lunes, 13 de diciembre de 2010

civiles y militares


EL NACIONAL, Caracas, 18 de Mayo de 2002 / Papel Literario
Diálogos del país insomne: Manuel Caballero reflexiona sobre civiles y militares en Venezuela
El matrimonio del cielo y el infierno
Manuel Caballero

Del personalismo a la institución
Para hablar de la relación entre el estamento militar y la sociedad civil en Venezuela hay que partir por disipar un equívoco histórico, repetido hasta la saciedad, menos por honrar la verdad que por complacer la vanidad militar. Es esa frase repetida como un slogan de la Fuerza Armada según el cual el venezolano sería un ejército “forjador de libertades”. La idea implícita, y a veces explícita, es la que pretende que fueron los libertadores, y en primer y casi único lugar Bolívar, sus creadores, sus fundadores. Pero esa afirmación no resiste el menor análisis. Aquellas hordas harapientas y semidesnudas que pelearon en todos las campos de batalla de Venezuela y buena parte de América del Sur, nada tienen que hacer con nuestra disciplinada, bien alimentada, bien vestida y bien armada institución castrense de los días que corren. Esta afirmación ni descalifica ni exalta a ninguna de las dos fuerzas armadas. Son diferentes y eso es todo.

No se trata de un problema de organización ni de equipamiento: es un problema de situaciones históricas. Mientras que las montoneras libertadoras que fueron formando un ejército trataban de destruir el poder del Estado –el poder de la Corona– en la segunda década del siglo XIX, y trataron, infructuosamente las más de las veces, de dar vida a un nuevo estado, el republicano; en cambio las Fuerzas Armadas (que hoy se mientan en singular) del presente forman histórica y políticamente, la columna vertebral del Estado venezolano, ya formado y solidificado. El verdadero fundador, el creador de ese ejército y también del Estado venezolano es un hombre cuya paternidad en cualquier ámbito que se postule, se tiene tendencia a rechazar: el general Juan Vicente Gómez. De modo que, referida a su fundación, lo de “forjador de libertades” no pasa de ser una frase hueca, sin ningún asidero en la realidad. Se trata exactamente de todo lo contrario: el ejército venezolano fue creado no para defender, mucho menos “forjar” las libertades venezolanas, sino para acabar con ellas.

Que nadie tome la anterior como una parrafada antimilitarista. La libertad para cercenar la cual se creó el ejército venezolano, nada tenía de hermoso, de fructífero, de útil: era ni más ni menos que la anarquía de señores de la guerra que arrastraban a sus peonadas a no por inútiles menos sangrientas batallas por un poder que la mayoría de las veces se revelaba efímero; y que no siempre lo buscado era el poder nacional, sino uno regional, local.

El hecho fundacional del ejército venezolano se va a dar en dos partes: una en 1903, la otra en 1910. Lo primero es el acto formal, el decreto del presidente Cipriano Castro creando la Academia Militar. Eso se produce poco antes de la batalla de Ciudad Bolívar. Mencionar esto último no es casual. Es que no se trató de una simple firma, de un decreto como tantos en la historia de la legislación venezolana, sino que se le refrendó con sangre. Porque al ser la última batalla de las guerras civiles, esa fecha significó el fin también de los ejércitos regionales, de los ejércitos personales. Cosa que quedó consagrada a partir de la reforma constitucional de 1904. Es decir, que al crear el ejército nacional, se estaba por allí mismo acabando con cualquier otro que le pudiera disputar lo que Hobbes llamó “la soberana potencia”, o sea la del Estado.

A partir de entonces ya existe un ejército único, pero eso no quiere decir que sea un ejército profesional: provienen su tropa y su oficialidad de las antiguas montoneras, son todavía, como lo quería el Mariscal Falcón, “ciudadanos armados”. Portan, en su corazón u oculta bajo su sombrero si no en su solapa, la vieja escarapela amarilla o roja que los identifica como liberales o conservadores. Tienen un mando único, el de su Comandante en Jefe; pero la fuerza de las cosas hace que ese mando, cada día que pasa, vaya siendo bífido como las lenguas ofídicas: Castro-Gómez. Hasta que vuelva a la unidad a partir del 19 de diciembre de 1908. Durante los próximos 27 años, el único Comandante en Jefe se llamará Juan Vicente Gómez. Después, será el Presidente de la República, cualquiera que él sea.

