EL PAÍS, Madrid, 5 de Junio de 2012
ANÁLISIS
¿Debería preocuparnos la guerra cibernética?
Puede parecer asimétrica, pero que sus armas sean baratas y fácilmente disponible es un mito
Evgeny Morozov
¿Debería preocuparnos la guerra cibernética? A juzgar por el sensacionalismo de algunos titulares de los medios, debería preocuparnos mucho. Al fin y al cabo, la guerra cibernética podría hacer que las guerras se iniciaran más fácilmente y, por lo tanto, las haría más probables.
¿Por qué? En primer lugar, porque la guerra cibernética es asimétrica; al ser barata y destructiva, podría incitar a Estados más débiles a entablar conflictos con Estados más fuertes, precisamente el tipo de conflictos que antes hubieran sido evitados. En segundo lugar, puesto que los ataques cibernéticos son notoriamente difíciles de detectar, sus actores no tienen por qué temer represalias inmediatas y se comportan más agresivamente de lo habitual. En tercer lugar, como es difícil defenderse de los ataques cibernéticos, casi todos los Estados que actúen con lógica preferirán atacar primero. Finalmente, puesto que las armas cibernéticas están rodeadas de secretismo y de incertidumbre, los acuerdos para el control de armas son difíciles de poner en práctica. En otras palabras, más guerra cibernética significa más guerras.
¡No tan deprisa!, nos advierte un reciente y sumamente provocativo artículo de Adam Liff, de Princeton, en el Journal of Strategic Studies. Según Liff, asumir que la guerra cibernética tiene una lógica inherente —una teleología— que siempre daría como resultado un conflicto mayor supone cortedad de miras y no tiene en cuenta las sutilezas propias tanto de la estrategia militar como de las relaciones de poder. En lugar de basar nuestra política cibernética en extravagantes escenarios de películas de ciencia-ficción de segunda fila, debemos pensar en las armas cibernéticas como algo utilizado por actores reales que tienen planes reales, intereses reales y costes reales que pagar si algo se tuerce.
Dada la actual situación geopolítica, Liff no ve razones para el pesimismo alarmista de los más destacados embajadores del complejo ciber-industrial, en particular de Richard Clarke y su best seller de 2010, Cyberwar. Liff llega incluso a exponer diversos escenarios en los que la guerra cibernética, en vez de aumentarlo, haría decrecer el conflicto. Efectivamente: el advenimiento de las armas cibernéticas finalmente podría promover la paz mundial. ¡Hippies del mundo, uníos, y aprended cómo organizar ataques cibernéticos!
Es una tesis atrevida y Liff no rehúye socavar lo que hay de creencia convencional acerca de la guerra cibernética. La guerra cibernética pudiera parecer asimétrica, pero que el armamento cibernético avanzado sea barato y fácilmente disponible es un mito; desarrollarlo requiere gran cantidad de recursos, de tiempo y de secretismo operacional. Unos ejecutores débiles no están realmente capacitados para llevar a cabo ataques prolongados que puedan inutilizar las infraestructuras de unos sistemas bien defendidos.
Estos ataques solo tienen sentido si se respaldan con armas convencionales
Pero incluso si lo estuvieran probablemente optarían por no entablar una guerra cibernética: una ofensiva de ese tipo por parte de Estados más débiles solo tiene sentido si estos pueden respaldar su poderío digital con armas convencionales. De no ser así, podrían ser barridos por la respuesta militar convencional del Estado más fuerte. Ello explica por qué Somalia o Tayikistán probablemente no vayan a emprender una guerra cibernética contra Estados Unidos en un futuro inmediato; cualquiera que fuera el daño cibernético que pudieran causar mediante sus ciberataques sería rápidamente objeto de represalias mediante armas convencionales.
Tampoco los Estados que emprendieran una guerra cibernética serían necesariamente conocedores de las consecuencias reales de sus propios ciberataques. Incluso ejecutores avanzados como EE UU podrían no tener claras las probabilidades de éxito de semejantes ataques; el riesgo de daños autoinfligidos es alto mientras los ciberataques puedan desalojar involuntariamente del tablero a bienes rentables (como una infraestructura bancaria del enemigo). Tal incertidumbre pudiera ser el mejor de los elementos disuasorios.
Como señala Liff, es fácil entender que unos actores que actúen con lógica preferirán aprovecharse de la vulnerabilidad cibernética de cada cual y no emprender una costosa guerra cibernética si pueden dar con otros modos, más baratos, de solucionar su conflicto. A este respecto, la disponibilidad de armas cibernéticas, cualquiera que sea su real potencial destructivo, podría permitir realmente a Estados más débiles tener más oportunidades frente a adversarios más fuertes, quizá incluso evitando el conflicto.
