sábado, 11 de diciembre de 2010
lectorancia
EL NACIONAL - Sábado 11 de Diciembre de 2010 Papel Literario/1
Premio Cervantes 2010
Un recuerdo de lectora: Ana María Matute
ANA NUÑO
Es inevitable. Ana María Matute me hace pensar en mi madre. Porque en la casa de mis padres --"el hogar familiar" se me hace pomposo y hueco-- los libros de esta escritora estaban "de su lado". Del lado de mi padre estaban la Filosofía, la Ciencia y la política, algunos clásicos y algo de poesía; eso sí, sólo de la que admite ser leída, también, como Filosofía (Quevedo, Borges...).
Pero la literatura, la de verdad, era cosa de mi madre.
La literatura de verdad, claro, era la narrativa. Sin distinción de géneros. Mi madre tuvo la suerte de formar su gusto de lectora en un mundo en el que todavía no se habían impuesto las distinciones que hoy parecen inevitables: entre ficción y no ficción, novela histórica y relato fantástico, experimentalismo y realismo, literatura culta y literatura de masas.
Imaginación y testimonio.
Para ella, había sólo dos clases de escritores: los literarios y los autores de best sellers. Y los frecuentaba a todos, con alegre indiferencia a la otra distinción que veladamente suponían, la de clase social y nivel cultural.
Como era inmune a la idea de que hay una literatura valiosa, digna de ser considerada "arte", y otra de usar y tirar, con fecha de caducidad fijada por el mercado y el consumo de bienes culturales, tampoco pensaba que hubiera que discriminar el acceso a la lectura por edades. Eran los tiempos benditos en que a los editores no se les había ocurrido aún la idea de explotar esa mina de oro que es la "literatura infantil y juvenil", de la que ha acabado extrayéndose alguna que otra pepita de oro, pero que por lo general no pasa de ser una manera como tantas otras --como la televisión, los videojuegos o las redes sociales-- de diferir la adquisición de hábitos de lectura. Unos hábitos que, a la vista de los resultados que regularmente arrojan las evaluaciones del nivel de los estudiantes en todos los países, hemos aceptado como una fatalidad el hecho de que puedan ser diferidos eternamente.
El caso es que a mi madre no le pareció mala idea recomendarme que leyera Ana Karenina, de Tolstói, cuando yo tenía 10 años. Que se convirtió, así, en la primera "novela seria" o importante o clásica que leí en mi vida, pero sobre todo en mi primera experiencia de lectura plena: recuerdo que volvía del colegio más animada que de costumbre, y lo primero que hacía --antes de hacer las tareas, me temo-- era sumergirme en aquel grueso tomo encuadernado en piel y con páginas de papel biblia. Desde luego, no tenía ni idea de que aquello que me fascinaba al punto de olvidar, no ya de hacer los deberes, sino de ir al parque a jugar con otros niños de mi edad, había sido tachado de "obra maestra" por Dostoievsky o Nabokov y que era considerada una de las obras señeras del Realismo decimonónico. Ni falta que hacía: esos "conocimientos" los adquirí mucho después, y posiblemente habría tenido la suerte de ahorrármelos de no haber estudiado literatura, pero lo que sí era inevitable que sucediera, habiéndola leído y disfrutado a esa edad, es que la primera idea que me hice de esa novela se enriqueciera y transformara en las tres veces que he vuelto a leerla desde entonces. Porque los dichosos "hábitos de lectura" no se ejercen sólo con las novedades, y porque leer no es haber leído un libro de una vez por todas, la literatura, la de verdad, aspira siempre a la condición de "obra por leer", sobre todo cuando ya ha sido leída y disfrutada. Y más importante: el lector que comenzó siéndolo temprano y leyendo literatura de verdad, difícilmente dejará ya de leer hasta que la muerte se lo impida.
Pero no se piense que mi madre me daba a leer sólo lo que lleva el marchamo de literatura seria o de "clásicos". Gracias a ella, fui descubriendo --y devorando, como reza el lugar común, pero tan cargado de verdad cuando se lee con pasión, no sólo para aprender o instruirse-- a Agatha Christie y Patricia Highsmith, a Graham Greene y Somerset Maugham.
