 2002
De Niehous a Boulton (I)
Jesús Sanoja Hernández

El secuestro es un acto abominable porque le pone precio a la vida. Puede ser político, como en el caso fatal de Aldo Moro; puede ser financiero, no sólo para alimentar arcas de organizaciones revolucionarias o paramilitares, sino para cobrar rescate con fines delincuenciales, y puede ser con objetivos extranacionales como fórmula de lucha terrorista o antiterrorista.
En Venezuela era figura desconocida hasta que apareció en 1963 con fines políticos, una vez que la izquierda se lanzó a la lucha armada con las FALN (Fuerzas Armadas de Liberación Nacional) y se valió de la estrella futbolística del Real Madrid, Di Stéfano, como medio propagandístico contra el gobierno de Betancourt. La acción provocó enorme revuelo, incluso internacional, que era lo que en el fondo pretendían los falnistas, y estuvo rodeada de un inteligente aparato publicitario, pues pusieron en contacto al as del balompié con la prensa. Sus declaraciones constituyeron prácticamente un elogio al departamento de propaganda del grupo armado. El trato recibido parecía más bien una invitación a los excelentes menús que un acto de presión y tormento.
Con fines igualmente publicitarios, pero trayendo a escena la Guerra de Vietnam, debe anotarse el secuestro de uno de los jefes de la Misión Militar de Estados Unidos, cuyo desenlace pudo ser trágico de no haber sido localizado el sitio de retención y capturados los ejecutores de la acción. El precio no estaba medido en dólares, sino en costo político. El militar norteamericano podía ser eliminado en el caso que se consumara la ejecución del patriota vietnamita Van Troy. Y si no lo fue –según parece– la explicación estuvo en que la operación falnista terminó siendo descubierta antes de que Van Troy pasara al otro mundo.
En 1967, poco después de la fuga de Márquez, García Ponce y Petkoff por el “túnel del San Carlos” y poco antes de la invasión de Machurucuto, se produjo el secuestro y asesinato de Iribarren Borges, ex director del IVSS y hermano del canciller en el gobierno de Leoni. Para ese momento, la ruptura entre el PCV y el PC cubano era un hecho consumado, tras la constitución de la OLAS en La Habana y, por lo mismo, nada de extraño hubo en el hecho de que un disidente de la línea del PCV asegurara desde la isla que aquella había sido una acción revolucionaria, siendo todo lo contrario.
Más tarde, al reventar la década del 70, surgió una variante del secuestro, contaminada por lo financiero, es decir, la búsqueda de fondos para alimentar la lucha contra el régimen. Fuero los tiempos que en la política afloraron los grupos disidentes (la llamada “ultra”), enfrentados a los “revis” (los revisionistas), esto es, a quienes habían rectificado la línea insurreccional de los 60 y trabajaban en el marco de la legalidad, con vuelta al camino electoral. En esos años se produjeron los secuestros de Carlos Domínguez, Dao, el niño Taurel, típicamente “financieros”. Por Carlos Domínguez, “el rey de la hojalata”, se exigió rescate, pero la cadena de sucesos produjo dos muertos frente a su residencia de El Paraíso y cuatro más en La Victoria, todos pertenecientes o vinculados a Punto Cero, uno de los más belicosos grupos de la ultra. Rescate también se pidió por el médico y empresario Dao y por el niño Teruel, que debía pagarlo su padre Jacobo. Un elemento abominable manchó este caso, muy distinto al de los Ottolina: la retención de un niño. Aquello era algo más que un comercio político. ¿Acaso no habían leído esos secuestradores la obra de teatro Los justos, de Camus? ¿Cuál habría sido la suerte del muchacho de no haberse producido el rescate? Variante insólita, no machada de política, la del “niño Vegas”, producto del clima de rebelión juvenil y de la ola de la drogadicción, que implicó, no a los muchachos de la clase media o a los surgidos de los barrios, sino a sectores sociales privilegiados. Con el gobierno de Carlos Andrés Pérez y el advenimiento de la Gran Venezuela aparecería otra variante. En efecto el caso Niehous implicaba a una transnacional (Owens Illinois), a varios grupos de la disidencia de izquierda y a algunos factores políticos que no procedían de las FALN o de los restos de los años 60.
Y así llegamos a lo que debió ser punto de partida de esta primera parte de la relación Niehous–Boulton. En el anuario internacional Tiempo de siega (Ediciones del Tiempo, Difusora Internacional, 1979) decía yo: “El 29 de junio resultó el más sorpresivo y tenso de todo el año. En la misma zona donde apareció Bill Niehous tras cuarenta meses de secuestro y de apasionados debates periodísticos y parlamentarios, el impacto fue tal que dejó a la gente sumida en la duda, en la incredulidad, en el equívoco. Ni los militares, ni los policías, ni los reporteros, ni los dirigentes políticos tenían una respuesta para el hecho noticioso que dividió a la opinión pública en mil pedazos, al punto de que para algunos era un asunto negociado, para otros una decisión divina y para la inmensa mayoría un enigma”.

