EL Nacional, Caracas, 12 de junio de 2016
La hora menguada
Rodolfo Izaguirre
De manera dolorosa y escalofriante, el país venezolano disminuye, se consume física y moralmente, herido de muerte por las heridas causadas por el socialismo bolivariano que en mala hora trajo a nuestras vidas a Hugo Chávez, el verdadero responsable del colosal fracaso de la economía y la pérdida irreparable de nuestra dignidad. Lo menciono porque es el notorio causante del oprobio que padecemos y porque la terca mediocridad de Maduro escapa a cualquier consideración razonable. En Play Back, la última novela de Raymond Chandler, Philip Marlowe se refiere a un sujeto que bien podría haber sido Nicolás, que tenía dos dedos de frente "pero podía abrírsele un crédito por algunos dedos mas".
El hecho es que hay hambre,
angustia, desaliento y una desesperación que aviva en los corazones más
serenos; un rencor que está al borde de algún catastrófico y violento
desbordamiento social que comienza a perturbar a otros países y gobiernos en
los que, ¡ya era hora! se observan trazos de interés por encontrar algún camino
de salvación. Pero, ¡no todo está perdido! En medio del espanto de nuestra
agonía ha brotado una chispa, un asomo de gracia, un momento de verdadera
gloria… Algo en apariencia de poca importancia o trascendencia para muchos;
algo impensable, inesperado, pero que vive y permanece latente, pongamos por
caso, en los cuerpos que han conocido la danza.
Un espectáculo infrecuente,
único: la fusión del drama escénico, teatral, con el movimiento del cuerpo. Es
más, si revelamos nuestra inagotable memoria corporal abrimos la posibilidad de
ilustrar el paso del tiempo, la entrada de un siglo en otro.
Una hermosa definición asegura
que la danza es lo que queda en el aire después que el bailarín pasó por él.
Cuando este debe retirarse puede continuar su vida profesional como maestro o
coreógrafo pero no puede evitar que, como bailarín, un manto de olvido lo cubra
y lo aparte de la escena. ¡Pero no es así! Hay una memoria corporal que
persiste en él y se resiste al tiempo aunque no pueda mostrarse en los
escenarios. En un afortunado intento por demostrar la persistencia de esa
memoria, el coreógrafo Leyson Ponce, inspirándose en un breve relato de Rómulo
Gallegos titulado “La hora menguada” ha reunido a dos leyendas, pioneras de la
danza: Graciela Henríquez y Sonia Sanoja, ambas un poco más que octogenarias,
en una hermosa obra de drama y movimiento. Dos hermanas que envejecen juntas en
una cotidianidad marcada por el odio, la traición, el rencor y la culpa porque
Amelia le quitó el marido a Enriqueta y tuvo el hijo que nunca más regresaría a
la casa. Este clima de cotidiano rencor permite a Leyson explorar la memoria
corporal de las dos intérpretes y ellas, con el asombroso poder de su
gestualidad cruzan los espacios de la soledad y del amor extraviado y recrean
un tiempo pasado empleando tan solo sus gestos, sus desplazamientos en un
escenario en el que solo vemos un par de sillas, una mesa, un saco o chaqueta
de hombre que simboliza la presencia tanto del marido como del hijo, un
perchero y dos marcos detrás de los cuales las hermanas se retratan, una vieja
radio que emite publicidad y la música de un bolero que ellas bailan animadas
por el rencor. La acción permite al espectador situarse en el tiempo. El diseño
del vestuario y la escenografía llevan la firma de Luis Alonso.
La obra se inspira en Gallegos
pero al cambiar su título original de La hora menguada” por “Amor amargo” ya no
alude a la disminución de los sentimientos sino al rencor y la culpa en que se
centra el conflicto que sostiene la vida de las dos hermanas. Ambas juegan con
el saco, se lo ponen, se lo quitan, se cubren con él, lo convierten en un bebé
acariciable. Sin palabras, hacen sus respectivos solos y expresan sus propias
personalidades a través de gestos que traducen visual y casi literalmente un
poema de Lezama Lima y otro de Hanni Ossot apoyados en la iluminación de Rafael
González, maestro y también coreógrafo de mucho talento así como en una
exquisita selección de música barroca peruana en quechua y la célebre
“Casta Diva” de Bellini. La producción de esta hermosa e intensa obra de
lectura coreográfica estuvo a cargo de Carlos Paolilo, nuestro destacado
teórico y crítico de danza. Desde luego, la dirección artística y coreográfica
es de Leyson Ponce. Por encima del odio y los rechazos sobrevive en las dos
hermanas la fatalidad de una cotidianidad compartida porque la vida entre ambas
persiste. De allí que la obra de Leyson Ponce sigue abierta al cerrarse 45
minutos después de su inicio cuando las hermanas encienden la vela de una torta
de cumpleaños.
