Del librero y el editor automáticos
Luis Barragán
Quienes alguna afición sentimos por los impresos, experimentamos también otro aprendizaje en las redes sociales. Esta vez no tratamos de las reiteradas promesas del libro electrónico, sino de las conductas que intacta y tercamente reflejan las del mundo real.
Cual aviso clasificado, suelen enunciarse las obras que atraen con abandono de la glosa correspondiente. Al parecer, basta orbitar una portada poderosamente llamativa como señal de la avisadísima intervención del usuario, olvidando o soslayando el comentario de rigor, ora por ingenuidad, ora por vanidad, ratificándose como súbdito del imperio iconográfico que nos asfixia.
Ocurre frecuentemente en las grandes cadenas de libros, el empleado ofrece el ejemplar, apunta al precio, y vela por la impecable preservación del envoltorio molestándole que el cliente pudiese desear, por lo menos, la revisión del índice. El nivel de ventas es suficiente argumento, aunque en el medio digital —principalmente, la autoedición— convierte la diligente colocación en un burdo ardid comercial.
Nuestra confianza en las viejas librerías, por cierto, en sistemático camino de extinción en Venezuela por las consabidas razones, es la que depositamos cierta y comprobadamente en sus libreros. Incluso, confianza para desechar una obra por otra, garantizado el regreso cuando ninguna es favorecida.
Precisamente, requerimos del comentario especializado o de divulgación para orientarnos en la urdimbre de tinta que aún caracteriza al llamado mundo desarrollado, porque no se entiende una sociedad del conocimiento sin la cultura de la imprenta que sustenta a la de los bytes. Escaseando cada vez más la crítica sostenida y reputada, en este lado del mundo, recurrimos a los consejos, recomendaciones o atisbos de los amigos, conocidos o por conocerse, que ejercitan la cotidianidad en la infopista con una humildad —por lo demás— a veces traicionada. Empero, como en los libródromos, según la afortunada acuñación de Vargas Llosa, abundan aquellos que —apenas— se regodean con la portada y, yendo lo más lejos posible, adquirido el derecho, linkean un sitio de ofertas para estorbo de los otros internautas que fluyen con la espontaneidad de sus útiles y personales impresiones.
El hábito responde a la comprensible necesidad de promocionar las llamadas autoediciones, una veraz alternativa frente a los tradicionales sellos editoriales delimitados y zarandeados por un mercado que los hace extremadamente prudentes. Fenómeno sin precedentes, la automatizada (des)aparición de los (hiper)textos fuerza a la febril promoción del autor que no repara en la modesta rutina de las comunidades virtuales, demandantes de una orientación, recomendación o consejo, que les ayude a economizar tiempo, decantando sus intereses inmediatos.
Valga acotar, la lícita actividad mercantil de las grandes y prestigiosas firmas editoriales se explica por el arbitraje de los títulos que envía a la imprenta real e —igualmente— digital. La confianza por una u otra casa depende de la rigurosa selección que haga de materias y autores, amén de la calidad de sus entregas y garantías de distribución, permitiéndonos enunciar tres contradicciones fundamentales.
Por una parte, el deficiente desempeño ante un mercado cambiante, ganado por los acontecimientos efímeros o intrascendentes, que obliga a las empresas a apostar por un producto de antiquísimo y reconocido éxito, al lado de otros que les reportan dividendos de oportunidad. Cesa la búsqueda de autores promisorios que, al coincidir con aquellos que gozan del derecho a tenerse como tales, pueblan las redes con más cizaña que trigo.
Por otra, la probable decadencia de los agentes literarios que disfrutan de muy pocas ventajas frente a la universal crisis de los derechos de autor que, en propiedad, es la del Estado Nacional tal como lo hemos conocido. A la espera de las ingeniosas fórmulas que los resguarden, un oficio tan demarcado halla una escasa garantía en las denominadas nuevas tecnologías que reemplazan o dicen reemplazar el producto editorial real.
Por último, sintetizado el problema, la desleal competencia que deviene anarquía en la red de redes, quebrantando toda certeza respecto a un producto confiable. Excepto esas casas editoriales, las que —en última instancia— generan confianza por sus criterios de selección, marquen la pauta en Internet, la automatización del pensamiento y su consumo, tiene por único futuro el inmenso basurero de pajares con las muy pocas agujas que el azar reporte.
Fuente: http://www.letralia.com/268/articulo10.htm
Ilustración: Begoña Pérez Rivera, Intervención
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