¿Lo
real maravilloso o artimañas literarias?
Mario
Vargas Llosa
Cuando
Alejo Carpentier afirmó: "Yo soy incapaz de 'inventar' una historia. Todo
lo que escribo es 'montaje' de cosas vividas, observadas, recordadas y
agrupadas, luego, en un cuerpo coherente"1 dijo una verdad muy mentirosa.
Porque, aunque es cierto que su material de trabajo para crear ficciones era la
historia documental, las fuentes escritas para investigar el pasado, también lo
era que, en el proceso de convertir en novela aquella materia prima, sometía
ésta a una transformación tan radical que en la ficción pasaba a ser una
realidad inventada de pies a cabeza, emancipada en cuerpo y alma de su modelo.
Deshacer y rehacer la historia, mudada en ficción, era la manera propia de
Carpentier de inventar historias.
Alcanzó, en esto, una maestría consumada,
a partir de 1949, cuando apareció su primera obra maestra, El reino de este
mundo, acaso la mejor de sus novelas y una de las más acabadas que haya
producido la lengua española en este siglo. (Antes, en 1933, había publicado
una novela regionalista, ¡Ecué-Yamba-O!, que, luego, con perfecta lucidez,
desdeñó.) El punto de partida de El reino de este mundo fue un viaje que hizo a
Haití, en 1943, acompañando al actor Louis Jouvet, en el que visitó la
Ciudadela La Ferriere, la Ciudad del Cabo, las ruinas de Sans-Souci y buena
parte de los lugares donde ocurre la novela. Pero si este viaje disparó la
imaginación de Carpentier sobre el mundo de Henri Christophe y las largas
luchas por la independencia de Haití, los verdaderos materiales que utilizó
para El reino de este mundo no fueron cosas que vio y oyó, sino que leyó.
También en este caso, como en todas sus ficciones futuras, su inspiración fue
libresca.
Los críticos que se han ocupado de esta
novela —Roberto González Echevarría, Richard A. Young, Nury Raventós de Marín y
otros— han subrayado que casi todos los personajes y sucesos de El reino de
este mundo tienen una correspondencia en la realidad histórica. Pero quien ha
llevado a cabo el más exhaustivo trabajo de arqueología de las fuentes que
aprovechó Carpentier es Emma Susana Speratti-Piñero.2 En su notable
investigación, demuestra que la novela es un "mosaico increíble" de
datos históricos, mitológicos, religiosos, etnológicos y sociológicos recogidos
por Carpentier en libros de viajeros, historiadores, en correspondencias,
artículos especializados, biografías y manuales de mera divulgación o
popularización, refundidos y organizados en un orden compacto para dar una
versión literaria —es decir, ficticia— de las luchas independentistas y de los
primeros años de vida soberana de Haití. La doctora Speratti-Piñero prueba que
prácticamente no hay en la novela un solo personaje (ni siquiera Ti Noel), ni
un episodio, y aun detalle o motivo que no tenga raíces bibliográficas. Y, sin
embargo, de esta comprobación no resulta, en modo alguno, empobrecida la
originalidad de El reino de este mundo ni el talento creativo de su autor. Por
el contrario, la exposición de las fuentes utilizadas por el novelista cubano
sirve para desvelar, de manera íntima, el procedimiento de transmutación de una
realidad histórica en realidad ficticia de que Carpentier se valía para
emancipar su ficción de todo sometimiento o dependencia de sus fuentes e
imponerse al lector como un mundo original, dotado de unos rasgos y
movimientos, colores, leyes, personajes, acciones y de un sistema temporal
absolutamente propios e intransferibles. Pocas veces, en la crítica
latinoamericana, un trabajo de paciente erudición ha sido tan fecundo para
iluminar el encaminamiento mediante el cual un escritor de genio saquea el
mundo real, lo desmenuza y reconstituye con la palabra y la fantasía para
oponerle una imagen literaria.
Ningún lector que se enfrente a esta
novela sin estar al tanto de su gestación, sospecharía que todos los
sorprendentes acontecimientos y los inusitados personajes que la pueblan son
"históricos", ni siquiera realistas. La historia que cuenta parece
mucho más cerca de lo legendario, lo mítico, lo maravilloso y lo fantástico que
del mundo objetivo y la pedestre realidad. Pero esta impresión no resulta de la
historia que El reino de este mundo cuenta, sino, exclusivamente, de la astuta
y originalísima manera en que el narrador cuenta la novela. El discurso del
narrador, de palabras rebuscadas —muchas de ellas extraídas de diccionarios y
vocabularios especializados— se halla en las antípodas del que finge lo
espontáneo, la oralidad. Este estilo representa, más bien, la voz engolada del
discurso escrito, de lo leído y premeditado, de lo corregido y repensado, de lo
artificial. Pero, pese a su semblante fabricado, es de una gran precisión a la
hora de designar el objeto y describirlo, y de un extraordinario poder de
síntesis: describe a pinceladas rápidas, sin insistir ni repetir. Su
característica mayor, además de la exactitud —nunca vacila ni yerra a la hora
de adjetivar— es la sensorialidad lujosa, la manera como se las arregla para
que la historia parezca entrarle al lector por todos los sentidos: la vista, el
oído, el olfato, el sabor, el tacto. Un estilo en el que, curiosamente, lo
amanerado no está reñido con la vida del cuerpo, donde el adorno realza lo
vital.