Eso se va a refrendar en los hechos con la apertura, el 5 de julio de 1910, con las paredes todavía sin encalar y un total de 55 alumnos, de la Academia Militar de Venezuela. A partir de entonces, a partir de la salida de su primera promoción, se acabaron en Venezuela los “generales” autoproclamados tales. Para llegar a los escalones más altos será necesaria una rigurosa preparación académica. Y, por su parte, el general Gómez respetará en ese particular la autonomía de su fuerza armada: no habrá ascensos “de gracia”. No se conoce un solo caso de oficial que se haya saltado varios rangos por el favor del jefe; aunque, como es lógico suponerlo, habrá quienes vean su carrera retardada o trunca por haber provocado las iras del Comandante en Jefe: es el caso de los oficiales que en 1928 parecían dispuestos a secundar las ambiciones de su hijo “Vicentico”.

Profesionalización castrense
La fundación del ejército, su paulatina conversión en una institución va a traer aparejadas dos consecuencias. Una es el carácter mismo de la fuerza armada. Ella fue concebida como una fuerza más represiva que defensiva. Su preocupación, su tarea, su deber, fundamentales, son los de conservar el orden interno, no defender la integridad del territorio ante un eventual enemigo extranjero. Se asemeja a una fuerza de ocupación, mucho más que a un ejército en campaña o en vigilia para proteger la soberanía. Una vez más, hay que aclarar que esto tampoco es un juicio de valor, ni una descalificación de nuestra fuerza armada: ese es el origen de todo ejército. La segunda es más que normal en cualquier instituto de educación superior, por muy rígida que sea su disciplina, por mucho que la obediencia sea su primera regla. Cuando se reúne un grupo de élite como lo es siempre todo instituto de esa guisa, nada más normal que se comience a pensar más allá de la estrecha frontera del interés individual, del propio y exclusivo destino profesional. Eso va a suceder entre los jóvenes que comienzan su carrera aquel 5 de julio de 1910. Un lustro más tarde se les entrega el sable que los convierte en oficiales de las fuerzas armadas y casi de inmediato se lanzan a conspirar. Es que ellos podrán estar encerrados, internos en sus academias, pero no son ciegos ni sordos: tienen familiares, amigos y les oyen hablar de la situación del país, de la terrible tiranía que se ha abatido sobre aquella Venezuela que, torturada por un siglo de guerras civiles, había saludado el advenimiento de Gómez como un milagro; milagro que al final sólo había sido saltar de la sartén al fuego. Ese es el origen de la conjura del año 18, en la cual participa el capitán Luis Rafael Pimentel, hermano de Job Pim, y objeto de las más inenarrables torturas a raíz del fracaso de la sublevación.

Habrá que esperar 10 años para que una acción de este tipo se repita, el 7 de abril de 1928. Ésta será una acción más importante que la anterior, porque si bien es rápidamente copada por la fuerza del gobierno gomecista, logrará algunos de sus objetivos: comprometer a varios cadetes, entre ellos el hijo del futuro Presidente de la República y en ese entonces Ministro de Guerra y Marina y segundo hombre del régimen, general Eleazar López Contreras; tomar Miraflores (eso no quería decir nada: el general Gómez estaba en Maracay); y arrastrar en la acción a varias decenas de estudiantes universitarios. En 1936, a la muerte de Juan Vicente Gómez, la fuerza armada nacional comienza a dar pasos no muy acelerados pero sin embargo firmes en su conversión en una institución nacional. Deja de ser el ejército gomecista pero no se vuelve por ello el ejército lopecista: el mismo General-Presidente comienza a hablar en sus discursos de “institución castrense” para referirse a ella. Ése es un proceso que se continuará durante el gobierno de Isaías Medina Angarita.

