sábado, 16 de octubre de 2010
neoespartana infancia
EL NACIONAL - Sábado 16 de Octubre de 2010 Opinión/7
El país de la infancia
SERGIO DAHBAR
A finales de los años ochenta del siglo pasado la figura de Sam Shepard, el intelectual, ya era un ícono de la cultura estadounidense. Se había convertido en dramaturgo de enorme trascendencia, narrador de poderosas imágenes y dramas amorosos incendiados, actor notable y una de esas estrellas que pasaban como un meteoro por Hollywood.
Recuerdo una entrevista que le hicieron en la revista Rolling Stone, en la cual desplegó su particular mirada sobre la mitología del oeste americano.
Allí se refería a la ya olvidada tradición del caballo, no tanto como medio de transporte, sino como forma de conocimiento del ambiente que nos rodea. Repetía entonces que nunca miramos el horizonte igual si andamos a pie o encima del lomo de un animal bronco.
En esa larga conversación se refirió al país de la infancia, territorio inexistente ya, pero al que volvía a través de la literatura como si por esa puerta de la narración pudiera regresar a un lugar mágico en el que el asomo de felicidad (como diría el fantasma de Emil Ajar, Román Gary) no siempre se cumplía en la adultez.
He recordado estas palabras con una claridad insistente a partir de la lectura del más reciente libro del escritor venezolano Francisco Suniaga, Margarita infanta (Mondadori, 2010), que acaba de aparecer en las librerías con una sugerente tapa en la que se reproduce una foto del autor en la infancia, de la mano de su hermano.
Uno podría preguntarse qué sentido tiene ilustrar un libro de cuentos con una imagen familiar. Pero esa pregunta resulta retórica, salvo que no se conozca la obra de este margariteño que ha trasmutado el cuento popular en gran literatura, con una materia prima muy personal.
Margarita infanta reúne 16 cuentos sobre una época desaparecida ya para el autor, un momento de gracia de la isla de Margarita. No habían llegado aún los constructores a modernizar autopistas, centros comerciales, supermercados y urbanizaciones, ni los restauradores de la cocina típica a fundar fogones sofisticados. Ni se habían bajado de los ferrys las hemorragias de turistas.
Margarita era otro lugar muy distinto del que todos disfrutamos hoy, siempre rodeado de agua por todas partes, pero menos globalizado y contemporáneo. Era una isla donde el tiempo pasaba de una manera singular por la vida de sus pobladores.
Como ya había ocurrido con La otra isla y El pasajero de Truman, Suniaga regresa a ese territorio que pareciera ser suyo y encontrarse absolutamente encadenado a su naturaleza más esencial: contar buenos cuentos de sobremesa. Todos guardamos historias acumuladas a lo largo de la vida, pero Suniaga sabe narrarlas como pocos.
Por su libro más reciente, pero en realidad por su memoria, aparecen y desaparecen contrabandistas, turcos que fotografiaban familias, sastres que recogían la crónica pequeña y sabrosa de la comunidad, maestros que castigaban la ignorancia con reglazos, circos que llegaban de incógnito en una noche y poblaban de fantasía una rutina a veces triste y adormecida.
Descendiente de los fabuladores más genuinos y desopilantes de la isla, Suniaga registra con particular afecto seres que parecen inventos maravillosos. Ahí está para una muestra Cachón, un hombre que odiaba Estados Unidos por razones sanitarias y metafísicas, que son las que valen la pena.
Suponía este margariteño que el programa espacial del imperio perturbaba la paz de los muertos.
Cachón convenció a su audiencia cautiva de que tenía un carro ultraliviano y resistente con el que volaba por el planeta a sus anchas. Había sobrevolado Egipto, la muralla China, las tierras pobladas de animales exuberantes de África, la estepa siberiana y los rascacielos de Nueva York.
Como escribe Suniaga, con especial afecto sobre su héroe de infancia, "escucharlo era como leer a Julio Verne pero mejor porque decía mentiras tan descomunales y tan hermosas que era intolerable pensar que no fueran verdades". Cabe preguntarse si esa enfermedad era nada más de Cachón, o si ya no contagió irremediablemente al mismo Suniaga.
Cada lector encontrará un texto que será su preferido en esta colección emotiva de una infancia que no volverá. Mi preferido es sin duda el que refiere la foto de tapa: "El retrato". Como en todos los cuentos de Suniaga, hay que dejar que sea él quien lo narre, porque en ese terreno resulta insustituible.
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