sábado, 4 de diciembre de 2010
echando el cuento
EL NACIONAL - Sábado 04 de Diciembre de 2010 Papel Literario/2
Desde y hacia nuestro cuento
JOSÉ BALZA
Hay libros que hacen noticia y otros que se convierte n en parte de la Historia. Este es uno de ellos y las razones para admitirlo son numerosas. En principio por sus hacedores: Antonio López Ortega, Carlos Pacheco y Miguel Gomes: tres artistas de la palabra que practican con igual soltura la disciplina académica.
Su excelente título, La vasta brevedad, es ya una catarsis. En segundo lugar por la limpidez tipográfica, el grato diseño, sin duda una atractiva edición de Alfaguara.
No omitamos el trabajo de selección, tan afincado en la tradición de las diversas antologías anteriores, lo cual las complementa, las amplía, las confirma y las renueva. Un verdadero ejemplo de continuidad estructural en este país invertebrado.
Aspecto que también dialoga con la memorable selección de Meneses, al preceder a cada texto con una aguda, útil y original portadilla.
En quinto lugar citemos el prólogo que expone las intenciones, las dificultades y los hallazgos de sus antólogos, de inclinación científica ante la literatura.
Como sexto punto de gran valor propondría el singular modo de construir la antología, el remarcado gesto de trabajar con cuentos y no con cuentistas, como se nos demuestra.
Por ahora confesaré lo que más admiro en este libro.
Para explicarlo necesito hurgar un poco en la presencia de lo ficticio dentro de nuestro país.
Guillermo Meneses --con gracia y con duda-- habla de un periodo del "precuento" en Venezuela. Prosistas, humoristas, historiadores y poetas del siglo XIX podrían según él --por sus giros narrativos, por sus atisbos anecdóticos-- ser ubicados en tal estrato de nuestra ficción. Pero con igual derecho, indica Meneses, también los lejanos cronistas y los primeros pobladores del continente, hubiesen podido asumir ese carácter de narradores: "La dificultad consiste (y yo no he logrado vencerla) en precisar los límites hacia el pasado, no sólo del cuento sino de lo venezolano".
1 Por su parte,
Mariano Picón Salas ha encontrado, en el desparpajo, en el fresco idioma y en el aura narratoria de nuestros costumbristas --a partir de 1850-- el sedimento desde donde surgirá la novela.
Si, por una parte, aceptamos el clásico y milenario pensamiento (Estrabón, Eratóstenes, etc.) de que lo geográfico sería literatura y filosofía, bien podemos considerar, ante la interrogante de Meneses, que nuestro cuento venezolano es un don de la propia tierra. Por lo tanto, desde 1498 ésta suscita, despierta en soldados, viajeros y cronistas un tejido de ficciones que ellos mismos detuvieron en sus versos y en sus prosas.
Esa red, esa energía de lo ficticio (convertida en mitos, en narraciones) había rodeado tanto a los habitantes originarios de nuestras latitudes como envolverá a los extranjeros que llegaron a ellas.
Así podríamos admitir que las imágenes y los signos fijados en los milenarios petroglifos de riberas y montañas equivalen a palabras, a frases del habla cotidiana o ceremonial de nuestras más antiguas etnias.
Traducen comunicaciones, temas, significados comunes a esa agrupación social. Tan claros fueron para la comunidad que los recibía como para quien los emite. Porque las palabras de aquellos habitantes --como tal vez lo demuestran esas figuras-- no sólo eran importantes para la comprensión mutua, sino también para advertir las fronteras de lo inefable. "Si la palabra tenía virtud sagrada, también su imagen, y también la piedra, el ladrillo, el metal, la corteza o el papiro en que estaba fijada", aduce Rosenblat en un estudio sobre magia y palabra.
Los petroglifos, sin ser letra o escritura, contienen en sus imágenes el testimonio de un mundo --zoológico, vegetal, astronómico, geográfico, humano--; y condensan el lenguaje de la comunidad que los produce. Independientemente de las migraciones, de los cambios geológicos ocurridos desde la época en que fueron inscritos, en ellos está el reflejo del ámbito que nosotros recibiríamos después; y si el aura jungiana es razonable, desde ellos nos alcanzan energías espirituales que todavía nos pertenecen.
