sábado, 30 de junio de 2012

PATRIMONIO TEXTUAL

El Nacional - Domingo 11 de Diciembre de 2005     B/13
Cultura y Espectáculos
MARCALIBROS
¿A quién traiciona el traidor?
Rafael Osío Cabrices

La literatura de Estados Unidos luce inagotable. Un país tan grande, rico y complejo ha producido un patrimonio textual por completo digno de él, digno del tamaño de sus hazañas, de sus crueldades y de sus fascinantes contradicciones.
Desde el siglo XIX ha dado a la lengua inglesa tantos autores renovadores y enriquecedores como lo ha hecho América Latina con la lengua castellana, y es difícil ignorar el aporte a la cultura de la humanidad que han hecho estadounidenses como Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman, Edgar Allan Poe, Mark Twain y William Faulkner. En esa inmensa literatura que se extiende desde las nieves de Jack London hasta las estepas africanas de Ernest Hemingway, desde las profundidades oceánicas de Herman Melville hasta las planicies marcianas de Ray Bradbury, habitan utopistas que se aíslan en el monte –Henry David Thoreau– y cronistas de la soledad en medio de las muchedumbres –Paul Auster–, combativos novelistas de izquierda que elaboran frondosas barricadas –Norman Mailer– y minimalistas del desánimo que fotografían la milimétrica caída de la moral contemporánea –Raymond Carver. Hay de todo y para todos, maestros para cuentistas y reporteros, para cineastas y pintores, en esa enormidad de nación que con una mano nos vende basura y con la otra nos regala lo mejor de sí.
De manera que siempre se puede descubrir alguien nuevo en Estados Unidos, alguien que aunque lleve décadas publicando y tenga millones de lectores en su país no había caído en nuestras manos. Porque son muchos, muchos los buenos escritores que ese país produce cada año. Suelen tener en común que son gente muy trabajadora, con conciencia política, con mucho valor para enfrentarse a los demonios, que investigan mucho para componer musculosas novelas o relatos donde no hay un gramo de grasa.
T. Coraghessan Boyle (Peerskill, estado de Nueva York, 1948) es un fiel representante de esa venturosa estirpe de escritores gringos. Como muchos de sus colegas, enseña Literatura en una universidad (la de Southern California, conocida más por graduar cineastas como Francis Ford Coppola y George Lucas) ; como muchos más (y como extranjeros como el venezolano Antonio López Ortega) pasó por el célebre programa de escritura de Iowa.
Hizo su prestigio como cuentista y luego entregó sus novelas. La que Marcalibros propone hoy, tal vez la única suya que se consiga en Venezuela, se llama El fin del mundo y es una larga fábula sobre el peso del pasado, sobre los fantasmas de la identidad y sobre la traición como rasgo hereditario.
El fin del mundo cuenta, primordialmente, la historia de dos jóvenes que viven en el mismo lugar, un antiguo enclave de indígenas y holandeses en las cercanías de la ciudad de Nueva York.
Uno se llama Walter van Brunt y atraviesa por una serie de curiosos sucesos en el año de 1968.
Tiene visiones en las que su abuela y su padre se le aparecen y le hablan. Su abuela está muerta; su padre, desaparecido: lo abandonó de niño luego de traicionar a su madre y sus amigos, todos militantes comunistas, durante un concierto de protesta en los que unos pocos ultrosos fueron atacados por medio millar de ultraderechistas. Walter tiene un accidente de moto y pierde un pie, y a partir de ahí se pierde dentro de sí mismo y dentro del fuego cruzado de izquierdas y derechas en el que su vida está atrapada.
El otro joven se llama Wouter van Brount y vive a finales del siglo XVII. Hijo de granjeros holandeses en condiciones de servidumbre, se ha rebelado toda su vida contra la desigualdad del orden colonial y se crió con un muchacho mitad indígena mitad blanco. Por una mordedura de tortuga pierde un pie, y durante toda su vida debe enfrentar los efectos de lo que otros han hecho antes que él.
Walter y Wouter, ligados por la sangre y por la Historia, se rebelan y claudican. Nada de lo que hacen, sin embargo, detiene el flujo de una realidad que los supera. T. C. Boyle compone con ambos una historia en la que colonos holandeses (y sus descendientes) e indígenas (y sus descendientes) sucumben en la fragua de una nación, consumidos en el fuego incesante entre conservadores y liberales, entre racistas y tolerantes, entre dos bandos que siglo tras siglo no dejan nunca de pelearse, y en los que hay tanto héroes como traidores.
Pero estos últimos resultan ser los determinantes, resultan ser los vehículos de las revelaciones por las que atraviesan los personajes, por las que se encuentran con la cruda verdad de sí mismos y de su entorno. Y uno, el lector, que asiste al drama –un drama contado con una prosa hipnótica y llena de ingenio y de sentido del humor–, entiende que los traidores son útiles a la fábula porque en ellos se proyectan las contradicciones que toda ideología termina escupiendo, los absurdos que alberga toda epopeya colectiva, las torpezas y sinsentidos y miserias que siempre, nos guste o no, aguardan tras los relatos con que los mayores pretenden enraizarnos a un lugar, una mitología y una situación de poder.
En tiempos de un Bush y de un Chávez que dividen al mundo en puros e impuros, en héroes y demonios, una novela como El fin del mundo nos ayuda a recordar que ninguna épica aguanta la mirada de un artista genuino, que cuenta una buena historia para inducirnos a hacernos preguntas.



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