De este estilo, que, a diferencia de
otros, los de las novelas "realistas", no niega lo que es —pura
literatura—, se vale el narrador para dotar al mundo ficticio de uno de sus
rasgos prototípicos, el que más lo aleja de la realidad real y lo vuelve
realidad inventada: el tiempo. Toda ficción tiene un tiempo, creado para ella y
por ella, y que sólo existe allí. El tiempo de El reino de este mundo es,
gracias al estilo, lentísimo, de cámara lenta, tanto que el lector tiene a
menudo la sensación de que el tiempo se ha detenido o sido abolido, como ocurre
en los grandes frescos, en las imágenes inmóviles de las pinturas. Y esta
sensación se debe a que cada capítulo tiene un tiempo propio —una sucesión o
acumulación de ocurrencias—, pero, entre capítulo y capítulo, no hay flujo
cronológico, una continuidad anecdótica que dé la impresión de un transcurrir.
La historia de la novela no avanza como el tiempo "real", que fluye a
la manera de un río, sin detenerse nunca. Más bien, salta de un periodo a otro
—de un cuadro a otro—, como si aquéllos no estuvieran enlazados en una
secuencia, sino yuxtapuestos, conservando cada uno su autonomía temporal. Por
eso, leyendo esta novela el lector tiene la sensación de estar recorriendo una
galería de grandes murales dispuestos en fila, pero desconectados
cronológicamente.
Aunque, saliendo de la ficción, y
cotejándola con los hechos históricos que le sirven de materia prima, podemos
decir que El reino de este mundo cubre un periodo de unos ochenta años —de 1751
a 1830 más o menos— pues ese es el tiempo que media entre la conspiración del
manco Mackandal y el establecimiento del gobierno republicano y la imposición
del trabajo agrícola obligatorio, lo cierto es que, ciñéndonos a los datos
contenidos en la novela, esta averiguación es imposible. Para crear ese tiempo
propio, distinto, el narrador ha borrado las pistas, eliminando todas las
fechas —no hay una sola en el libro— y limitándose a vagas referencias
temporales ("Sobre todo esto habían transcurrido veinticinco años",
"...esto duraba ya desde hacía más de doce años..."), de modo que,
por ejemplo, es imposible establecer la edad de los personajes, incluida la del
que sirve de hilo conductor de la historia, Ti Noel, de quien sólo llegamos a
averiguar con certeza que muere muy anciano.
La cualidad plástica del estilo hace que
el lector sienta que, en cada capítulo, no pasan sino hay muchas cosas. Y cada
capítulo consta siempre de uno o dos cráteres, hechos centrales, llamativos, de
gran concentración de vivencias, en torno a los cuales parece girar todo lo
demás. Separados por intervalos a veces muy largos, los capítulos de la novela
arman un desfile de periodos temporales estáticos que se complementan, pero sin
integrarse en un transcurrir parejo y sistemático. Ese tiempo es, como el
narrador, una completa ilusión: una invención.
La perspectiva mítica: los mundos del
narrador
No menos notable ni original que la
invención de un sistema temporal ficticio, es la creación del espacio en El
reino de este mundo, un espacio que, aunque modelado a partir de un espacio y
una historia reales, se va transformando en algo esencialmente distinto —real
maravilloso lo llama Carpentier, en su prólogo de 1949 a la novela, pero se
podría llamar, tal vez, de una manera menos surrealista, legendario o mítico—,
gracias a los habilísimos movimientos de un narrador que la señora
Speratti-Piñero ha descrito con exactitud: "reducción, ampliación,
desmembramiento, redistribución, combinación, contradicción, cambio de
intención y de tono" (p. 106) de los materiales recogidos en las fuentes
librescas.
El narrador se vale de las mayúsculas para
impregnar de solemnidad y nimbar de un aura religiosa ciertos hechos, seres o
creencias, que, realzados de esta manera sobre los otros, van erigiendo una
dimensión espiritual o mágica en la realidad ficticia: los Grandes Pactos, el
Falso Enemigo, Aguasú, Señor del Mar, las Oraciones del Gran Juez, de San Jorge
y la San Trastorno, las Muletas de Legba, el Señor de los Caminos, la Batería
de las Princesas Reales, la Puerta Única, y, por supuesto, los Loas del vudú
—Loco, Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplao-Pimba, Marinette Bois-Cheche
y otros— son más que nombres propios que ameriten aquella distinción
ortográfica. Como no están definidos ni explicados, mencionados desde la
perspectiva de quienes ya saben quiénes son y creen en ellos (por un sinuoso
narrador que para nombrarlos se coloca cerquísima de aquellos creyentes), para
el lector son figuras llamativas, espectáculos que, de tanto en tanto, colorean
fugazmente la realidad ficticia, agrietándola y revelando en ella un trasfondo
fantasmagórico, de dioses, diosecillos y seres malignos, y conjuros y otras
fuerzas espirituales cuyo benéfico o maléfico poder opera desde la sombra en
los hechos históricos y las peripecias individuales. Esas estratégicas
mayúsculas van sembrando la realidad ficticia de misterio, revelando que ella
está hecha, también, de un nivel sagrado al que sólo se accede a través de la
fe y las prácticas mágicas.