Cualquier tarén (invocación de los pemones) es una demostración de cómo poesía, épica y narraciones ejemplares estuvieron contenidas en aquello que los indígenas, mediante sus lenguajes, empleaban para distinguir momentos de su historia, de sus aventuras, de sus señores y sus divinidades; para explicar no sólo fenómenos naturales sino también hondas áreas del brillo o de la penumbra mental. Y en el suspenso de los siglos han permanecido, como lo prueban, por ejemplo, lo que escucharon de sus labios viajeros y sacerdotes y lo que extraído de la memoria antigua o reciente de las comunidades nutre documentos e investigaciones posteriores. Y cuyo eco respira en las versiones de tantos sacerdotes o viajeros y en las afloraciones de esas imágenes, según las encontramos en la escritura actual practicada por representantes autóctonos.
Como simple demostración de aquella riqueza expresiva, nos bastaría detenernos en algunas creaciones (de pemones, wayús, waraos, negros) que quizá atraviesan, por lo menos, mil años para llegar hasta aquí.
Nada tiene de extraño, entonces, que si bien los orígenes de nuestra literatura se hunden en poderosas raíces expresivas anteriores a la llegada de Colón; y que si bien el castellano guarda algunos reflejos de esa alta poesía, fuera también en este idioma donde, a partir de 1500, comenzara a ser fijada la inclinación creadora de soldados, frailes, viajeros, indígenas, que se expresaban en él.
El español era nuevo entre nosotros, y total. Sin embargo, cuanto iba a mostrar era el mismo mundo reflejado, comprendido, representado en las tradiciones milenarias de los habitantes locales.
Cuando frailes, soldados, corsarios y viajeros escriban en español a partir de 1498 acerca de nosotros y nuestra realidad, el objeto aludido nos pertenece: somos su esencia.
Se trata de un fresco inagotable, que puede ser leído de manera contínua y entonces sus modulaciones estilísticas y temáticas proporcionarán real satisfacción
Esa escritura aparentemente ajena también es nuestra, nuestro otredad, nuestra unidad.
Si eso ocurría con las lenguas milenarias y autóctonas, si esto vibra en la avasallante presencia del castellano, ¿no se repite también con las lenguas de los otros aventureros, viajeros, cronistas y poetas que llegan? Bajo el deseo de la riqueza súbita, tras la obsesión del brillante retorno a las cortes europeas, ¿no salta el riesgo de lo desconocido, el llamado de la gloria y el amor, la entrega a la muerte? Wayú, kariña, pemón, sí; español, sí; pero también inglés, francés, holandés, italiano, alemán recogen con igual intensidad, desborde imaginativo y arte de la prosa o la poesía, el esplendor y el misterio de nuestra realidad venezolana.
Lo cual nos autoriza a pensar aquí en algunas muestras de historias anteriores a Colón. Y, por mandato de la tierra misma, a incluir allí fragmentos del "precuento" venezolano redactado por autores que fueron fascinados por estos parajes en los siglos XVI y XVII (Walter Ralegh, Juan de Castellanos, Galeotto Cei, etc.). O de aquellos nacidos o establecidos aquí que recibieron idéntica seducción en el XVIII.
Estudiados y editados esos frailes, comerciantes y aventureros como fuentes para comprender nuestro proceso histórico, no hay duda de que o su talento o el llamado de la tierra y su gente determinan en ellos la aparición en sus textos de momentos fascinantes con carácter narrativo.
Son muchos esos autores que laboran entre 1500 y 1800.
Parte de ese entorno fueron los indígenas, cuyo destino trágico todos conocemos. Los escribas no sólo retrataron tesoros naturales, el medio, el cuerpo de hombres y mujeres autóctonos, sino que también --con lealtad o desfigurándolos-- fijaron la imagen de sus costumbres, alimentos, ritos, cantos y ceremonias festivas.