Y sobre todo, me hizo descubrir el mejor antídoto contra la falacia de que en la España de Franco no había buenos escritores, porque todos --los buenos, se entiende-- eran republicanos y habían marchado al exilio. Sin duda, por nostalgia de su país de origen --una nostalgia, en cambio, que no afloraba en las lecturas de mi padre--, mi madre compraba y --de nuevo, qué le vamos a hacer-- devoraba las novelas de unos y otros: los que habían salido al exilio y los que se quedaron. Entre éstos, ya desde la década de 1940 --y anunciando la avalancha de los Goytisolo, Sánchez Ferlosio, Aldecoa, Carmen Martín Gaite, García Hortelano-- aparecieron algunos muy notables: el primer Cela, el de La familia de Pascual Duarte, Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada, la extraordinaria Nada de Carmen Laforet... Y ya entonces, Ana María Matute con su segunda novela, Los Abel, que quedó finalista del Premio Nadal el mismo año que La sombra del ciprés... recibió este premio. "La" Matute tenía sólo 22 años.
Recuerdo mi primera lectura de Los Abel: por fin, pensé, me cuentan la negrura de la posguerra española sin soflamas ni rencores --algo, por otra parte, inevitable en una familia como la mía, que con la Guerra Civil lo había perdido todo, hasta su país--, y me la cuentan a través de lo que viven y sienten unos hermanos, con alguno de los cuales coincidía en edad. Y además, sin alardes verbales, en una lengua límpida y cotidiana que realza con más fuerza la ocasional imagen, el aleteo de la fantasía. Después, los otros libros de la Matute que he leído confirmaron aquella primera impresión: una escritora que no se deja seducir por las trampas del realismo --todas ellas netamente literarias, empezando por la más eficaz: la de hacernos creer que una obra de lenguaje puede abandonar su naturaleza mimética para convertirse en un ojo o un espejo que registra y reproduce las cosas como son o fueron--, y que además es una magnífica cuentista. Las dos vetas --la de la narradora "realista" sin sectarismos y la de la urdidora de cuentos-- están presentes, al menos, en todos los libros suyos que he leído: desde Pequeño teatro, con el que obtuvo el Nadal en 1954 --pero su primera novela, escrita a los 17 años-- hasta el justamente célebre Ovidado rey Gudú, de 1996, conviven en todos ellos, y sin disonancia alguna, la experiencia personal y la creación de mundos fabulosos.
A despecho de lo impostada que suele ser la manía de comparar escritores, lo cierto es que siempre que he leído a Ana María Matute --da igual si son sus libros más desencantados, como Los hijos muertos o Los soldados lloran de noche, o sus cuentos infantiles, que a veces también lo son-- he pensado en esa otra gran cuentista, tan distinta de la española por su vida como por la idea que se hacía del oficio, que es la Karen Blixen que firmaba como Isak Dinesen. Es posible que la comparación se me imponga por el hecho de que estas dos escritoras no conciben la literatura como una herramienta más o menos útil para demostrar o imponer tesis o ideas sobre lo que sea, sino lisa y llanamente como lo que es desde tiempo inmemorial, lo que se resiste a desaparecer, a pesar de los esfuerzos de los Mr. Gradgrind, que siempre son legión y que, como su arquetipo en Tiempos difíciles de Dickens, reclaman de cualquier cosa, incluida la literatura, "facts, only facts". La literatura, la de verdad, fabula siempre: es el cuento de nunca acabar, el cuento que, desde niños, no queremos nunca que se acabe. "Porque --dijo la Matute en su discurso de ingreso en la Real Academia, en 1998-- todos y cada uno de nosotros llevamos dentro una palabra, una palabra extraordinaria que todavía no hemos logrado pronunciar.
(...) quizás se trate de una palabra que todos olvidamos siempre, apenas la descubrimos. Seguimos buscando, todos nosotros, aquella palabra especial, aquella palabra donde parece residir el sentido total de la vida, y que sin embargo estaba ahí, o estará ahí, en adelante, para que alguien la recoja. Esa palabra que no sabíamos pronunciar ni habíamos oído nunca, o que habíamos oído y perdido, en otro tiempo y otro lugar". "Si el cuentista es fiel --escribió Blixen en Albondocani, la larga trenza de cuentos que antes de morir no pudo acabar de peinar-- fiel a su historia, entonces sí, al final, cuando acaba de contar, el silencio habla. Cuando el cuento es traicionado, el silencio es sólo un vacío. Pero nosotros, los fieles, cuando hayamos dicho nuestra última palabra, podremos escuchar la voz del silencio".
Hay otra razón para este paralelismo: cuando conocí a Ana María Matute, una noche de invierno en Barcelona, y fuimos juntas a cenar, no tardé mucho en comprender que aquella mujer de apariencia tan frágil, con el pelo completamente cano, que se apoyaba para andar en un bastón, tenía la misma determinación de no hablar en vano y la misma mirada extrañamente dulce y feroz que en las fotos tiene la baronesa von Blixen. Y que tienen los niños que han leído literatura de verdad y saben que ya nunca podrán dejar de leer.
Fotografía: EFE / SERGIO BARRENECHEA
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