sábado, 9 de abril de 2011
INTERMEDIACIÓN
EL NACIONAL - Sábado 09 de Abril de 2011 Papel Literario/1
Sobre Traducciones
El pasado 24 de febrero se presentó en Secadero Uno, Hacienda La Trinidad, el último libro de Verónica Jaffé, en el marco de una muestra de los cartones, lienzos, maderas y coletos que son los soportes de su poesía en esta oportunidad.
Reproducimos aquí las palabras de María Fernanda Palacios que nos lo muestran como "un libro político y pre-socrático, muy hölderliniano, sin dejar de ser en cada palabra, en cada silencio, muy venezolano"
MARÍA FERNANDA PALACIOS
Para Verónica Jaffé la extrañeza es el fundamento de la traducción, también podría decir que es como un viaje.
Cuestión de amistad
Cuando hace unos días Verónica me llamó para preguntarme si quería, si podía, presentar su libro, acepté agradecida y contentísima, movida por un sentimiento que no admitía discusión y me llevó a estar aquí, amadrinando su libro, a decir algo de él y a decirlo en público.
Ese sentimiento se llama amistad. Sí. Sé que más de uno piensa que la amistad invalida el juicio que uno pueda hacerse. Por eso quiero aprovechar esta ocasión para reivindicarla como una razón de fondo y no como un estorbo a la hora de apreciar y tratar de comprender lo que escribe un amigo. Es decir, no invoco la amistad como el lazo puramente afectivo y personal que me lleva a celebrar este momento con Verónica.
Sino a la amistad como un sentimiento inevitable, del que no puedo desprenderme, y que me abre camino cuando comienzo a leer su poesía.
Hace poco leí con estupor en el Times Literary Suplement que en algunas editoriales no sólo están vetados para hacer la reseña de un libro los amigos del autor, sino también todo aquel que éste mencione en sus agradecimientos, así no se conozcan, y también aquellas personas "citadas" en la obra, y aún las que hayan publicado en la misma editorial.
Rodeados como estamos de estafas, chantajes y espaldarazos de toda baja laya, la amistad termina siendo un delito intelectual, echando así por tierra una hermosa tradición, la de una crítica apasionada, llena de coraje, de malas tripas y gratitud, de sentimientos y convicciones; aquella crítica que era capaz de romper amistades o de fundarlas, una crítica que no era promoción ni información cultural, ni pedante ostentación de saber, sino la expresión a veces de una lealtad, otras de una indignación, o simplemente, la de un sencillo reconocimiento o de una profunda gratitud. Añoro esa crítica. Le agradezco a Verónica esta oportunidad para homenajearla.
Así que comienzo por reivindicar la amistad que me une a Verónica como un sentimiento válido para leer su libro. Esa amistad es el sentimiento con que recibo el libro y hojeo sus páginas antes de empezar a leerlo a él. Inicia una lectura desordenada, arbitraria, impaciente, me "embarco" en la lectura: un poema se mezcla con otro, soy sorda a ciertos pasajes, me demoro tercamente en otros, se me olvida que "todo el resto es literatura", a veces me río, me río mucho, porque ustedes saben que Vero tiene un humor endiablado, travieso, pero al ratico, un cartón más allá, otro poema impone un silencio y dejamos de reír, y es como cuando callamos un rato, en la amistad, y una ráfaga pasa, haciéndola más viva. Quiero decir que en esta lectura el poema no es todavía del todo un poema o ya no es sólo un poema; porque debo reconocer que así no puedo contemplarlo ni habitarlo; el poema está descompuesto --quiero decir que no lo veo como una composición. ¿Será --me digo-- porque la amistad me ha embarcado por un pasadizo ciego? ¿Porque estoy dentro y no veo el contorno? Buscando algún apoyo serio que me respaldara en esto, tropecé con estas líneas, en dos extremos opuestos de la crítica. Hans-Georg Gadamer dice: "un poeta va introduciéndose paulatinamente en la conciencia cotidiana del lector a medida que su tono se nos va pegando al oído y su mundo se convierte en el nuestro." Marina Tsvietáieva dijo, hablando de la crítica, "cuando se juzga un mundo en el cual no vivimos, simplemente, cometemos un abuso de poder." Para ella, la poesía comienza cuando el lector se vuelve cómplice.
Y ahora recuerdo aquel bello romance, el del Conde Arnaldos, que atraído por una música, quiso conocer la letra de la canción que canta el marinero y éste le responde: "yo no digo mi canción sino a quien conmigo va". Creo que esta es una vía muy legítima para comenzar a leer poesía: embarcarse con ella, sin saber exactamente qué es o a dónde nos lleva. ¿Y no es esto lo que nos exige la amistad? Cua ndo la a m istad nos guía, nuestra comprensión del poema es turbia, oscilante, y entran destellos vivos, de una extraña inmediatez: un acento, un gesto --no un gesto "verbal", sino corporal más bien-- una voz que conocemos bien, su timbre peculiar, aletazos de una memoria muy suelta que sacude las palabras desde adentro.
