sábado, 30 de junio de 2012

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El Nacional - Sábado 30 de Diciembre de 2006     P/3
Esa imposible luz blanca
Transitan por la estremecedora ruta que va de la enfermedad hacia la muerte. Son escrituras que se plantean significativas cuestiones sobre la aparición de la enfermedad en la vida de las personas. Se comentan aquí tres libros notables, todos de reciente publicación. El primero, La enfermedad, de Alberto Barrera Tyszka, ganador del Premio Herralde 2006. El segundo, El año del pensamiento mágico, de la norteamericana Joan Didion, que obtuvo en Estados Unidos The National Book Award de 2005 en la categoría de No ficción. Por último, la hermosa novela del gran maestro vivo de la literatura norteamericana: Philip Roth
Nelson Rivera

La enfermedad Alberto Barrera Tyszka Editorial Anagrama Caracas, 2006
El año del pensamiento mágico Joan Didion Global Rhythm Press España, 2006
Elegía Philip Roth Random House Mondadori España, 2006
Uno: Barrera Tyszka, Alberto
La enfermedad carece de lugar específico: vive adentro, pero también detrás y adelante de lo humano. Rodea cada flanco. Es legado y también destino. Su presencia antecede al nacimiento y permanece incluso después de la muerte de cada persona (algunos tanatólogos han demostrado que ciertas patologías continúan con sus implacables oficios destructivos en ese estatuto de cesación que es un cadáver). La enfermedad es la única sombra interior.
Nuestro verdadero perseguidor. Vive adentro. Latido, impulso contenido, suspense.
Hasta que un día suelta sus tentáculos.
No se escribe de la enfermedad desde fuera de ella. No es un tema de inexpertos, evasivos o curiosos. Quien se aproxima a sus rutinas, quien se cuela hasta sus habitaciones para auscultar y narrar sus procedimientos ha de pagar por su voluntad: pocas experiencias de la escritura exigen al autor asumir el dolor de comprender.
Como los testimonios del Holocausto o las proyecciones que los místicos hacen sobre el terreno de la escritura, narrar la enfermedad significa recapitular el padecimiento. Volver sobre ella. Experimentar la aflicción en el plano de la memoria.
Me han atrapado las dos historias que atraviesan La enfermedad, pero no son sus episodios el material que alienta este comentario. No. Es otro el asunto que me resulta imprescindible: la contienda, línea a línea, palabra a palabra, que Barrera Tyszka ejecuta para no desfogarse, para evitar el desafío y la pendencia directa e irreversible con la enfermedad, la adopción de un antagonismo que hubiese conducido su relato a una deriva imprevisible.
Y es admirable porque Barrera Tyszka no es un escritor que sigue las conductas de la enfermedad desde un observatorio.
No es un forastero, ni escribe amparado de cualquier impunidad (no es comparable ni siquiera con el más astuto reportero al que un día le encargan introducirse en las peripecias de la sala de emergencias de un hospital público). Tampoco es un concienzudo intelectual que se consagra a estudiar mucho para bien fundamentar un proyecto y luego proceder a escribirlo. Nada de eso. Su relación con la enfermedad es la de un sensitivo etólogo: en tanto que la ha reconocido como habitante de su vida, la ha escuchado, la ha visto deslizarse por las entrañas, ha entrevisto el pálpito de su carácter, la ha visto inclinarse y luego avanzar. Conoce sus humores, sus pasos cruzados, sus reflejos, sus mecanismos de transferencia y compensación.
La enfermedad: tal es el gran personaje de su novela, su logro más notable. El doctor Andrés Miranda y su padre, así como el resto de los habitantes de la novela son, así lo creo, sujetos necesarios e incidentales, personajes que, como muchos otros, también hubiesen retrocedido o hubiesen sido derrotados por la polifacética potencia de lo pernicioso cuando aparece en el frágil supuesto de un cuerpo sano.
En la narración que ha obtenido el Premio Herralde 2006, la enfermedad está provista de virulenta personalidad.
Porque es un antiguo conocedor de los disloques que es capaz de producir, Barrera Tyszka tomó la decisión clave de su relato: Javier Miranda, el padre del doctor Andrés Miranda, tiene el más letal y resonante de los desarreglos: un cáncer, la enfermedad con mayor capacidad para desatar un amplio catálogo de trastornos a su alrededor.
El tema que ocupa la médula de La enfermedad es la alteración del orden o, más preciso, la conmoción de los órdenes que se produce en las vidas de quienes rodean a una persona a quien le han detectado un cáncer. Que el hijo del paciente sea un médico en ejercicio es mucho más que una posible paradoja: es el dato que catapulta en el relato el considerable poderío de la enfermedad.
