EL NACIONAL - Domingo 07 de Abril de 2013 Papel Literario/6
La lengua armada de Hugo Chávez
LUIS YSLAS PRADO
En 1984 se publica En torno al lenguaje, un ensayo de Rafael Cadenas que alerta sobre el peligro que acecha a aquellas naciones que consienten el deterioro de su idioma. Cadenas sostiene que la crisis de una sociedad no está aislada de su crisis lingüística, sino que, en gran medida, es consecuencia de esta. Su advertencia resultaría premonitoria: ocho años después, el verbo encendido y populista de Hugo Chávez irrumpiría como un golpe histórico en un país incapaz de prever los efectos de un discurso que, envuelto en el celofán del mesianismo, no resolvería la crisis.
Más bien la agudizaría y expandiría a una escala insospechada.
Por supuesto que Chávez no es el origen del deterioro verbal en Venezuela, cuyos signos eran ya nítidos durante los años 80 y 90 producto acaso de la escasa importancia que los gobiernos le concedieron al sistema educativo, pero sí ha sido uno de sus efectos más devastadores.
Chávez aparece en un momento en el que la mayoría del país se encontraba desencantada de un discurso político vaciado de credibilidad y legitimidad. El terreno propicio para que surgiera una voz radicalmente opuesta, encaminada a recuperar el encanto perdido. De esta manera, como pocas veces en la historia de Venezuela, un presidente haría de la oralidad mediática un vehículo esencial para su ascenso, consolidación, permanencia y mitificación en el poder. Chávez tenía conciencia de que su lenguaje dicharachero, incendiario, cursi y caudillista no sólo lograba cautivar a miles de personas fuera y dentro del país, sino que además era capaz de incorporar a quienes lo escuchaban en el mismo discurso, convirtiéndolos en protagonistas de una épica simbólica hecha sólo de palabras. Así, vastos sectores de una población que habían permanecido ignorados por el discurso oficial hasta la aparición de Chávez, hallaron en su lenguaje folklórico un espejo en el que se sintieron, más que reflejados, existentes.
Sin embargo, la noción de "pueblo" fue empleada hábilmente para la división maniquea de la nación. Quien no compartiese el proyecto chavista era señalado, por ejemplo, como "apátrida", "escuálido" o "majunche": traidores del verdadero "pueblo" y antagonistas de un discurso guerrero que requiere de enemigos para inventarse batallas diarias e interminables. De ahí que Chávez desconfiara de la sociedad civil, de los intelectuales, de los periodistas, de los estudiantes y de todo aquel que pudiera poner en evidencia las costuras de un lenguaje militarista: literalmente incivilizado.
Aunque su palabra estuviese dirigida especialmente a los menesterosos de la sociedad, durante sus 14 años de gobierno, Chávez hizo muy poco para que la pobreza dejara de existir. Su discurso igualaba, pero hacia abajo. No pretendía elevar, con su palabra, la palabra de los demás, sino mantenerlos en una zona de encandilamiento y obediencia: de repetición doctrinaria. También de amenaza y miedo. Un alfabeto del odio encapuchado de amor.
Que su discurso poseyera cualidades como la sencillez, el carisma, el anecdotario popular, el tono intimista, la facilidad para la elaboración simbólica y la fuerza expresiva es tan cierto como que esos atributos no fueron empleados para el enriquecimiento cultural del país.
Por el contrario, Chávez hizo del lenguaje una herramienta kitsch de manipulación ideológica, histórica y psicológica.
Una bulla y un performance.
Un repertorio de escatologías, mentiras y resentimientos. Un noticiero informativo y un tribunal implacable. Un mecanismo de persuasión y distracción, de seducción e intimidación.
Un artefacto verbal para instalarse en la conciencia colectiva, y de este modo, perpetuarse en el poder como un ideal político cuyo sentido era sobre todo un sonido constante, infatigable: el correlato sonoro de su ansia de poder.
Chávez no hablaba para entrar en comunicación con el otro, sino para imponer en el otro una ilusión de verdad a fuerza de una obstinada repetición. El método Goebbles en clave tropical. Hablaba sin parar justamente para que nadie más hablara por él, o contra él.
A los pocos años de su gobierno, tanto sus seguidores como las instituciones y los poderes del Estado se subordinaron a su discurso. Su palabra se hizo la Palabra. Por eso, una vez en el poder, las entrevistas disminuyeron. Jamás debatió con un contendor político. El nombre de su programa dominical Aló, Presidente significaba todo lo contrario a lo que allí ocurría: un farragoso monólogo. Durante más de 14 años, Venezuela estuvo arropada por la voz de un presidente que no dejaba de hablar al tiempo que impedía que dejáramos de hablar de él. La enfermedad más prolongada de Chávez no fue el cáncer sino la verborrea. Las cadenas presidenciales eran el mayor síntoma y metáfora de esa incontinencia: un encadenamiento en el que la palabra traducía una acción, un decreto, una obra. Chávez fue menos un hacer que un hablar. Y si sus intervenciones debían tomarse al pie de la letra, no debe sorprender que la violencia desatada de muchos de sus discursos llegara a influir no sólo en el ciudadano común, sino en varios grupos armados, desde las guerrillas hasta el hampa urbana, confiriéndoles a estos criminales un cariz de desquite político. Él no inventó la violencia en Venezuela, es cierto, pero al incorporarla en su discurso le dio una credencial de uso masivo y combativo de temibles repercusiones.
Nadie pone en duda que la palabra de Hugo Chávez le otorgó una identidad colectiva a numerosos sectores de la población. Pero esto ocurrió a costa de arrebatarles la libertad de la conciencia crítica sin la que la lengua es incapaz de enriquecerse. Si, como advierte el poeta Cadenas, las sociedades entran en crisis debido a una quiebra previa de su idioma, la tarea pendiente sigue siendo recuperar el valor del lenguaje, sostén de todos los demás componentes de la sociedad.
Hoy, el desarme más urgente es el de la lengua. Tarea no poco ardua, dada la descomposición lingüística trasunto de otras descomposiciones que dejó el comandante como herencia nacional.
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