Asimismo, no debiéramos olvidar que las guerras consisten primordialmente en coacción y que es difícil coaccionar a otros actores para que se comporten de acuerdo con las exigencias de uno sin reivindicar el daño causado a sus pertenencias. Sí, los ataques cibernéticos pueden ser difíciles de detectar, pero cualquier gobierno que los utilice con la idea de conseguir que otros gobiernos actúen de acuerdo con sus deseos querrá también reivindicar esos ataques como propios. (La razón por la que Rusia no reivindicó su responsabilidad por los ciberataques en Estonia, en 2007, y Georgia en 2008 se debe a que esos ataques fueron mayormente intrascendentes; un acto de mero hacktivismo en el primer caso y un aspecto colateral de la guerra en curso en el segundo).
Quizá se deba a que los terroristas sean más partidarios del anonimato pero lo cierto es que en la década transcurrida desde el 11-S ningún grupo terrorista ha tenido mucho éxito en causar serios trastornos a una infraestructura civil o militar; para un grupo como Al Qaeda, los costes de conseguirlo son demasiado altos, al tiempo que no existe garantía alguna de que esa campaña de ciber-terrorismo resulte tan espectacular como el hacer estallar una bomba en una concurrida plaza pública.
Además de rebatir ese reciente pánico moral a la amenaza de la guerra cibernética, Liff se extiende acerca de los peligros de asumir que las tecnologías (incluidas las armas) posean unas propiedades esenciales e inalienables, dotadas del mismo efecto coherente —y, sin embargo, revolucionario— dondequiera que se empleen. Liff no cree que la guerra cibernética sea revolucionaria, y argumenta hábilmente que el efecto neto de la guerra cibernética sobre la probabilidad de (crear un) conflicto depende de la naturaleza de los actores involucrados, de su relativo poder de negociación y de la cantidad de información fiable que tengan sobre los demás. “En muchos casos”, apunta Liff, “[la guerra cibernética] no es probable que haga aumentar de modo significativo la presunta utilidad de una guerra entre actores que de otro modo no la entablarían. Es más, en determinadas circunstancias la aptitud para la guerra cibernética paradójicamente podría ser más útil como disuasión frente a unos adversarios convencionalmente superiores, reduciendo de ese modo la probabilidad de guerra”.
Como señala Liff, los analistas militares de anteriores generaciones estaban tan dispuestos a proclamar que los bombardeos estratégicos y la bomba atómica eran “armas absolutas” que se vieron obligados a revolucionar la estrategia militar. Es innegable que tanto el poderío aéreo como la bomba atómica han tenido un profundo efecto sobre la naturaleza del conflicto militar; sin embargo, su lógica inherente (por ejemplo, la idea de que la guerra aérea no admite la defensa, sino solamente el ataque) ha sido considerablemente mitigada por las limitaciones y las consideraciones políticas, sociales y económicas de los actores que los poseyeron. El poder aéreo no siempre se tradujo claramente en poder político.
El riesgo de daños autoinfligidos es alto. Tal incertidumbre pudiera ser el mejor de los elementos disuasorios
Aquí la utilidad de la lección reside en que las explicaciones teleológicas del cambio tecnológico rara vez ofrecen agudas perspectivas analíticas; con demasiada frecuencia dan como resultado un pensamiento confuso y una mala política. Y, sin embargo, ese pensamiento teleológico acerca de la tecnología es hoy preponderante. Del mismo modo que está de moda creer que la guerra cibernética es intrínsecamente perjudicial para la seguridad internacional y la paz mundial, está igualmente de moda creer que las redes sociales son intrínsecamente perjudiciales para los dictadores o que los filtros online son intrínsecamente perjudiciales para el hallazgo casual y el debate público. El mundo real, por supuesto, no es nunca tan maleable y nítido; evita esas teorizaciones teleológicas precipitadas y hace que las tecnologías asuman los papeles y funciones de los que nadie espera que se encarguen.
De este modo, cualquiera que sea la lógica inherente a las armas cibernéticas, las redes sociales o los filtros online, esa lógica inevitablemente se modifica en el momento en que tales herramientas encuentran su camino hacia el que cualquier régimen político, social y cultural guíe su uso en la práctica. Es así como las armas cibernéticas acaban promoviendo la paz, las redes sociales acaban fortaleciendo el totalitarismo y los filtros online acaban mejorando el hallazgo de información. Tal vez no seamos siempre capaces de predecir tales efectos con anticipación, pero cuanto más tiempo nos sigamos ateniendo a explicaciones teleológicas menores serán las probabilidades de que desarrollemos unas mejores estructuras para el análisis tecnológico y la toma de decisiones.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
Ilustración: Dumont (El Universal, Caracas, 06/06/12). Y, aunque ella se refiere a la actualidad política venezolana, se nos antoja como ideal para ventilar el tema de Morozov.
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