Traducir para Verónica no es lo que para todos nosotros, la actividad que consiste en expresar en una lengua lo que está escrito o expresado antes en otra.
Para Verónica, la traducción es poesía. Su poesía es traducción
Y así, la amistad nos entrega a una percepción dilatada, aunque arbitraria y desigual, del poema. La invoco como sentimiento y no como la fuente de un conocimiento adquirido que me sirva de escudo defensivo ante la poesía del poema. Esta primera lectura, desde la amistad, tiene su propia emoción (y digo primera porque un libro de poesía tiene que leerse muchas veces, muchas, y nunca acabamos de leerlo, de comprenderlo y la poesía de Verónica se aferra a este privilegio). En esta primera lectura, digo, el poema nos devuelve pedazos de vida ensanchada, detenida, eternizada y hace que este libro sea también mío... nuestro. La amistad nos hace cómplices de lo que leemos.
Porque miente quien diga que, conociendo al poeta, pueda leerlo sin sentir, de repente, su súbita presencia.
El amigo reconocerá forzosamente, ciertos detalles, se demora en ciertas palabras, enfoca rincones del poema que otros no observan; sé o creo saber cómo miraba ella por la ventana en aquél momento, reconozco bien ese trasfondo de rabia entre dientes cuando dice que un tal fulano dice; reconozco ese humor afilado, de niña traviesa que sabe más de lo que dice y pone cara de yo no fui... y para los amigos cada nombre tiene un rostro, y cada gato... y la reinita vuelve a caer sobre la grama y la palabra hermana se ensancha, porque para mí ya no son las de Rilke solamente y sé que estos ríos de Hölderlin siempre desembocan en el Orinoco y cada vez que leo a Verónica hago el viaje que no hice, y dejo que ella me lleve "hacia la sabana / de una memoria lejana / no sé si intraducible".
Y miente quien diga que todo esto no pertenece al libro, que esto sobra o entorpece nuestra comprensión de la poesía. Por el contrario, puede ser el puente o la contraseña para esa deseada intimidad con el poema. Entonces, la amistad, insisto, podría ser un privilegio para la lectura al ofrecernos no informaciones, sino breves complicidades y capacidad de asombro; suelo afectivo de un mundo compartido, una segunda lengua adicional que subyace a esa primera, en la que está escrito el poema; esa lengua que hablamos y que al hacerlo traducimos incesantemente, apoyándonos también, sin darnos cuenta, en una especie de amistad. ¿O acaso nuestro conocimiento de una lengua no es, en el fondo, cuestión de amistad con ciertas palabras?
Lo propio en lo extraño
Dije que gracias a la amistad reconocemos muchas señales (como si algo dentro del poema nos hiciera seña) pero esto no es un código biográfico que sirva para descifrarlo.
Todo lo contrario, ese reconocimiento nos abisma, nos entrega al misterio que toda poesía auténtica lleva consigo. Y en el súbito de ese reconocimiento también nuestros propios recuerdos vacilan, pierden su fijeza, hasta sentir cómo, al mirar hacia allá, se nos sueltan de la mano y perdemos a Euridice.
Entonces estamos listos para empezar a deletrear, escuchamos la letra. Entonces comienza la hora del libro y el poema tiene la palabra: el libro ha iniciado su propia amistad. Y cada uno de esos súbitos destellos donde creí reconocer algo familiar y mío y vivido, me arrastra y me convida a la oscura pradera que sabemos.
Cada poeta sabe de lo que hablo, cada lector de poesía también, y saben que esa pradera es distinta y única para cada poeta y para cada lector. Aquí, la pradera figura en el mapa con un nombre extraño : Sobre traducciones y unas coordenadas: Poemas 2000-2008 . Un título que parece más apropiado para un libro de ensayos. Pero ningún otro sería más exacto y más justo. Porque del 2000 al 2008 es sobre traducciones que Verónica ha estado viviendo la poesía. Como si la poesía se le hiciera posible cuando se tropieza con las palabras, se suelta de ellas, resbala y cae en la maraña de la imposibilidad de la traducción.
Traducir para Verónica no es lo que para todos nosotros, la actividad que consiste en expresar en una lengua lo que está escrito o expresado antes en otra. Para Verónica, la traducción es poesía. Su poesía es traducción.
Un don y por eso mismo una ma ldición ta mbién, una trampa y una bendición. La oscura pradera esa... que la llama, la convida y en la que está obligada a vagar, cuando le da por escribir, cuando le da por seguir el curso de sus ríos, esos ríos que corren bajo las palabras, cuando se retira de lo evidente y el lenguaje se le convierte en naturaleza arisca, viva, tensa, en esos nobles animales silvestres que su amado poeta le enseñó a mirar.
Para Verónica, la extrañeza es el fundamento de la traducción, también podría decir que es como un viaje, porque no hay viaje que no obedezca al llamado de lo extraño, y porque es en la lengua, en nuestra propia lengua, donde comienza ese viaje, ese movimiento en lo extraño. Y creo que al aceptarlo así, cuando toda su escritura parte de ese reconocimiento, su poesía queda envuelta en una mirada que me atrevo a llamar ética; por esa inmersión respetuosa en la alteridad del mundo, y en su perenne novedad.