Se dice que el país venezolano y,
en mayor grado, el país político, no tienen memoria; o si la tienen es muy
frágil. Pero nuestros cuerpos poseen una memoria que va mas allá de la muerte,
es inextinguible, cruza todo límite impuesto por el tiempo y queda, se ancla,
permanece y se fija, incluso, en los otros cuerpos que vieron moverse los
nuestros. La mejor demostración de esta memoria corporal está en los
movimientos de Graciela Henríquez y Sonia Sanoja, desplazando sus gestualidades
en un escenario sobre el que dejaron de bailar hace cuarenta años.
La hora que ellas viven está
flagelada por la culpa. En cambio, la hora actual venezolana y bolivariana es
menguada, acelera día a día su disminución como país que conoció alguna vez un
florecimiento nada fácil, pero esperanzador y había pan en las panaderías. Es
un país que se está extinguiendo, va camino de los escombros causados por la
presencia brutal de militares armados y en uniforme, que hacen política fuera de
los cuarteles incitando a un civil inepto y desprestigiado a firmar decretos
que afligen y reprimen con ferocidad dictatorial a una población civil
indefensa cuyas únicas armas son la protesta pacífica, manifestaciones de calle
y una desobediencia civil que anhelo practicar como octogenario que se expresa
no con su cuerpo tal como lo hacen Graciela Henríquez, Sonia Sanoja y Leyson
Ponce, sino con palabras que pretenden anunciar para el país una hora menos
aciaga o menguada.
La vulgaridad
Rodolfo Izaguirre
Hay un lenguaje de burdel, de
prostíbulo o de botiquín de mala muerte que ocasionalmente, bien manejado, bien
estructurado, puede emplearse con éxito en algún pasaje literario. William
Faulkner aseguraba que no había mejor lugar para escribir que un burdel en
horas de la mañana porque era un espacio tranquilo, sereno y silencioso. Pero
ese mismo espacio, que le permitió escribir acaso alguno de los libros que le
hicieron merecedor del Premio Nobel, se transformaba en las noches en un
tumulto de imprecaciones y de peligrosas aventuras sexuales. Llevado a la
política es un lenguaje abiertamente soez, tosco, ordinario, balurdo. El
diccionario de la Real Academia define la palabra balurdo como “gente ordinaria
y soez”. Balurdo es nuestro ilegítimo presidente cuando grita a Almagro que se
meta su carta democrática por donde le quepa. ¡Es una vergüenza! Una atrocidad,
una ofensa no solo a la dignidad de Almagro sino a la propia majestad que se
supone encarna quien expresa semejante vulgaridad Es un legado del fallecido
comandante antes de transformarse en pájaro. Fueron varias las veces que Hugo
Chávez mandó a “lavarse ese paltó” a algunos mandatarios y presidentes de
Estado y vociferar injurias y belicosas amenazas. Pareciera ser, en ambos, una
adicción a la fanfarronada, a la bellaquería, al gesto y a la vulgaridad de
barriada. ¡Uno se estremece de estupor! Incapaz de entender cómo puede ser
posible que ocurran semejantes agresiones verbales aunque ya nos hayamos
acostumbrado a la represión brutal de los cuerpos de seguridad del Estado, un
ridículo eufemismo por guardia nacional, policías bolivarianas o grupos
delictivos armados desde Miraflores. El hecho de haber sido chofer de autobús o
de vagón del Metro no justifica un lenguaje escabroso. Lleva más bien a pensar
que se trata de una última y desesperada tentativa de arrogancia ante el
fracaso y la pérdida de autoridad, el último zarpazo de agonía cuando no se
tiene a mano alguna argumentación que sirva de defensa, de explicación, de
justificación ante el enorme fracaso político y económico y la degradación
moral y cultural del país.
En lo personal no puedo reconocer
y aceptar como presidente a alguien cuyo lenguaje sucumbe a una condición
crapulosa siendo el lenguaje símbolo de inteligencia no solo del individuo sino
de la ciudad, de los grupos étnicos y de las propias naciones. El lenguaje es
un valioso componente de la estructura social e intelectual de una comunidad.
Es, para simbolistas como Chevalier y Gheerbrant, el alma de la cultura y
de las sociedades. Es, al mismo tiempo, símbolo de la Creación, de la
creatividad divina, anuncio de la Revelación primordial. ¡El Verbo!
¡Maduro, solo nosotros hablamos,
poseemos y manejamos el lenguaje escrito! Por eso somos los reyes del mundo.