El indio era parte del asombro que estaba aquí. Otra suerte corrieron los esclavos negros, traídos desde África y Europa; en cierto modo perverso eran parte de la expedición que llegaba y ya el significado de su presencia estaba codificado para los invasores. Al parecer, nadie atendió, por escrito, a sus lenguas, las invocaciones a sus dioses, sus ritos y cantos.
Al crítico y narrador Carlos Sandoval 2 debemos el penti-
mento con que recubre la fecha de 1850 y la referencia de Picón Salas acerca de nuestros costumbristas. Ambas son importantes, pero Sandoval nos devuelve hacia 1837 el inicio coherente del cuento venezolano, con su ascenso durante todo el siglo XIX, hasta desembocar en una obra maestra como "Claudia" de Eduardo Blanco, redactada quizá a fines del mismo.
(No debemos olvidar que también el siglo XIX, en medio de las dificultades bélicas, nos concede la continuidad de nuestra música anterior, buena poesía, crítica y ensayos importantes y no menos valiosas obras de teatro y pintura).
Por otra parte, Uslar Pietri indicó: "Mucho antes de que la producción novelesca revistiera verdadera importancia, y, después coetáneamente con ella, la literatura narrativa venezolana adquiere especiales caracteres de interés y originalidad en el cuento". 3
También
destaca que el temperamento artístico del venezolano está más cerca del cuento que de la novela. Ambas proposiciones son discutibles, sobre todo si recordamos (Bibliografía integral de la novela venezolana por Osvaldo Larrazábal y G. Luis Carrera) 4 que entre 1842 y
1900 se publican aquí aproximadamente setenta y siete novelas, cifra que se ampliará en el siglo XX. Como equilibrado complemento, para aquellos tiempos y para la actualidad, tenemos la citada investigación de Carlos Sandoval. También otra
5 de María Eugenia
Díaz de Sánchez, Escritoras venezolanas del siglo XIX, en la que se recogen valiosas páginas de nuestras primeras y deliberadas cuentistas.
Dicho todo esto, vuelvo a esta brillante antología. Y a mi admiración por ella.
Se trata de un fresco inagotable, que puede ser leído de manera contínua y entonces sus modulaciones estilísticas y temáticas proporcionarán real satisfacción. Pero --y no en vano sus autores son hijos de Cortázar-- ella puede ser consultada a saltos, buscando lo que la memoria o el deseo de descubrimientos induzca o, como he tratado de hacer, eligiendo décadas, accediendo a sus poderes o comparándolas. Y como mi tiempo aquí es breve, sólo aludiré, por ejemplo, a la década inicial del siglo XX y a la última del conjunto, cuyos textos pertenecen al siglo XXI. El resultado, mi resultado en este caso, aparte de sorprendente no deja de ser estremecedor.
Es imprescindible recordar que estamos leyendo ficción para resistir los impulsivos reclamos que se nos hacen desde la letra. ¿No hay en el silencio del "diente roto" la semilla contrastante de la verborrea actual, que esconde en los mandatarios la crasa imbecilidad? ¿No es esa metáfora del oro --o del petróleo-- el rostro de un país crucificado por la riqueza misma? ¿Adelanta el carretero ágil y luego ciego una resistencia al progreso que se materializa en la actualidad? ¿A quién torturan el "catire" o el "mútilo"? ¿A la fuerza de lo natural en su instintiva pureza? ¿No seguimos bajo la acción cruel que nos convierte en animales? ¿Es acaso, puede ser acaso independiente quien se cree ermitaño, activo y eficaz? ¿No termina la energía de la tradición popular, y por lo tanto "diabólica", convertida en caricatura por efecto del show (del carnaval) eterno en que nos hemos convertido? Tales asociaciones --o lecciones-- me vienen a la mente al revisar los cuentos aquí incluidos y pertenecientes al lapso 1900-1910.