Y poderío no se refiere a sus tasas de morbilidad y mortalidad, sino a la vasta problemática espiritual que el cáncer detona. Porque cáncer es también silencio. Son verdades atascadas, retocadas y maquilladas. Estallidos de brutalidad y sutileza.
Repasos a la vida: ajustes, repeticiones y novedades. Preguntas sin final (la novela parece tener un ritmo circular que vuelve, una y otra vez, a la formulación de preguntas). Cáncer son estrategias de evasión (una ausencia se me puso de bulto cuando terminé de leer La enfermedad: ella nunca interroga a Dios). Cáncer es teatralidad, compasión, exploración incierta por los límites de lo clínico. Es el largo recorrido por la búsqueda de alguna respuesta hasta el punto de retorno: la comprensión de que no hay remedio, que es inevitable seguir buscando.
Dos: Didion, JoanShock, paralización, balbuceo: es posible que no haya otra manera de leer lo que aconteció (¿sacudió, trastocó, trasteó de modo fatal?) a Joan Didion. Antes de la devastación que hizo posible El año del pensamiento mágico, ella era una muy popular colaboradora de The New York Review of Books y The New Yorker, autora de cinco novelas y de varios libros de ensayos sobre la política norteamericana.
Didion tenía un esposo, John Gregory Dunne, también escritor, y una hija, Quintana Dunne.
La vida de Didion sufre un colapso a finales del año 2003. Transcurría el mes de diciembre. Quintana se enferma de manera inesperada. Lo que parece una gripe empeora con apuro. Tiene que ser hospitalizada. A los pocos días sufre un choque séptico. El caso es grave y el destino de la hija se transforma en el epicentro de la cotidianidad de los dos escritores, unidos ambos por una relación permanente, profunda y antigua. La noche del 30 de diciembre de 2003, al regresar del hospital, un fiero ataque al miocardio mata a John Gregory Dunne en el apartamento donde viven. Un segundo ha sido suficiente para revolver el mundo desde su cimientos.
Muchos meses después la autora busca en su computadora las escuetas notas que tomó dos o tres días después de la muerte de su esposo (no recuerda con precisión si fueron dos o tres los días): La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba. Esas mínimas frases son el germen de una exigencia, de una fantasmagoría que desde muy adentro reclama ser desentrañada. Didion no se pregunta sólo por los hechos. Su empeño se refiere a ella misma: quiere recapitular su propia conducta, encontrar el sentido a sus acciones y a sus omisiones, a sus olvidos y recuerdos.
El año del pensamiento mágico es el testimonio de un duelo, la reconstrucción que Didion hace desde el fugaz momento en que su esposo se derrumba al piso para no levantarse nunca más. "Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o mala fortuna, sobre el matrimonio, los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida se acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma".
La normalidad se hace trizas, el desastre repentino parece imponer su descontrol sobre la conducta de quienes sufren la pérdida. La obligación que la autora se ha impuesto es la de revelarse a sí misma el trasfondo de sus reacciones y movimientos. Con pasmosa claridad se percata, por ejemplo, del uso de un tono "demasiado informal y demasiado elíptico al mismo tiempo" con que narró lo ocurrido a un hombre que vivía y trabajaba para ellos.
Didion reconstruye su lucha con el tiempo, los pensamientos que la asaltaban, la necesidad, se diría que voraz, de entender lo ocurrido con el propio instrumental de la ciencia médica.
En su minuciosa reconstrucción, que incluye la lectura obstinada de libros y numerosos informes de investigaciones especializadas, Didion entiende que durante muchos meses ella se ha negado a aceptar que John Gregory Dunne ha muerto. Y que muchos de sus pensamientos y acciones son criaturas del pensa miento mágico, operaciones de resistencia o culpa, retruécanos y delirios de quien sufre, la silenciosa batalla en contra de la humillación de aceptar la soledad, el despojo vital que se produce, de modo muy intenso cuando en el seno de una pareja antigua y estable, uno de los dos se marcha para siempre.
"Imaginamos que el momento más duro de la prueba será el funeral y que tras él se iniciará esa hipotética recuperación. Cuando anticipamos el funeral nos preguntamos si lograremos `superarlo’, estar a la altura de las circunstancias, hacer gala de la `entereza’ que invariablemente se menciona como respuesta correcta ante la muerte. Anticipamos que necesitaremos fortalecernos para ese momento: ¿seré capaz de recibir a la gente? ¿Seré capaz de dejar el lugar? ¿Seré capaz siquiera de vestirme ese día? No sabemos que ese no será el problema. No podemos saber que el funeral en sí mismo es anodino, una especie de regresión narcótica, arropados por el cariño de los demás y por la gravedad y significado de la ocasión. Ni podemos saber –y ahí reside la diferencia fundamental entre cómo imaginamos el dolor y cómo es en realidad ese dolor– la interminable ausencia que sigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta de sentido, la inexorable sucesión de momentos en los que nos enfrentaremos a la experiencia del sin sentido".