Sin embargo, esa transformación no se completa todavía. Los mandos superiores, a comenzar por sus dos sucesivos comandantes en jefe, provienen del gomecismo, si bien el último ya proviene de la academia y no de los campamentos. Se trata además de dos generales-presidentes, lo cual quería decir que todavía no estaban sometidos al poder civil, por mucho que los gobernantes pretendiesen ser, como en efecto lo eran, militares civilistas. Faltaban tres cosas para que el ejército venezolano se volviera una institución moderna: uno, la emergencia de la sociedad civil, capaz de hacerle contrapeso al poder militar; dos, que emergiese también una nueva generación de oficiales, no venida del vientre gomecista; tres, que un civil en la Presidencia de la República comandase de hecho y de derecho las fuerzas armadas. Lo primero comienza a manifestarse en 1936, con la aparición de los partidos políticos y las organizaciones sindicales. Los otros dos elementos, a raíz del 18 de octubre de 1945. Es una verdadera paradoja que la primera vez que un militar de carrera, salido de la Escuela Militar, llega a la Presidencia, se le alce ese ejército que más que ningún otro, podía considerarlo uno de los suyos.

¿De la institución al personalismo? Otra de las paradojas del 18 de octubre es que al sublevarse en un acto típicamente anti-institucional, el ejército lo haga más como institución (o sea, como colectivo) que como la gregaria masa que sigue a un líder carismático. Nadie tiene menos esta característica que el entonces mayor Marcos Pérez Jiménez. Si los conjurados han escogido su poco atractiva estampa de tenedor de libros es porque se trata del oficial de mayor jerarquía, por su hoja de vida estrictamente profesional, una especie de primus inter pares entre los integrantes de su generación militar. Y una tercera paradoja: el elemento más visible, más fuerte entre las débiles organizaciones de la sociedad civil, pero a la vez el más aborrecido por los nostálgicos del autoritarismo, el partido político, será el escogido por los militares para asociarlo a su aventura.

Aventura propia y fundamentalmente militar, un pronunciamiento clásico y no una bravía insurgencia popular, dirá años más tarde Betancourt. Pero con todo, como suele suceder, los conjurados que en el fondo, como lo demostrará el curso de los acontecimientos, desean en su mayoría un gobierno donde el ejército sea el elemento dominante, que no esté tutelado de manera alguna por la sociedad civil, van a encontrarse de buenas a primeras con la situación exactamente opuesta: el ejército pasará a ser comandado por un civil, primero por el Presidente de la Junta Revolucionaria Rómulo Betancourt, después por el Presidente Constitucional Rómulo Gallegos. Las nuevas generaciones del ejército, y más generalmente la fuerza armada como institución, por un lado; y la sociedad civil encarnada en una de sus primeras creaciones, el partido político, se asoman por primera vez al poder supremo. En el próximo medio siglo, esa alianza será más que nunca un matrimonio del cielo y el infierno, como hubiese dicho William Blake. Eso comenzará a ser así desde el momento mismo en que triunfe el movimiento del 18 de octubre. Nunca aquella frase por igual machista (y “hembrista”) según la cual el matrimonio es una guerra donde se duerme con el enemigo, fue más certera.

Si por una parte Acción Democrática tomaba el control de la calle con sus manifestaciones cada vez más numerosas y arrasaba por lo demás en todas las elecciones; en los cuarteles la inquietud era la norma y no la excepción: los militares sentían que se les había robado el fruto de su victoria; que ellos estaban en la peor situación soñada, esto es, dominados por un poder civil, por mucho que fuese ´revolucionarioª, por mucho que dos representantes de la conjura militar formasen parte de la Junta gobernante. Las conjuras debeladas en los próximos 3 años superan en número los dedos de la mano, siendo la más cruenta la del 11 de diciembre de 1946, destinada aparentemente a impedir la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.