La astucia del narrador hace que este
nivel esté constantemente asomando en su relato, pero, siempre, desde la
perspectiva de los personajes cuya credibilidad, ingenuidad o miedos y
esperanzas sostienen en pie aquella dimensión mágico-religiosa con la que el
narrador —en eso consiste su astucia— jamás se compromete pues nunca le da su
propio aval.
Además
de las mayúsculas, otros tres procedimientos contribuyen a mitificar la
realidad ficticia, a desrealizarla y darle consistencia esencialmente
literaria. El primero consiste en reorganizar el orden de las cosas de este
mundo en forma de desfiles o colectividades compactas que se despliegan ante el
lector como una cinta animada, lo que introduce, de tanto en tanto, en este
tiempo lentísimo y casi suspendido, súbitas agitaciones, bruscos
reordenamientos que agrupan en una secuencia narrativa a objetos y seres (de
este u otro mundo) y acciones en unidades gregarias, atraídas y emparentadas
por una recóndita sanguinidad: "La mano traía alpistes sin nombre,
alcaparras de azufre, ajíes minúsculos; bejucos que tejían redes entre las
piedras; matas solitarias de hojas velludas, que sudaban en la noche;
sensitivas que se doblaban al mero sonido de la voz humana..."3 No se
trata de meras enumeraciones; estas cascadas o aluviones de objetos delatan un
parentesco secreto entre cosas que la simple visión objetiva no detecta, que
sólo se hace visible gracias a la iniciativa de un personaje dotado de poderes
especiales (en este caso Mackandal), de una percepción capaz de traspasar lo
ordinario y detectar lo extraordinario (el orden secreto del mundo). A veces,
como en la noche en que estallan las trompas del caracol, no es un ser humano,
sino un sonido, una música, la que de pronto llama e integra en una unidad a
una vasta, dispersa y hasta entonces desconocida familia: "Era como si
todas las porcelanas de la costa, todos los lambíes indios, todos los abrojines
que servían para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían solitarios
y petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en
coro" (p. 96). La cantidad y variedad de estas enumeraciones (he
registrado una veintena, y sospecho que hay más) van manifestando, en el curso
del relato, algo más profundo que un adorno retórico: una predisposición
congénita de la realidad ficticia a organizarse de manera serial, por conjuntos
o asambleas de objetos que, desbordando sus confines, se acercan y afilian
obedeciendo a íntimos mandatos. Este orden soterrado de la realidad no es
objetivo y por lo mismo verificable; su arbitrariedad sólo se explica —y
justifica— en función de una perspectiva subjetiva (mágico-religiosa).
Las cosas animadas
El segundo procedimiento consiste en dotar
a lo inanimado de animación, de vivificar lo material insuflándole un alma, un
espíritu, y mostrando a las cosas de manera que parezcan dueñas de iniciativa,
de libre albedrío. Dicho así, da la impresión de que el narrador, empleando este
recurso, abandonara el nivel de realidad objetivo y saltara a lo fantástico, a
un mundo maravilloso, de total subjetividad, irreconocible a través de la
experiencia racional del lector. No es así. El territorio en el que transcurre
esta originalísima novela no es el fantástico, sino el mítico o legendario, que
está como a caballo entre la realidad histórica y la fantástica —entre lo
objetivo y lo subjetivo—, y cuya ambigua sustancia se nutre por igual de lo
vivido y lo fantaseado o soñado. Para efectuar esta transformación del objeto
—su humanización, diríamos— el narrador hace gala de esa formidable capacidad
de tránsito de que dispone, y se coloca, utilizando a veces el estilo indirecto
libre y a veces no, en la perspectiva (que conviene no confundir con el punto
de vista) de uno o varios personajes, de grandes colectividades a veces, para
quienes aquella animación recóndita de la materia es artículo de fe. De este
modo, sin identificarse con el punto de vista de estos personajes, conservando
una mínima —a veces infinitesimal— distancia de ellos, el narrador se las
arregla para impregnar subjetivamente de milagro y maravilla una realidad
histórica, sin, empero, convertirla en fantástica, manteniéndola levemente
sujeta a la vida objetiva, en la que, sin embargo, las leyendas y los mitos
coexisten, y, a menudo, devoran la experiencia histórica.
Los críticos llaman metonimia a este
procedimiento y lo definen como una figura retórica que consiste en confundir
el efecto con la causa, o fingir tal cosa mediante la omisión de ésta y la
exclusiva exposición de aquél. Yo prefiero llamar a este método de narrar una
variante del dato escondido, la adopción de una elipsis, que, al eliminar una
parte importante de la información, produce una subversión o trastorno esencial
en lo narrado. "La ciudad es buena. En la ciudad una rama ganchuda
encuentra siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro" (p.
132). La mano de Ti Noel que sujeta y pone en movimiento a la "rama
ganchuda" ha sido abolida, de modo que ésta, automáticamente, se apropia
de aquellas propiedades que permiten a la mano (a Ti Noel) convertir la rama en
instrumento. La omisión transforma a este ser pasivo en activo, lo anima e
independiza, lo torna sujeto actuante. Sin embargo, aunque esto ocurra en el
curso de estas frases, debido a ese movimiento de ocultación —a ese pase de
prestidigitación del narrador—, el contexto recuerda, allá, en la periferia del
episodio, que, en verdad, hay alguien, invisible, el omitido Ti Noel, que es
quien en verdad vuelve activa y ejecutora a la "rama ganchuda".
