domingo, 31 de octubre de 2010

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EL NACIONAL - Domingo 31 de Octubre de 2010 Opinión/9
El Potemkin y Miraflores
RODOLFO IZAGUIRRE

Durante mi vida activa recorrí buena parte del país creando y organizando cineclubes. Algunos de ellos, universitarios, los inauguraba una y otra vez porque sus dirigentes, al colocarse la toga y el birrete, se olvidaban de las películas y del inevitable proyector Bell and Howell y daban paso a otro. Dejaban el cineclub después de haber desarmado lo que el anterior director había establecido nada más que para imponer durante el nuevo mandato otros procedimientos y sus gustos personales por esta o aquella cinematografía.

Es lo que tradicionalmente ocurre, por lo demás, en cualquier otro organismo e institución venezolanos, incluido el palacio de Miraflores donde cada nuevo inquilino busca imponer el sello de su personalidad y audacia, talento político o ineficacia administrativa y gerencial al desdibujar toda huella o vestigio de quien estuvo antes allí. Hay quienes intentan, incluso, borrar no sólo la gestión de un determinado mandatario, sino las realizaciones del propio país durante su mandato. "La historia de Venezuela, dice entonces el caudillo, comienza conmigo".

¡Salvando las distancias, es la misma arrogancia de aquellos directores de cineclubes! Arrastro la experiencia del primer cineclub que creamos Antonio Pasquali, Sergio Baroni y yo en la Sala de Conciertos del Aula Magna a finales de los años cincuenta del pasado siglo. Emocionados, proyectamos El acorazado Potemkin, la célebre película de Serguei Mijailovich Eisenstein, por considerar que estaba mandada a hacer para aquellos inflamados estudiantes de la ultraizquierda que llenaban la sala. ¿Méritos? Es la primera película en la que el pueblo es protagonista; canta y exalta la heroicidad de la Revolución Bolchevique; introduce el elemento social en el arte cinematográfico y está considerada una obra maestra del cine mundial. Pero no advertimos a los espectadores que se trataba de una película en blanco y negro, silente, realizada en 1925. Dimos por hecho que debían saberlo siendo universitarios. Apenas empezó la proyección se escucharon los gritos: ¡Sonido! ¡Sonido! Y otros desaforados también gritaban: "¡Esta vaina no tiene color!". Fue tal el alboroto que en la oscuridad de la sala un profesor universitario, conocido hombre de derecha al que en modo alguno podría señalársele ningún parpadeo izquierdista, desafió a uno de aquellos estudiantes a caerse a trompadas. Es decir, que un ignorante muchacho revolucionario, un comecandela como se designaba entonces a los fundamentalistas o como llamaríamos a los chavistas de hoy, estaba impidiendo a un hombre de derecha ver y disfrutar una película irrepetible y magistral que revolucionó el lenguaje fílmico y ensalzaba la misma revolución que ese estudiante pretendía instaurar en Venezuela. Aprendí a edad temprana que este asunto de las ideologías tiene que ver, esencialmente, con la formación y la solidez cultural que tengamos.

Vi a los dogmáticos de entonces recitar la cartilla antiimperialista y los vuelvo a ver ahora con camisas rojas, pero siempre mal adoctrinados, ofreciendo como única argumentación el gastado catecismo contra el imperio y sus lacayos; agrediendo a quienes discrepan de sus acciones; orgullosos de la mediocre cultura cuartelaria con la que se arropan.

Lo que perturba y desalienta es que no sólo se arrastran y alimentan carencias ideológicas desde el Palacio de Miraflores, sino que desde allí se reiteran de manera patética, grotesca y desconsiderada esas desfasadas consignas que ya escuché durante mi adolescencia; las mismas que hicieron posible que un hombre de derecha retara a un muchacho de la ultraizquierda porque ¡le impedía disfrutar una gloriosa película llamada El acorazado Potemkin!

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