lunes, 27 de diciembre de 2010

del arte lesionado


EL NACIONAL, Caracas, 20 de Noviembre de 2001
Cuando se politiza la cultura
María Elena Ramos

El hombre de cultura es, sin duda, un ser participativo, y político. No debe enclaustrarse en torre de cristal. Pero más dañino que aislarse es renunciar a su libertad de pensamiento y avalar la politización de la cultura, subordinándola al ejercicio del poder o a una ideología. Mucho arriesgan las personas, las ideas, la libertad, las artes, la vida toda, cuando la cultura se politiza. Recordemos la historia. La revolución bolchevique pasó de Eisenstein y Mayakovsky al horror estalinista y a la desdicha del realismo socialista.

Cuando se politizan, la cultura y el arte se confunden en luchas inmediatas. Se debilitan su carácter y su diferencia, imprescindibles para vitalizar lo social. La cultura se va poniendo a merced de los que mandan. Florece un arte que proclama, o, al menos, uno que pueda ser perdonado.

Cuando se politiza la cultura el pensamiento libre se convierte en riesgosa provocación, y la palabra se va volviendo un miedo: a emitirla, a escucharla con aquiescencia, a compartirla. Se proclama mayor participación pero, en rigor, se estimula a los actores culturales a ser arcángeles inofensivos.

Cultura es acción creadora. No hay cultura sin obra hecha. Cuando se politiza, se envilece con el típico “hacer” de la demagogia: macrodiscurso y microobra. Verbo sin mundo.

Cuando se politiza la cultura la energía requerida para el sano trabajo en equipo, la formación de recursos humanos, la lucha por recursos técnicos, se desvía en energía negativa: ahogos, zarpazos y sobrevivencias. Y se demoniza el concepto de élite, que en su justa acepción no es más que la diferencia que pone un saber especializado, que mejora pueblos.

Cuando se politiza la cultura se muda espontaneidad por cálculo; convicción por conveniencia; talento por adhesiones; autonomía interior por obediencia y complacencia; respeto a la norma por discrecionalidad; ideales eternos del humanismo por inmediatez.

Cuando se politiza la cultura se intenta sustituir la autoridad legítima por el poder formal; el saber necesario por un “cargo”. Se diluye la motivación al logro y la excelencia en motivación al poder (tener el poder, temer al poder o, simplemente, vérselas con él).

La cultura ha de ser sanamente mediadora. Cuando se politiza, se vuelve mediatizadora, a más de mediatizada. La cultura es, a la vez, íntima y pública; regional y universal. Cuando se politiza, tanto lo íntimo como lo universal son agredidos. La demagogia verbal sólo sabe hablar de esa zona gris, sin dimensión y sin rostro: “el colectivo”.

Cuando se politiza la cultura se produce “en contra de”. Si el anterior lo hizo cuadrado, al nuevo le urge hacerlo redondo. Lo anterior existe para ser “desmontado”. Se hiere así a la cultura como acumulativo mandato civilizatorio.

La cultura potencia a las comunidades con cierto poder alquímico: saca bienes de males, convierte el detritus en oro. Cuando se politiza, toma la vía inversa: antialquimia.

Usualmente en las instituciones del Estado la cultura avanza, a trancas y barrancas, por el corredor de indiferencia que le dejan los políticos. Crece “a pesar de” pero también “gracias a” ese desinterés. Cuando se politiza, la cultura es solemnemente enunciada como “interés de Estado”. Pero no se enriquece como recurso del humanismo. Se le pone la mano, encubriéndola de ideología.


Ilustración, Anthony Caro, http://www.esacademic.com/pictures/eswiki/65/Anthony_Caro_chant_grenoble.jpg



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