Casi en cada capítulo del libro, vemos
asomar este procedimiento que va perfilando una característica sui géneris,
inmensamente atractiva por su singularidad y sus efectos inesperados, a la
realidad ficticia: la de un mundo panteísta en el que no hay fronteras
esenciales entre lo animado y lo inanimado, porque todo lo que existe tiene una
vida propia: un espíritu. "Los techos estiraban el alero, las esquinas
adelantaban el filo y la humedad no dibujaba sino oídos en las paredes".
No es raro, por eso, que en un mundo de este cariz, los cañones de la Ciudadela
tengan nombres propios —Escipión, Aníbal, Amílcar— y que algo tan impalpable
como las "noticias" corran y se muevan, dotadas de patas:
"Pronto las noticias bajaron por los respiraderos, túneles y corredores, a
las cámaras y dependencias" (p. 147).
Uno de los episodios más deslumbrantes de
la novela —uno de sus cráteres—, el v, "De Profundis", está
enteramente narrado según este procedimiento: la animación de lo inerte a
través de datos escondidos. Me refiero a la rebelión del manco Mackandal, quien
trata de eliminar a los blancos de la colonia mediante el veneno. Éste adquiere
independencia —"El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte..."—
y aparece como un personaje movedizo y siniestro, velocísimo y plural, que
contamina de muerte y podredumbre los establos, las cocinas, las farmacias, las
panaderías y hasta el aire que respiran los dueños y hacendados de la colonia.
La extraordinaria eficacia de la prosa, que parece, en su cuidadosa elección de
las palabras, transpirar la ponzoña y el miedo que ella propaga en la comarca,
consigue un efecto de suceso sobrenatural, de plaga demoniaca. Pero no lo es,
se trata de un "efecto", de una consecuencia psicológica de los
doctos alardes narrativos del narrador, quien, al abolir a Mackandal, el
manipulador y distribuidor de venenos, ha conseguido una admirable muda en la
realidad ficticia: volver legendario, mítico, casi sobrenatural, un hecho muy concreto
y circunscrito de la historia haitiana.
El tercer procedimiento, complementario y
a menudo utilizado al mismo tiempo que el anterior, pero mucho más difícil y
sutil que éste, consiste, de parte del narrador, en narrar tan cerca de una
subjetividad que lo que ésta registra o cree registrar pasa por ser la
realidad. El narrador de El reino de este mundo está siempre moviéndose entre
distintos planos o niveles de realidad; el más arriesgado y radical de sus
desplazamientos es éste, que lo lleva casi —pero sin nunca franquear esta
frontera— a saltar a lo fantástico. Para ello, se sitúa para narrar en la
perspectiva de un personaje crédulo —creyente, alucinado o supersticioso— y
narra desde allí escenas o hechos que de este modo alcanzan una suerte de fantasmagoría,
hechizo o encantamiento. Sin embargo, el diestro narrador se las arregla para
conservar siempre su autonomía —un punto de vista propio, diferenciado del
personaje cuya perspectiva ha adoptado para narrar—, de modo que la historia
ficticia se mantenga dentro de una verosimilitud racional y objetiva; es decir,
para nunca mudar a lo puramente fantástico.
Un buen ejemplo de este procedimiento
aparece en otra de las más llamativas escenas de la novela, en Roma, cuando
Solimán reconoce en una estatua (la Venus de Cánova) el cuerpo de su antigua
ama, Paulina Bonaparte. Esta es la culminación de una aventura semiprodigiosa,
en la que el masajista acaba de recorrer las galerías del Palacio Borghese en
las que "un mundo de estatuas" le ha parecido animarse, moverse,
hacerle señas. Luego, cuando empieza a repetir sobre la estatua los antiguos
ritos, tiene la certeza de que está masajeando el cadáver de Paulina, y esta
idea lo pone fuera de juicio. Nada de ello, en verdad, ha ocurrido. Pero el
lector tiene la sensación del hecho maravilloso, de la muda milagrosa, porque,
para narrar el episodio, el narrador se ha acercado tanto al espíritu embrujado
de Solimán que ha llegado casi a vivir el episodio desde la erizada crispación
anímica del exiliado.
Otro de los cráteres de la novela es la
transformación final de Mackandal —un hombre al que los esclavos creen dotado
de poderes licántropos, es decir, de mudarse en animal— el día de su ejecución.
Colocándose en la perspectiva de ese pueblo de seguidores de Mackandal reunidos
en torno al patíbulo, y convencidos de que el hechicero manco escaparía a la
muerte, el narrador inicia el desplazamiento hacia aquella subjetividad
colectiva: "¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de
metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de
los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de
varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca,
ciempiés, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de
grandes luces verdes" (p. 84). Sin comprometerse él mismo, cediendo toda
la responsabilidad de aquella creencia en las aptitudes licantrópicas del
manco, a aquéllos desde cuya perspectiva narra, el narrador ha preparado el
clima para el milagro, el hecho sobrenatural: "Sus ataduras cayeron, y el
cuerpo del negro espigó en el aire, volando por sobre las cabezas...". Sin
embargo, luego de este clímax el narrador abandona aquella perspectiva mítica,
y regresa a un nivel histórico, de realidad objetiva, para narrar "que muy
pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en
el fuego..." Las mudas del narrador entre estos distintos niveles de
realidad son inapresables en el curso de la lectura, por la delicadeza y
velocidad con que están hechos, y por la unidad que el estilo impone a todo el
episodio, distrayendo al lector de las mudas y alteraciones que experimenta.