Figuras protagónicas de todo lo creado en el mundo animal. ¡No puedes atentar
contra el lenguaje, contra el conocimiento y la sabiduría! Cualquier daño o
desconsideración que le hagamos al lenguaje afecta a la sociedad, cercena sus
raíces, las separa; perturba la comunicación entre un ser y otro. Impide el
diálogo que habría podido suscitarse entre quien ofende y agrede el lenguaje y
su posible interlocutor. No podría dialogar contigo porque no manejo tu
vulgaridad y no poseo suficiente experiencia en el dominio del lenguaje que
corre por los botiquines del barrio marginal. Al igual que el mundo, Chevalier
y Gheerbrant consideran que existen también tres niveles en los que pueden
situarse las palabras: celestial, terrestre e infernal, de acuerdo con los
niveles en los que se sitúa quien las pronuncia. Las de Maduro, objeto de estas
líneas, ocuparían por derecho propio el nivel infernal. El más bajo, larvario y
del subsuelo.
Hubo una torre de Babel que
precipitó la confusión de las lenguas y gracias a esa confusión surgieron
los diferentes idiomas y las tradiciones y a partir de ese momento todas las
lenguas y sus palabras adquirieron un carácter sagrado. ¡Por eso existe,
Nicolás, una teología de la palabra! ¡Una tradición bíblica! ¡Existe, incluso,
la Palabra de Dios!
Adoro las palabras, las cultivo
como flores del jardín, las acaricio y me esmero aun más cuando ellas adoptan
un ropaje poético y se convierten en la ribera del silencio, es decir, evitan
que el silencio se desborde, se precipite en el vacío y se convierta en
charlatanería o, en el peor de los casos, en la vulgaridad del mandatario
acorralado y sin defensa, atado al cráter del volcán a punto de erupción.
Es el vaho de tristeza que cerca
y envuelve a Nicolás: no saber qué hacer, no encontrar manera de defenderse,
dónde ir, cómo justificarse ante el país y ante la Historia que lo acecha y
diseña su caída. ¿Qué otra patraña, torpeza y mentira va a concebir si cada
gesto, movimiento o declaración suya contribuye a hundirlo aun más en su propio
pantano no solo frente al país sino frente al estupor del mundo? ¿Dónde y cómo
lavará él mismo su propio paltó?
Ha sido motivo de estudio y de
reflexiones el uso y acomodo del lenguaje a la política del chavismo, es decir,
el triunfo del populismo trasladado a los terrenos del lenguaje como un
mecanismo abyecto del ejercicio del poder, el dominio como identificación
popular lo que en el fondo significa una aberración porque tiende a mantener el
estado larvario e ignominioso del lenguaje, la aspereza de su vulgaridad como
rasero y denominador común cuando lo que se impone es todo lo contrario: elevar
el lenguaje, ennoblecerlo, despojarlo de todo asomo de ofensa, agravio y
vulgaridad y lograr, finalmente, que Nicolás se meta sus ofensivas palabras
¡por donde les quepan!
EL
NACIONAL, Caracas, 22 de mayo de 2016
Los resplandores del lenguaje
Rodolfo Izaguirre
En su libro El sentido mágico
de la palabra, Ángel Rosenblat llama dios alado a la palabra. Dice que ella
es un soplo sonoro, un aire herido, música; humo de la boca que si bien se
desvanece en el aire es capaz, sin embargo, de trasmitir odio y amor, deseo y
voluntad, dolor y alegría y fijarse en papel, pergamino, mármol, celuloide
(aparecer en la pantalla del ordenador) y viajar por todas las lejanías y
perpetuarse por los siglos de los siglos.
Es nuestra obligación respetar y
considerar a las palabras; tratarlas con particular ternura y cuidado porque
ellas constituyen el material de la poesía. Son para la poesía lo que los
colores para el pintor y los sonidos para el músico. No se hace poesía con
ideas sino con palabras y por eso la palabra es un ser vivo como cualquiera de
nosotros. Como objeto, ofrece una cierta estructura, una osamenta, un timbre,
una dulzura o una dureza; es áspera o melodiosa; sirve para cantar o para rezar
y decimos “adiós” y sentimos que hay dureza al oído distinto al “addio”
italiano porque en el idioma de Verdi o de Montale brota la música al
despedirnos.
