EL PAIS, 24 de Junio de 2012
TRIBUNA
La quiebra de Europa
Se está rompiendo el pacto de la utopía comunitaria frente a las rivalidades nacionales
Julián Casanova
En 1945 Europa dejó atrás más de treinta años de guerra, revoluciones, fascismos y violencia. La cultura del enfrentamiento se había abierto paso en medio de la falta de apoyo popular a la democracia. Los extremos dominaban al centro y la violencia a la razón. Un grupo de criminales que consideraba la guerra como una opción aceptable en política exterior se hizo con el poder y puso contra las cuerdas a los políticos parlamentarios educados en el diálogo y la negociación.
El total de muertos ocasionados por esas guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, y por las diferentes manifestaciones de terror estatal, superó los ochenta millones. Cientos de miles más fueron desplazados, huyeron de país en país, planteando graves problemas económicos, políticos y de seguridad. En los casos más extremos de esa violencia hubo que inventar hasta un nuevo vocabulario para reflejarla. El genocidio, por ejemplo, un término ya inextricablemente unido al extermino de los judíos en los últimos años de supremacía de la Alemania nazi.
A partir de ese año, el reparto del continente entre las principales superpotencias victoriosas, Estados Unidos y la Unión Soviética, y la ausencia o contención de los conflictos étnicos y disputas territoriales que habían caracterizado los años veinte y treinta, cambiaron su rumbo. Aunque la democracia parlamentaria tardó después décadas en instalarse en bastantes países, dominados por dictaduras derechistas o comunistas, el sueño de crear una Europa unida, próspera, estable y civilizada parecía hacerse realidad a finales del siglo XX. Todos querían participar de esa edad de oro del capitalismo, de la democracia y del Estado del bienestar.
Porque si algo caracterizó a las democracias europeas que se consolidaron tras la Segunda Guerra Mundial fue el compromiso de extender a través del Estado los servicios sociales a la mayoría de los ciudadanos, de distribuir de forma más equitativa la renta. Superar el atraso en equipamientos colectivos, infraestructuras y sistemas asistenciales fue uno de los grandes desafíos de los países que, como Grecia, Portugal o España, se engancharon a ese carro durante el último cuarto de siglo. Los nuevos grupos políticos establecidos a partir de 1989 en el Este dejaron muy clara su intención de enterrar el sistema comunista. Era el triunfo de la ciudadanía, de los derechos civiles y sociales, tras décadas de sinuosos destinos, paradojas y contrastes.
Estamos ante la muerte de la Europa ideal, sometidos a la plaga de los mercados y con millones de personas en ruina
El siglo veinte fue extraordinariamente variado, “de extremos”, como lo acuñó el historiador británico Eric J. Hobsbawm, pero al hacer balance casi todo el mundo celebraba que, después de tanta batalla, finalizadas las grandes rivalidades ideológicas, Europa era en el año 2000 más democrática y rica que nunca. Menos violenta y más estable. El capitalismo parecía funcionar con reglas establecidas, respetadas por los ciudadanos y los gobiernos. Un buen sitio para vivir.
Apenas una década después, dilapidada parte de esa prosperidad, reaparecen los fragmentos más negros de su historia. Europa no la componen sólo los países occidentales y durante la mayor parte de ese siglo veinte millones de ciudadanos defendieron estar organizados conforme a estrictas reglas autoritarias, pasando por encima de quienes no las aceptaron. En los países que salieron del comunismo, después de más de cuatro décadas de represión, las diferentes tradiciones políticas habían quedado borradas. Mientras la izquierda luchaba por distanciarse del pesado legado del comunismo, la derecha no tenía una historia democrática que reivindicar. La gran variedad de culturas y tradiciones nacionales siempre resultó un poderoso obstáculo a la cooperación.
Estamos ahora ante la muerte de esa Europa ideal que no pudo ser, sometidos a la plaga de los mercados, a los desastres económicos y con millones de personas en ruina. Aparentemente, los políticos trabajan para tapar las grietas, devolver la confianza, reconstruir la unidad. Lo que sale a la luz, se nota, se sufre, es, sin embargo, su incapacidad para elaborar un plan eficaz y hacerlo realidad. Todo lo demás está en el camino de convertirse en pura retórica europeísta, sólo útil para el reducido círculo que impone sus decisiones a los demás.
La riqueza no se distribuyó de forma igualitaria en toda Europa y algunos países, con Alemania al frente, no quieren ahora compartir los privilegios económicos. Es probable que otros, los países mediterráneos por ejemplo, hayan hecho muchos méritos para su exclusión de esa comunidad de intereses y beneficios, pero eso no era lo previsto, ni lo pactado, en la visión europeísta de la unión monetaria, de la utopía comunitaria frente a las trágicas rivalidades nacionales e ideológicas del pasado.
Si la crisis se agrava, las democracias se vuelven más frágiles y los Estados dejan de redistribuir bienes y servicios, que fue su principal aportación a la estabilidad social, estaremos de nuevo al borde del abismo, convertidas la economía, y la mera subsistencia, en un asunto de vida o muerte. Por eso necesitamos políticos comprometidos con la sociedad, con los más débiles, antes de que esta quiebra del orden europeo haga crecer el extremismo político, el nacionalismo violento y la hostilidad al sistema democrático.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
Ilustración: Marcos Balfagón (El País, Madrid, 06/12)
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