El narrador emplea muchas veces estos
cambios de nivel de realidad para imprimir una atmósfera de hechizo,
encantamiento o milagro a lo narrado, pero, en cada caso, como en la ejecución
de Mackandal, se da maña para mantener aunque sea con la punta de un pie el
contacto con esa realidad histórica, a la que transforma, sí, en leyenda y
mito, pero nunca en pura fantasía. Por ejemplo, en los años finales de Ti Noel,
quien, en su senectud, nos dice, se vuelve ave, garañón, avispa, hormiga,
ganso. ¿Se vuelve de veras todas estas cosas? Es ya un hombre muy anciano que
vive de historias y recuerdos, en un mundo más imaginario que real. El narrador
narra aquellas metamorfosis desde muy cerca, poco menos que confundido con esa
mente centenaria y en proceso de disolución, de modo que así quede abierta la
posibilidad de que aquellas transformaciones que expresan las creencias del
vudú, sean sólo eso, creencias, ilusiones, como los milagros con que suelen etiquetar
a menudo los creyentes los hechos insólitos o que parecen romper la normalidad.
En el prólogo que escribió para esta
novela, Carpentier enarboló la bandera de lo "real maravilloso" como
un rasgo objetivo de la realidad americana, y se burló de los surrealistas
europeos, para los que, aseguró, lo "maravilloso" "nunca fue
sino una artimaña literaria". La teoría es bonita, pero falsa, como
demuestra su novela, donde el mundo tan seductor, mágico, o mítico, o
maravilloso, no resulta de una descripción objetiva de la historia haitiana,
sino del consumado manejo de las artimañas literarias que el novelista cubano
empleaba a la hora de escribir novelas. -Washington, dc, noviembre de 1999.
Fuente:
Cfr.
María
del Mar Roig: “Alejo Carpentier y lo ‘real-maravilloso’”: http://www.letraslibres.com/revista/libros/carpentier-contra-carpentier
EL
PAÍS, Madrid, 24 de diciembre de 1977
Tribuna:
Lo
universal del habla americana
Alejo
Carpentier
El escritor cubano Alejo
Carpentier, premio Miguel de Cervantes de Literatura, envía desde París un
texto en exclusiva para EL PAIS donde recoge una primera impresión y valoración
de este premio, otorgado por unanimidad por las reales academias de la lengua,
a propuesta de la Real Academia Española. El premio Cervantes, cuya primera
edición se concedió al poeta Jorge Guillén, tiene una dotación económica de cinco
millones de pesetas, y significa el reconocimiento universal de la obra
literaria de un escritor de habla hispana. Alejo Carpentier (La Habana, 1904)
está vinculado a la cultura autóctona de los pueblos latinoamericanos que se
extienden, a través de sus creaciones literarias, al enriquecimiento de la
cultura universal.
El
hecho de que la Real Academia de la Lengua Española haya pensado en mí para que
este año se me otorgase el premio Miguel de Cervantes Saavedra, me resulta
halagador en alto grado por cuanto significa que en el seno de dicha
institución se, ha operado una rápida evolución de conceptos que la remoza y
actualiza al menos en el concepto que de ella tenía, generalmente el escritor
latinoamericano.Para nosotros, hace todavía pocos años, Real Academia de la
Lengua Española venía a ser sinónimo de cárcel del idioma, limitación,
conservador deslinde de la expresión. Ante ella nos sentimos un tanto exóticos,
ultramarinos, forasteros, con nuestros localismos, neologismos, americanismos,
por decirlo todo.
Recordábamos,
sin embargo, que a principio de este siglo don Miguel de Unamuno, considerando
nuestra literatura, había condenado un casticismo que califica de estéril,
admitiendo que los escritores de América habían influido ya en las modernas
maneras de escribirse el castellano. Pero no todos los intelectuales españoles
compartían, en aquellos días, el criterio de Unamuno. Y nosotros, por reflejo
defensivo, nos marginábamos voluntariamente de lo que en España se escribía.
Que
un premio de la importancia del Miguel de Cervantes Saavedra haya venido a
coronar el esfuerzo creador de un escritor cubano demuestra que la academia
nacida de la que fue cuna de nuestro idioma, idioma maravilloso por lo demás,
nos acoge hoy calurosamente en su seno, con nuestra habla peculiar, nuestros
modismos, nuestros voluntarios atropellos a las reglas gramaticales, que son
otros tantos enriquecimientos aportados por nosotros, los de América, al
patrimonio común de nuestra cultura.
Y,
como cubano, me honra muy particularmente el hecho de haber contribuido a hacer
realidad lo que fuera feliz vaticinio de Unamuno, a comienzo de este siglo.
Y,
con él, y como quería él, con nuestro habla americana, seguimos tratando de
«hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y
limitado, lo eterno».
Fuente:
Cfr.