En este libro pasamos de escenarios íntimos, ínfimos, familiares, de lo más nuestro, al horizonte enorme, ajeno, inabarcable, pero el movimiento de sentido que se da en ambas zonas es el mismo, e insensiblemente pasamos de uno a otro. Y fiel a lo que su querido poeta le enseñó: que lo propio debe aprenderse como se aprende lo extraño, es sobre traducciones que nos deslizamos cuando, ignorando la presunción o el prestigio de lo original, atisbamos el latido originario de las cosas.
De allí entonces lo vertiginoso que resulta a veces este viaje hacia lo propio, su viejo y eterno viaje de regreso a casa. De allí también la emoción que sentimos cuando un poema se desliza en otro y la experiencia aquella vuelve, pero otra... y comprobamos felizmente que sólo la poesía puede traducir poesía.
Esto que les digo se me hizo patente cuando llegué a esos dos poemas sobre cartón que se llaman "Y mi nombre"; que son dos versiones. La primera, de 2006, es un poema trunco, son escorzos de sentido, o esquirlas de lo que puede ser un poema, por momentos un rezo penosamente masticado, o un pensamiento envainado, desperezándose, en el que se entromete una voz irónica, dura, y una tímida tristeza la aparta...voy a leerlo:
Y MI NOMBRE
que como un / saco llevo / en hombro / como una / carga de peso / de naranjal / bruteza // por mi cartón / por mi lengua / materna / o peor / por un poema / Ja (¡pero qué risa!) / patrio, / es decir, // por una forma / y un ritmo / cojo / o por un / contenido / y sustancia / venenosa / hasta la rima: // de frágil vileza / y cidra / ¡qué verde! / crueldad // pues ya no sabría / traducir / ni mi nombre Pero en la página siguiente, vuelve de nuevo, "Y mi nombre", es otro cartón, como un dibujante que retoma una y otra vez la misma figura desde otro ángulo; este cartón es de 2008, reconocemos los escorzos, algunas esquirlas, los materiales son los mismos, pero ahora parecen estar sostenidos por una energía y un ritmo no trunco sino decidido y duro, el verso se alarga, se hincha y no se corta, es como un látigo que sin ironía alguna se levanta y cae con fuerza, con dolor:
Y MI NOMBRE
propio tan parecido / al de esa ciudad medio oriental, / que como un saco llevo en hombros / como un peso de rabias redondas / como naranjas podridas, / se me hace ajeno ahora, // por culpa de mi despojo de pasiones, / de mi país agonizante, sordos los dos / a esos poemas de complicada hermosura, / que la maldad pensante y antisemita llamó / patrios y no paternales, // por mi forma coja y nuestro ritmo en ruina, / por mi contenido y sustancia venenosa hasta la rima, nuestra frágil vileza y cidra / de verde crueldad, / por eso no sé traducir ni mi nombre ya, madre, / ni recitar contigo frescores perdidos // y el dolor es cartón piedra / en este poema trunco y torpe / que dice de mi pobreza / sólo propia / y patria // mas no, / alabados sean los dioses // familiar
Soportes y traducciones Muchas más cosas habría que decir de este libro, de sus soportes de cartón, de lienzo, de madera... el poema sobre lienzo, por ejemplo, tenía que ser sobre lienzo. El lienzo sobre el que está escrito es parte del poema, es a la vez su soporte y su metáfora. Y la concreción visual de esta escritura, le añadirá sin duda otro espesor, otra capa de sentido a esta infinita deriva.
Entonces, en esta segunda lectura, siento que el título Sobre traducciones encierra mucho más: la preposición "sobre" se ha hecho más espesa. Hay una imagen allí: no vamos a leer poemas "sobre" unas traducciones, sino que todo lo que se ha escrito, al hilo de los años, termina siendo escrito encima de, sobre algo, llámese lienzo, madera, cartón, piedra, arena... soportes, en fin, de traducciones....
Otras lecturas vendrán y nos abrirán nuevos cauces, recorreremos otros caños, llegaremos a otras playas: creo que es un libro político y un libro pre-socrático, muy hölderliniano, sin dejar de ser en cada palabra, en cada silencio, muy venezolano: Cuando tu país te duele duro / como un cadáver, / o un desgarro, / en tus sueños, // no te queda sino ese puño / en la garganta y un llanto / --más bien mansito-- / en tus desvelos. // Ésta es la traducción / que tienes / de ese "bravo" pueblo / que mienta el himno / de tu país.
Y ahora, brindemos por estas Sobre traducciones, con y por Verónica.
En la lluviosa Caracas, un febrero egipcio en esperanza libia, de 2011.
Fotografía: Verónica Jaffé, Yolanda Pantin y Rafael Cadenas.
Etiquetas:
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Verónica Jaffé
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