En verdad, se puede hablar de 13 años (y no solamente 3) en los cuales esa confrontación-colaboración tomará caracteres de un conflicto permanente: de 1945 a 1958. En esos 10 años llegarán al mando supremo los dos cabecillas de la conspiración: Rómulo Betancourt (2 veces y 7 años) y Marcos Pérez Jiménez (10 años de los cuales 5 de dominio personal absoluto). Esa contradicción tendrá una aparente solución el 24 de noviembre de 1948 (triunfo militar) y el 23 de enero de 1958 (triunfo civil). Aparente porque ninguna de las dos victorias será tranquila ni, por supuesto, garantizada hasta la consumación de los siglos. Durante todo ese tiempo estará presente la pelea entre los partidarios de la emergencia y el dominio de la sociedad civil (entre ellos algunos militares) y democrática; y los partidarios de un régimen militar y si es posible autoritario si no tiránico, también con la participación del elemento civil, a veces multitudinario como a partir de febrero de 1992. Pero no nos adelantemos en el desarrollo de este tema. A partir del 24 de noviembre, al parecer los militares que habían lanzado el movimiento del 45 logran finalmente su objetivo.

Y así es como el nuevo –la nueva dictadura– se presenta inicialmente como el gobierno de las Fuerzas Armadas; y de hecho lo es: aún los miembros del Estado Mayor que no están de acuerdo con el nuevo golpe y algunos posiblemente neutrales firmarán el acta constitutiva de la Junta Militar de Gobierno, entre ellos Mario Vargas, el más afín a Acción Democrática y Wolfgang Larrazábal, quien presidirá en 1958 la Junta de Gobierno que sustituirá a Pérez Jiménez.

Los hechos demostrarán que al presentarse así, el nuevo gobierno está en buena parte usurpándose la representación de un todo cuando éste en buena parte lo repele. En todo caso, durante los 10 años que dure el gobierno militar, no cesarán las conspiraciones siempre debeladas, como la de octubre de 1951 y la más peligrosa de todas, la del 1º de enero de 1958. Unos 200 oficiales de diverso rango serán dados de baja, irán a las cárceles o al destierro, sin contar con el siempre dorado exilio de una lejana representación diplomática.

En todo caso, la sociedad civil luce aplastada en sus manifestaciones más visibles: los partidos políticos son ilegalizados de facto o de jure, los sindicatos verdaderos (no sus caricaturas oficialistas) están en la misma situación. Y por su parte, el empresariado estará sometido por la fuerza o, más generalmente, por las dádivas de los jugosos contratos con el Estado; la Iglesia misma, si no sometida enteramente, por lo menos practicando durante un tiempo un prudentísimo wait and see.

Lo más importante de todo, la masa popular, esa que aplaude o pita a los gobernantes, fue cuidadosamente apartada; y cuando se le da apenas una rendija por donde colarse, se manifiesta en contra del gobierno, como lo hará en las elecciones de 1952.

Pero como se verá al cabo de esos 10 años, esa sociedad civil no había dejado de existir, apenas estaba adormilada o sometida. Como en 1918, como en 1928 e incluso en 1945, el rumor de la calle invade los cuarteles y eso germina en la asonada militar del 1º de enero de 1958 a que ya se ha hecho alusión; pero sobre todo luego de la eclosión violenta de la sociedad civil el 21, 22 y 23 de enero de 1958, que obliga al ejército a intervenir esta vez sí unido y como institución, echa al dictador que huye despavorido (“las cabezas no retoñan” recuerda entre cínico y asustado uno de sus más cercanos adláteres) y abre la puerta a cuatro décadas de gobiernos civiles.

De 1958 a 1992
Los 40 años que siguen se pueden dividir, en lo que respecta a la relación entre el estamento militar y la sociedad civil, en dos partes: una que va desde enero de 1958 hasta junio de 1962: y una segunda de 30 años de paz y de sometimiento al poder civil, entre 1962 y 1992.