"A
fondo": https://www.youtube.com/watch?v=g0DIy3o_dV0
EL
PAÍS, Madrid, 26 de abril de 1980
Tribuna:
Presencia
de Gustave Flaubert
Alejo
Carpentier
Balzac
escribió alrededor de cien novelas... Y decimos «alrededor» porque hay dos
modos de establecer un catálogo de ellas: a) el que consiste en sumar sus
títulos definitivos, lo que nos da una cifra algo inferior a cien-, b) el que
consiste en señalar que tal o cual relativo, tenido por una obra coherente y
vertebrada es, en realidad, un patch-work, una reunión de varias novelas o
«novellas» anteriores hilvanadas, a veces, con tanta prisa. y descuido que,
como ocurre con La mujer de treinta años, nos cuesta trabajo relacionar y
seguir el desarrollo de seis textos arbitrariamente puestos en sucesión. (Algo
semejante vemos en las Grandezas y miserias de las cortesanas, donde, aunque
con mayor fortuna, Balzac reúne cinco novelas anteriormente publicadas bajo
otros títulos ... ) Claro está que Balzac era un genio, y el genio no sólo hace
lo que quiere, sino también lo que puede. Pero cabe preguntarse ahora si una
producción tan superabundante como la de Balzac no resulta, en fin de cuentas,
perjudicial al conocimiento de la obra misma. Todo hombre culto ha leído a
Balzac, ciertamente. ¿Pero cuántos tomos de Balzac ha leído en realidad? Acaso
una cuarta parte, que incluye, por fuerza -por ser más famosaslas obras
maestras indiscutibles Eugenia Grandet, admirable logro, acierto total del
comienzo a fin, La piel de zapa, justamente clásica; La duquesa de Langeais
expresión perfecta del romanti císmo en la narrativa; El lirio en el valle, y,
desde luego, aquello tránsitos de la Comedia humana, que trajeron al mundo de
la dimensión imaginaria los inolvidables personajes de papá Goriot, la prima
Bette, César Birotteau, Gobseck, Vautrin, Rastignac, el banquero Nucingen,
Luciano de Rumbempré, y tantos otros que, con el tiempo, se nos erigieron en
arquetipos proverbiales. Esto, desde luego, basta para asegurar la inmortalidad
de un escritor. Y, sin embargo, ante la desbordada creación balzaciana,
llegamos a preguntarnos si no le hubiese sido mejor haber escrito menos,
centrando el esfuerzo en el mantenimiento de una calidad semejante a la que se
observa a todo lo largo de Eugenia Grandet. Porque en nada se rebaja la
grandeza de Balzac: admitiéndose que, en sus novelas de segundo plano, abundan
las páginas sumamente prescindibles -cuando no francamente detestables.Este año
muchas revistas literarias consagrarán números especiales, ensayos, estudios,
etcétera, a la memoria de Gustave Flaubert, muerto el 8 de mayo de 1880 -hace
exactamente un siglo- Y su nombre viene a oponerse, en nuestra mente, por
fuerza, al de un Balzac, por cuanto -también creador de arquetipos por siempre
inscritos en la historia literaria universal- fue un autor poco fecundo,
consciente de su terrible dificultad de escribir y que, sin embargo, después de
mucho renegar de su oficio, de quejarse de la lentitutd con que adelantaban sus
manuscritos. después de leerlos, releerlos, clamarlos, declamarlos a la manera
de un actor, después de exasperarse en él manejo de una pluma que mal respondía
a sus intenciones, acababa produciendo algo que siempre -casi por fatalidad-
resultaba una auténtica obra maestra, destinada a la inmortalidad. Fuera de una
mala comedia, muerta al nacer, y de una copiosa correspondencia, a más de uno
que otro texto de juventud, Flaubert sólo escribió seis libros. Peros seis
libros titulados: Madame Bovary, Salambó, La educación sentimental, La
tentación de san Antonio, Tres cuentos y Bouvard y Pecuchet, novela que la
muerte de su autor dejó inconclusa, aunque casi toda pasada en limpio. Y estas
obras tienen una característica singular, muy rara en la historia literaria:
cada una responde a un planteamiento particular, nos lleva a diversas épocas y
diversos ambientes, resuelve diferentes problemas de expresión, de estilo, de
enfoque, constituyéndose en universo cerrado, redondo, completo en sí misma.
Nada hay más diferente de Madame Bovary que La tentación de san Antonio. Y sin
embargo, Flaubert está presente y bien presente en cualquier página de estos
dos libros. A la gestación dolorosa, prolongada, llena de desalientos, seguía
el fruto genial, espléndido y pronto imitado. Porque, si bien algunos, hoy, nos
dicen que Salambó se les parece un poco a las películas de Cecil B, de Miller,
no habría que olvidar que la novela cartaginesa de Flaubert resultó algo tan
novedoso en su tiempo que dio origen a toda una novelística cultivada -con la
personalidad particular de cada cual por autores tan distintos como Pierre
Louys (Afrodita), Jean Lombard (Bizancio, La agonía), Sienkiewic, y hasta por
Vicente Blasco Ibáñez, quien, en su novela de juventud Sónica la Cortesana,
reproduce, con plagiario desparpajo, frases enteras del texto ejemplar.