La década que se inicia en el año 2000 nos conduce en este libro a diversos registros del humor y de la ironía, tanto en las anécdotas como en lo expresivo; a la variable tensión entre ternura y melancolía, a los azares de la político y el amor, a la corrupción de la corrupción, al refinamiento cultural y a los asomos globales de lenguas foráneas (Cordoliani, Méndez Guédez, Milagros Socorro, Barrera, Yagûe, Oropeza, Gomes, Juan Carlos Chirinos).
Si en la mencionada década de 1900 el país aparecía marcado, nombrado, hay aquí ahora tal cercanía entre personajes y ambientes que el mismo parece estar desdibujado, obvio en su presencia. Lo cual permite que una gota de sangre persista inexplicable; permite la ambigua fagocitosis de una cayena, la caída de una familia como depredadora de sus antiguas pertenencias; que la viveza mortal de un malandro sea sustituible incesantemente, que una pareja presienta el resonar de la separación como un océano entre sus tazas de té.
El país, la geografía tan amada por Estrabón como parte de la filosofía en Homero, ha perdido sus contornos, porque éstos son ahora casi estrictamente aquellos de la sociedad que lo plena, lo conduce o lo padece. Un mundo que emite mensajes indirectos, sutiles, dulces o terribles: contribución estética de esa misma sociedad móvil, perturbada y obsesionante para sus creaturas, ficticias o no. En la que fluye un vasto curso de alegrías y llanto negro, de creencias primitivas o religiosas, de encantamientos; todo esto unido al cambiante sonido de las lenguas autóctonas o extranjeras: este mixto rostro de nuestra expresividad, que atrae tecnología, contemporaneidad, luces y secretos.
Y por último, una confesión, que es más bien una celebración: ¡más de cien años de cuentos en esta edición! ¡Qué prodigio! Los autores han ceñido su trabajo a la aparición y continuidad de libros de cuentos, cuyo momento clave, para ellos, fue el del modernismo entre nosotros. Lo acepto, lo comparto, siempre que no olvidemos, como acabo de sugerir, la remota, vivaz y refrescante tradición de las voces perdidas en los milenios que acompañan a los petroglifos y a la tenaz escritura que sacerdotes, soldados y aventureros realizaron en esta misma tierra desde hace quinientos años; siempre que no olvidemos los tácitos relatos que siguen cantando, desde hace centurias, nuestros negros en Barlovento ni los nerviosos bocetos del padre Juan Antonio Navarrete o los del rector de la Universidad, José Ignacio Moreno, a fines de 1700, ni la fiera ficción de Bolet Peraza o los tímidos y convincentes asomos narrativos de nuestras mujeres en el siglo XIX.
No sé qué va a sentir un lector muy joven que se acerque a estas páginas. Desde su imaginación cibernética descifrará sonidos e historias impensables aunque estén escritas aquí. Los adultos de hoy volverán a sonreír (o a incomodarse) con ese exacto retrato nuestro (frivolidad, impostura, ingenuidad) que propicia la Cucarachita Martínez; o a seguir con extrañeza el oscuro ritmo de bolero que nos mueve en el burdel de "la mano junto al muro". Volverán a sentir mil llamados.
Yo sé que una antología es un trabajo serio, audaz, desafiante, injusto, incierto, compasivo, exultante, inexorablemente firme y duradero (sigo leyendo con pasión la antología palatina, de la Roma imperial como si hubiese sido publicada hoy).
Pero este libro me ha hecho volver a la adolescencia y a querer descifrar las atmósferas de "la niña vegetal", a jugar con el Yo posible de Julio Garmendia.
A crecer en busca del caballero del tráfico Sir Galahad, a meterme en ese remate oral del barrio que vive Joselolo, a meditar el sórdido y agudo cielo sin diamantes de Boquerón.
A conocer, en esta larga edad, la melancolía, la nostalgia, la plenitud y el vigor del futuro que me conceden estas páginas.
A reconocerlas como un gran y raro ejemplo de coherencia, de lucidez y madurez psicológica y estética en la Venezuela de estos sórdidos tiempos.
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