Los primeros años se van a parecer mucho a los que transcurrieron entre 1945 y 1952: el gobierno no estaba enteramente consolidado, y la inquietud militar se manifestaba en diversas formas, entre ellas un frustrado intento de magnicidio. Hasta que en 1952, la extrema izquierda, obnubilada por el ejemplo de la revolución cubana, se lance a la aventura revolucionaria apoyada (tal vez haya que decir arrastrada) por un ala militar que combinaba, en un común odio al sistema y muy personalmente a Betancourt, militares sinceramente izquierdistas con viejos y no tan viejos oficiales de firme vocación autoritaria. Pero lo que marcó el levantamiento fue la presencia allí de los comunistas. Y en esas condiciones, la mayoría de las fuerzas armadas se compactó detrás del gobierno, del sistema. Venezuela vivirá entonces 30 años en los cuales el Gog y el Magog militares parecían haber sido encerrados tras la puerta de hierro por un nuevo Alejandro civil. Pero nuevamente esa paz era más aparente que real. Desde siempre existirá uno u otro tipo de inquietud en las fuerzas armadas, por mucho que nunca habían gozado de tan excelentes condiciones de vida, y nunca habían también gozado de tanto prestigio entre la población civil.

Pero a partir de 1982, un grupo de jóvenes militares comienza a conspirar para derrocar al gobierno. Precisar esa fecha (se estaba todavía en la primera mitad del gobierno de Luis Herrera Campíns y en todo caso bastante lejos del “viernes negro”) es muy importante, pues echa por tierra la especie, divulgada por los conjurados del 4 de febrero de 1992, según la cual se habían alzado contra el impopular gobierno de Carlos Andrés Pérez. Los jóvenes conspiradores tenían en la cabeza un batiburrillo de ideas muy generales, esos lugares comunes de toda política, un patriotismo de escuela primaria, un izquierdismo más que trasnochado, emulsionado con un fascismo no menos tal (como el del antisemita aventurero argentino Norberto Ceresole, por un buen tiempo asesor ideológico de Chávez); y mucha ambición personal.

El golpe (los dos, porque hubo otro el 27 de noviembre) de 1992 reveló varias cosas, amén de la impericia que condujo a la chambonada de ambos golpes; y de la decisión de los oficiales golpistas de arriesgar todo menos el pellejo: Chávez se rindió apenas escuchó el primer tiro. Pero reveló también y sobre todo dos cosas, que pueden pesar demasiado en el futuro de Venezuela. Una, que las tendencias autoritarias, si bien entonces minoritarias y derrotadas en las fuerzas armadas, no por eso habían dejado de existir allí. Dos, lo más peligroso de todo, que esas mismas tendencias existían en el electorado, que finalmente terminó llevando clamorosamente al poder al golpista de 1992.

En el momento de escribir estas notas, han pasado 10 años de aquella insurrección, y tres de haber sido electo Presidente de la República Hugo Chávez Frías. Esto plantea ante el país y ante su historia, dos situaciones, por el momento desequilibradas, con un aparente y aplastante triunfo de la primera. Que no es otra cosa que la emergencia del militarismo, esta vez iluminada por el apoyo popular. Un militarismo que nunca había llegado desde la muerte de Gómez a los extremos a que llega hoy, en lo que concierne a la concentración de poderes en una sola persona, incluso en el texto constitucional; y con el empleo de militares activos en cargos civiles. Sin contar con que la misma constitución del 99 (llamada por el propio Presidente muy despreciativamente “la bicha”) restablece el fuero militar que había sido suprimido desde la Constitución de 1830: ¡un salto atrás de 170 años! Pero por el otro lado, pese a haber sido aplastada y humillada por una marea popular, por una borrachera masiva de autoritarismo, la sociedad civil está dando muestras de que no solamente no ha muerto, sino que regresa por sus fueros, no por la mediación de los partidos políticos, aunque sin excluirlos. La situación, en el momento de poner punto final a este trabajo, es de un enfrentamiento cada vez más enconado entre el poder militar y la sociedad civil. Uno de ellos deberá triunfar, pero no debería en ese caso hacerse ilusiones: el otro continuará peleando, a veces venciendo y a veces perdiendo, como en los viejos matrimonios.

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