En
cuanto a Bouvard y Pecuchet, se trata de una novela sin paralelo en toda la
literatura moderna. Nada parecido conozco a ese viaje de dos personajes -primos
remotos de don Quijote y Sancho- a través del vasto mundo de las ideas y los
conocimientos humanos. Viaje cuyas jornadas tragicómicas terminan siempre en un
fracaso -como ocurre en la magna novela cervantina- Pero novela que, vuelta a
su punto de partida, tras de una trayectoria circular, puede volver a empezar
indefinidamente, disparándose hacia otros rumbos. Novela inmensa, novela
enciclopédica -sin antecedentes en Francia, como no sea en Rabelais-, donde
acaso haya alcanzado Flaubert la cima de sus posibilidades.
Y esta importancia la había percibido, antes que nadie, un hombre genial de América Latina. Me refiero al cubano José Martí. Y el hecho resulta tanto más portentoso si pensamos que el día 8 de julio de 1880 publicaba Martí, en The Sun, de Nueva York, un importantísimo ensayo acerca de Bouvard y Pecuchet, exponiendo pormenorizadamente su asunto, destacando sus planteamientos con la sagacidad crítica que le era peculiar... Y lo más extraordinario del caso era que Martí escribía su ensayo cinco meses antes de que madame Aubin empezara a publicar fragrnentos del manuscrito inconcluso en La Revue Nouvelle, de París, a título de sensacional primicia ofrecida a sus lectores... ¿Cómo José Martí conocía, estando en Nueva York, el texto póstumo de Flaubert?... ¿Y cómo lo conocía hasta el punto de poder análizar certeramente su contenido literario y hasta filosófico?... Hay ahí un misterio cuya elucidación dejo a los doctos investigadores de enigmas históricos. Pero nos queda el hecho de que un escritor de América Latina fuese el primero, acaso, en señalar el extraordinario valor de una novela debida al genio de quien nunca se repitió, en sus empeños, y que en vísperas de morir, emprendía una nueva aventura creativa, distinta a todas.
Y esta importancia la había percibido, antes que nadie, un hombre genial de América Latina. Me refiero al cubano José Martí. Y el hecho resulta tanto más portentoso si pensamos que el día 8 de julio de 1880 publicaba Martí, en The Sun, de Nueva York, un importantísimo ensayo acerca de Bouvard y Pecuchet, exponiendo pormenorizadamente su asunto, destacando sus planteamientos con la sagacidad crítica que le era peculiar... Y lo más extraordinario del caso era que Martí escribía su ensayo cinco meses antes de que madame Aubin empezara a publicar fragrnentos del manuscrito inconcluso en La Revue Nouvelle, de París, a título de sensacional primicia ofrecida a sus lectores... ¿Cómo José Martí conocía, estando en Nueva York, el texto póstumo de Flaubert?... ¿Y cómo lo conocía hasta el punto de poder análizar certeramente su contenido literario y hasta filosófico?... Hay ahí un misterio cuya elucidación dejo a los doctos investigadores de enigmas históricos. Pero nos queda el hecho de que un escritor de América Latina fuese el primero, acaso, en señalar el extraordinario valor de una novela debida al genio de quien nunca se repitió, en sus empeños, y que en vísperas de morir, emprendía una nueva aventura creativa, distinta a todas.
Balzac
pasa a la posteridad con un bagaje de más de cien libros. Gustave Flaubert, con
seis obras maestras.... ¿Cuál de los dos destinos será el más envidiable?...
Fuente:
Cfr.
"El
universo musical de Alejo Carpentier": https://www.youtube.com/watch?v=YZiCqzDKi1E
Carpentier
contra Carpentier
Gustavo
Guerrero
Roberto
González Echevarría, Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, Gredos,
Madrid, 2004, 395 pp.
Octubre 2004
Por suerte, no todo es pompa ni pasajera
retórica en las mil y una conmemoraciones a las que se ha vuelto tan afecto
nuestro tiempo. A veces, más allá o más acá de la celebración, algo queda, algo
que resiste y perdura. Si tuviera que apostar hoy, diría que, de los cien años
de Alejo Carpentier, probablemente sobreviva, entre otras pocas cosas, la
reedición de este ensayo de Roberto González Echevarría. Publicado
originalmente en inglés, en 1977, por la Cornell University Press, Alejo
Carpentier, the Pilgrim at Home era ya una referencia dentro de los estudios
literarios latinoamericanos antes de que se tradujera al español y se publicara
en México, en 1993. Tras una temporada en el limbo de los títulos inhallables,
ahora reaparece en España, en una segunda edición aumentada y corregida, y
provisto de un nuevo y sustancioso prólogo del autor. No hay que dejar pasar la
ocasión de descubrirlo o de releerlo en este año del centenario. Y es que se
trata de un libro realmente importante no sólo en tanto lectura de la
novelística del cubano sino, además, como ejercicio de historia literaria y
como crítica de los paralelos tradicionales entre vida y obra.