EL NACIONAL, Caracas28 de Julio de 2002
De Niehous a Boulton (y II)
Jesús Sanoja Hernández

En su momento, 23 años atrás, comenté lo que sobre “el caso Niehous” escribieron dos implicados en el secuestro y un acucioso periodista de El Nacional. Los primeros, Gaspar Castro Rojas (?) en el libro Cómo secuestramos a Niehous y Carlos Lanz Rodríguez en otro titulado El caso Niehous y la corrupción administrativa, mientras el tercero, Guillermo Pantin, lo hizo en Niehous, negocio político. Obviaré lo que en ellos se revelaba, tanto en lo referente a la intrincada trama como a lo relacionado con la militancia y los propósitos de los ejecutores del que por estos ámbitos llamamos plagio.
Pero algo debe quedar claro. Hasta entonces la implicación de la guerrilla colombiana y de los grupos delincuenciales que hoy abundan en los espacios fronterizos era nula o casi nula. Lo que vivía nuestro país tenía otras connotaciones, muy propias de la Venezuela saudita y del florecimiento de las migraciones de los países de bajos ingresos a otros, como el nuestro, que nadaban “en la abundancia”. De allí que un año más tarde Luis Herrera abriera el “censo de los indocumentados”.
Pero a fines de la década de los 80 ya había comenzado lo que Humberto Silva Cubillán, en su estudio El delito del secuestro en el teatro de conflicto, habría de analizar con profundidad y tino. Las estadísticas por él suministradas, correspondientes a los primeros siete años de los 90, mostraron cómo “el delito del secuestro” había avanzado a pasos agigantados en la zona fronteriza. En fin, ya el secuestro no tenía, como principio y fin, naturaleza política y origen interno, sino que provenía de Colombia, tanto de los frentes guerrilleros como de grupos delincuenciales o de la asociación ocasional entre ellos.
Desde luego, llegó un momento en que “la industria del secuestro” implicó a bandas de venezolanos, en no pocos casos vinculadas con factores del país vecino, convirtiéndose en azote, no sólo de los estados fronterizos como Zulia, Táchira, Apure y Amazonas, sino adentrándose en zonas donde el desarrollo económico era alto o, en todo caso, ofrecía facilidades, como Carabobo, Bolívar, Barinas, Falcón, Lara, Miranda y, no faltaba más, Caracas.
Puesto a un lado el reciente secuestro de “Pablo”, tres han alcanzado notoriedad, muy polémica por cierto, en el último trienio: los de Antonio Nagen, Mely Carrero y Richard Boulton. Y en ellos Colombia, no la oficial pero sí la real, ha tenido algo o mucho que ver.
Nagen fue secuestrado el 5 de febrero de 1999, a tres días de la toma de posesión de Chávez. El principal inculpado fue Mónico Concepción Salom, ex funcionario de la Disip, aunque fueron varios los participantes, entre ellos su esposa Elka Gisela Moyetones. Nagen, dueño de la empresa de aluminio Aluyen, fue plagiado en La Lagunita, donde vivía, trasladado a Guasdualito y y “vendido” al Frente Domingo Lain del ELN. Por él pidieron rescate de cinco millones de dólares, aunque sólo pagaron los familiares un millón. El jefe de los secuestradores, Salom, trató de implicar al empresario venezolano Andrés Eloy Dielingen, amigo suyo nacionalizado en Estados Unidos, calificándolo de autor intelectual. El punto no quedó claro, pues lo que Salom calificó como autoría intelectual pudo ser parte de una coartada suya.
Si la desventura de Nagen duró 29 días, la de la joven Mely Alejandra Carrero duró seis meses, desde el 10 de mayo hasta el 12 de noviembre de 1999, siempre en manos del Frente Domingo Laín del ELN. En septiembre Pablo Beltrán, vocero del ELN, había declarado que el ELN no tenía secuestrada a la joven tachirense, mientras la madre de ésta sostenía, con razón, que sí. El día de su liberación, el Comandante Pablo, líder del Area ABC (Arauca-Boyacá-Casanare), reconoció la acción y la retención, precisando, según lo recogió en El Nacional, Eleonora Delgado, que no tenían en su poder a Boulton: “No conocemos de ese secuestro y no tenemos responsabilidad de los últimos hechos que han inestabilizado la calma venezolana”.
Sabido es que hubo empeño en señalar a la FARC como ejecutora del secuestro de Boulton, aunque tal organización ha sido terca en sostener que no realiza acciones de ese tipo en territorio venezolano. Finalmente, los hechos terminaron por darle la razón, en un trance increíble de las relaciones colombo-venezolanas a raíz del triunfo de Uribe, pues de pronto el terrible y temible Carlos Castaño, publicitado jefe de las Autodefensas Unidas, reveló que el piloto y empresario venezolano, de rancia prosapia, estaba en poder de la AUC del Meta, con responsabilidad directa de “El Flaco”. Vino así la entrega y días después, en relampagueante visita, Uribe a Caracas. Una nueva historia comienza a escribirse, aunque los secuestros no cesarán, con autores en este y el otro lado. En el 2000 fueron 57 y en el 2001 nada menos que 122.



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