Rara vez se tiene la oportunidad de leer un testimonio tan intenso y limpio a un mismo tiempo. Mientras Didion lo escribía, Quintana, la hija enferma, mantenía su lucha por sobrevivir. Inevitable, la sombra de esa angustia se percibe en su atmósfera. Cuando El año del pensamiento mági co fue publicado en Estados Unidos en octubre de 2005, recibió el unánime reconocimiento de los comentaristas, además del The National Boook Award en la categoría de No ficción. Dos meses antes de que circulara, el 26 de agosto de 2005, Quintana murió, finalmente vencida por la enfermedad.
Tres: Roth, Philip
Quizás sea demasiado pedirle a un gran maestro de la literatura que lo siga siendo a pesar del implacable paso de los años.
Quizás sea de impacientes y ávidos presuponer que luego de leer una gran obra tenemos derecho a ser congratulados con la siguiente. Confieso que comencé a leer Elegía con alguna cautela. Diría que con expectante morosidad: me había imaginado que si avanzaba con lentitud, más pronto podría detectar si el gran arte que Philip Roth desplegó en su novela anterior, La conjura contra América (publicada en 2005), se había agotado allí, o si su genio tiene además la facultad de reproducirse y extenderse una y otra vez, después de haber escrito al menos una docena de historias extraordinarias que le han valido el convertirse en el autor que ha cosechado el mayor número de los más importantes premios con que la sociedad norteamericana reafirma a sus autores.
Sosegada, breve y madura: Elegía es otro admirable dispositivo de Roth, una categórica demostración de su genio, un ajustado mecanismo narrativo que habla del modo en que los hombres afrontan esa inútil batalla que es la de resistir al envejecimiento. Magnífico relato del deterioro, sus personajes están marcados por el tiempo, por la liviandad y la carga que cada uno ha acumulado a lo largo de su vida. Todo parece deslizarse sin mayores contratiempos hasta el día que, por vez primera, la enfermedad aparece con toda su neuralgia en el cuerpo del protagonista: y es que la dolencia del corazón no ha llegado sin compañía. Surgen las preguntas, se impone la recapitulación: el paciente se interroga a sí mismo. A medida que aprende a experimentar y reconocer nuevas sensaciones corporales, así comienza a adoptar la profunda fragilidad en que consiste la vida. Enfermarse es aprender. Conocimiento por la vía más dolorosa.
El enfermo de Roth no es un hombre que sucumbe en cuanto las dificultades de sus arterias coronarias se hacen patentes.
Exitoso publicista, su historia no se limita a la de un paciente. Luego de abandonar a su primera mujer y a sus dos hijos, las aventuras se suceden, entusiastas y trágicas. De un nuevo matrimonio nace una niña, a la que no tardará en abandonar.
Los años pasan, cambian las parejas, las ciudades y los domicilios. El corazón interrumpe con sus agobios, cada vez con mayor frecuencia. Catéteres, angioplastias, intervenciones para despejar una de las carótidas o para instalarle un bypass múltiple o un desfibrilador. Cada retorno al quirófano constituye una aproximación, no sólo a la muerte, sino a los inacabados ecos de la realidad de estar enfermo. Porque es justamente bajo la condición de paciente cuando los hombres parecen más dispuestos a poner a un lado lisonjas e ilusiones para afrontar la pregunta de su estar en el mundo: es en el transcurso de esa temporalidad distinta, en ese particular silencio que adquiere corporeidad alrededor del afligido, cuando la bondad y la estulticia, las apariencias y las certezas, son sometidas a la dura prueba de quien recapitula porque presiente que su muerte se aproxima. "La vejez no es una batalla", escribe Roth casi al final de su novela. "La vejez es una masacre".
En la presunción de Roth la enfermedad también tiene ese carácter inexplicable, esa especie de luz blanca imposible de atrapar. En la intuición de Elegía hay una trama: el dolor solitario, la tristeza que gana terreno a la disposición a combatir al mal, el siniestro de la corporalidad, el fin de los apetitos, el terror de constatar que la parálisis puede llegar a ocupar la humanidad de un ser que todavía respira.


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