Es verdad que siempre abrimos con algún
temor este tipo de estudios universitarios que datan de los años setenta y
ochenta del siglo pasado, pues nada ha envejecido tan rápido como los
pretenciosos dialectos teóricos y filosóficos que eran entonces lenguas
obligatorias en los departamentos de literatura. Afortunadamente, Alejo
Carpentier: el peregrino en su patria sigue siendo el libro inteligente y
atrevido de un joven scholar de 34 años que, en pleno auge del
posestructuralismo y la deconstrucción, supo sacar partido de lo que le
ofrecían aquellas corrientes pero sin venderle el alma al diablo del sistema,
la jerga y el método. González Echevarría va a ahondar más tarde su deuda con
los deconstruccionistas y, en particular, con la escuela de los Yale
deconstructionists (Bloom, Hartman, De Man) a la que aún suele asociársele. Sin
embargo, en este estudio temprano, la deconstrucción representa ante todo una
libre reivindicación del valor de la ambigüedad, la indeterminación y la
contradicción como herramientas interpretativas. Sirviéndose de ellas, nuestro
novel crítico se atreve a leer a Carpentier contra Carpentier, e incluso más
allá de Carpentier, en una época en que el novelista cubano era ya una figura
canónica y prácticamente intocable. "La misma investigación sobre las
fuentes de Los pasos perdidos —señala así en el prólogo a la edición mexicana—
me llevó a tomar conciencia de las sugestivas discrepancias entre lo que
Carpentier decía sobre la génesis de su obra en diferentes momentos, y cómo
estas declaraciones eran difíciles de verificar, cuando no eran claramente
contradichas en la obra misma. Este descubrimiento me fue aclarando
paulatinamente que lo que debía hacer era concentrarme en las discrepancias y
desarmonías de la obra y las versiones de la vida, no tratar de velarlas con
los recursos habituales de la crítica académica".
Es ésta la ruta que González Echevarría
sigue rigurosamente al analizar las distintas etapas por las que pasa la
novelística de Carpentier y las complejas relaciones que se tejen, en cada una
de ellas, entre el relato novelesco y el relato autobiográfico. En una era posbarthesiana
y altamente crítica, Alejo Carpentier: el peregrino en su patria vino a
rehabilitar de este modo las lecturas correlativas de vida y obra al situarlas
en un nivel mucho más hondo e interesante: aquel donde el autor, si se me
permite la redundancia, deja de ser una voz autorizada. De ahí que la silueta
que se vaya definiendo a lo largo del libro no sea ya la del padre totémico del
realismo mágico ni la del intelectual comprometido con el castrismo, las dos
versiones a las que nos había acostumbrado la crítica oficial. Lejos y como al
margen de ellas, el Carpentier de González Echevarría es una escritura y un
hombre en los que se asocian creativa y conflictivamente las cuestiones del
origen, la identidad y el destino de la cultura latinoamericana. No hace falta
ser demasiado perspicaz para comprobar cómo, adelantándose al reciente
escándalo de la partida de nacimiento suiza, los problemas que se tratan en
este libro dibujan finamente la falla mayor de donde quizá surgen los muchos
relatos del novelista sobre su persona y su literatura: la mentira sobre su
lugar de nacimiento y acaso sobre su verdadera filiación.
En el prólogo a la presente edición, fiel
a la estrategia de lectura que se fijó hace 27 años, González Echevarría da
cuenta de sus últimas pesquisas sobre este espinoso asunto, y analiza con
inteligencia y honestidad las probables razones por las cuales Carpentier quiso
ocultar que no había nacido en la capital de Cuba sino en Lausana. El relato de
un incómodo encuentro con la viuda del escritor en La Habana y el resumen de
las indignadas elusivas con que Mme Carpentier contestó sin contestar a la
pregunta sobre el lugar de nacimiento de su marido, son como el corolario de
estas páginas. Sin embargo, lo esencial es la forma en que se examina aquí la
mentira como un texto más de y sobre Carpentier, un texto que merece ser leído
a la luz de sus ficciones, pero que, al mismo tiempo, las ilumina de un modo
novedoso y a veces insólito. En tanto práctica de la discrepancia y la
contradicción, no veo mejor ejemplo de esa différence que, tras la huella de
sus colegas deconstruccionistas, González Echevarría llama con elegancia los
"malentendidos productivos" de Carpentier.
Por supuesto, no siempre es posible seguir
a nuestro crítico en todas y cada una de sus interpretaciones, ni tampoco se
puede compartir hoy su opinión sobre la influencia de Carpentier en las
generaciones más jóvenes. Pero poner el acento en dichas reservas sería
mezquino ante todo lo que el ensayo representa como teoría y práctica de una
hermenéutica, y también, lo repito, como ejercicio de historia literaria. O
mejor y más justo: como lección de historia literaria. Y es que no puedo ni
debo terminar esta reseña sin decir que las páginas que González Echevarría
consagra a las vanguardias, a la Revista de Occidente y a la evolución del
concepto de realismo mágico constituyen un capítulo esencial para entender el
desarrollo del pensamiento literario latinoamericano en el siglo xx. Muchos las
hemos tomado como un punto de partida para explorar otros territorios de
nuestra historia y algunos incluso las han glosado indelicadamente sin
citarlas. Sirva la ocasión para reconocer su importancia. Como si todo lo demás
no pesara ya lo que pesa, se bastarían a sí solas para hacer de Alejo Carpentier:
el peregrino en su patria un libro necesario.
Fuente:
Cfr.
Rita
de Maeseneer: "¡Cómo leer a Alejo Carpentier y a la cultura del
surrealismo en América Latina, de Anke Birkmaier?": http://www.casadelasamericas.org/publicaciones/revistacasa/256/hechosideas.pdf
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