Como ocurre con las obras de
arte, las palabras, al envejecer, se revisten de nuevos significados que las
benefician porque arrastran consigo los deseos y ensoñaciones de millones de
antepasados que se hacen presentes en las cosas y en los seres. Es gracias a
esta presencia que las palabras no sólo nos enseñan el mundo de nuestros
ancestros sino que podemos comunicarnos con lo que ellos vivieron. Las palabras
deletrean las almas de quienes estuvieron antes que nosotros. La manera como
ellos expresaron su alegría y su dolor nos sitúan también en el camino del
dolor y de la alegría; y de la manera como nombraron una flor y una piedra
evocamos también esa flor y esa piedra. La lengua conserva el alma de una
provincia, de una etnia; la manera de articular la vida. Un forastero necesita
de una larga práctica para entrar en la poesía de una lengua, lo asegura Jean
Onimus en su libro La connaissance poetique, pero cuando lo logra puede
decirse que ha penetrado en el alma de la nación. Y ya sabemos que las cosas
cambian de un país a otro y en cada país de una región a otra porque las
palabras no son las mismas y porque también en las palabras coexisten el ánima
–que es la mujer interior del hombre– y el ánimus –que es el hombre interior de
la mujer– y así, el sol que es viril entre nosotros se hace mujer en Alemania;
la leche que es mujer para los venezolanos es hombre en Italia o en Francia y
los ingleses, al parecer, están mejor equipados para nombrar el mar porque
ofrecen diez palabras para designar la forma de las olas mientras nosotros
apenas tendremos dos o tres y cruzamos la frontera y el nombre de una flor ya
es otro; lo que demuestra también que el alma de las palabras invade y
revolotea en su cuerpo en un intento por fusionar el ánima y el ánimus, es
decir, por volverlo andrógino.
Ya sea en sentido figurado, en la
metáfora, la imagen poética o en el contacto desconcertante con otros verbos,
la palabra tiene que expresar cabalmente lo que queremos que ella exprese. La
palabra “Presidente”, por ejemplo, tiene una significación mayestática, de
poder; presencia, altura y altivez vinculadas a un cargo específicamente
representativo; en particular, cuando se trata de la Presidencia de la
República pero no puedo en modo alguno agregar a la majestad que lo reviste el
nombre de Nicolás Maduro porque estaría distorsionando, desvirtuando y
empobreciendo el significado, el respeto y los alcances de la magistratura
implícitos en la palabra “Presidente”.
De allí que me vea obligado a
mencionar el nombre de Nicolás a secas y a tutearlo como a cualquiera de mis
compatriotas y vecinos, consciente de que al hacerlo el poder del lenguaje, sin
obligarme a ser yo quien lo diga, manifestará tácita pero contundentemente la
ineficacia, la impericia, el no estar preparado para asumir no solo la dignidad
y la altura de un mandato presidencial sino la concepción, ejecución y
aplicación de previsiones y medidas de aliento social y económico que se
requieren. Además, los expertos califican su lenguaje de “desafortunado,
irritante, agresivo e intimidatorio”. ¡A mí me parece de botiquín!”.
En la novela Double Kill
(La sombra de Caín) de Daniel da Cruz, para la serie noir de Gallimard,
un periodista, inocente, condenado a cadena perpetua pretende estudiar con la
ayuda de prisioneros de altas profesiones y hacer de su condena un acto de
recuperación moral. Uno de sus futuros profesores le advierte: será preciso que
seas capaz de prever las exigencias de la sociedad a las que el gobierno debe
responder elaborando programas adecuados; tendrás que comprender los
procedimientos científicos y técnicos que se requieren para satisfacer esas
exigencias; conocer las industrias que ejecutarán esos procedimientos a fin de
predecir cuáles necesitan recursos, dinamismo y políticas para justificar los
gastos del gobierno. Deberás poseer sentido de las finanzas, conocer a fondo
las ciencias económicas, las tecnologías, la sociología urbana, las leyes
corporativas, la contabilidad, las estadísticas, impulsar la productividad,
auspiciar y proteger las inversiones y un conocimiento intenso y profundo de
los distintos programas de búsquedas e investigación puestos en marcha por
otros gobiernos y reunirte (es lo que agregaría yo a semejantes advertencias)
no con militares inexpertos e ineficaces sino con profesionales de alto nivel
universitario.
¡Déjame decírtelo de una vez por
todas, Nicolás! En una sola jornada, 1.102.236 venezolanos afirmaron que no
eres capaz de asumir estas tareas. Lo siento mucho: ¡no te avergüences!, pero
has dado muestras suficientes de ineptitud. Como dicen en los seriales de
televisión cuando el asesino dispara a la víctima: ¡“No es nada personal!”.
Antes de irte, por favor, ¡deja en paz a la Polar! Perdóname, pero por respeto
a los resplandores, a la gloria y exactitud del lenguaje, solo puedo llamarte
Nicolás y no ¡Presidente de la República!
Fotografías:
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