domingo, 14 de junio de 2015

UN ACTOR QUE PUDO ... SERLO

Érase un actor secundario
Guido Sosola


Nada de despectivo tiene referirse a los actores secundarios en la vida política, o en cualquier otro ámbito donde aludamos a una mínima relación de poder. Se me antoja que la percepción cambió (por lo menos la mía), después que Manuel Caballero enfatizó la importancia de un número dos que realmente fue el uno, tributándole un reconocimiento a Gonzalo Barrios, en un libro injustamente olvidado como “La pasión de comprender” (1983), obra en la que logró desamarrarse más del pudor epistemológico o metodológico del historiador de oficio, probado en la recurrente y exitosa incursión en la prensa de opinión, en beneficio de sus cercanas observaciones del mundo político que, por cierto, también traducía su poca experiencia en estas lides (aunque creamos lo contrario).

Cierta estabilidad institucional o un holgado espíritu de cuerpo, genera los  eslabones dirigenciales del caso. Todos los roles en un partido resultan indispensables y - más o menos equilibrados -  los decisores de segunda, tercera o cuadragésima fila, pueden convertirse en referentes fundamentales de acuerdo a las circunstancias. Es digno de observarlo en las organizaciones políticas conformadas por cuadros conscientes de sus responsabilidades y que, faltando poco, generando el conflicto, lo reclaman.

Sobran los ejemplos de líderes principalísimos que no se explicaban sin el concurso de los que (aparentemente) no los eran, pues había cierta distribución de competencias en una entidad política o en cualesquiera de las circunstancias sobrevenidas que imponía papeles.  Hagamos caso de un ejemplo clásico, como fue la jefatura de Rafael Caldera, indiscutida en COPEI por largas décadas, fiel reflejo de su personalidad, que jamás imposibilitó que otros de sus compañeros destacasen, incluso, desafiándolo fiel a las reglas – más tácitas que expresas – establecidas.

Anunciada en el anterior, hubo una penosa transformación en el siglo XXI respecto a las organizaciones y a las situaciones que, por comodidad, podemos tildar de francamente personalistas. No se entiende el régimen actual, ajeno a la imposición y dominio de una jefatura independientemente que, por debajo de cuerda, pretenda corroerse en una pugna no reglada, como tampoco comprenderíamos a los partidos supuestamente democráticos de la oposición con olvido de un nombre que decide – inconsulta y precisamente . en nombre del todo y de todos.

En un caso, poco importó que el número uno fuese el que fracasara el célebre 4 de febrero de 1992 en Caracas, mientras que el número dos tuviese éxito en Maracaibo. Lo peor, éste es políticamente un subordinado de la quincuagésima fila, a quien solamente se le respetan sus poderes y confines locales.

En otro caso, fruto de la denominada antipolítica, la lucha contra la “cogollocracia” significaba la estelarización  de un solo actor que “democráticamente” marcaba el destino de sus seguidores, y – algún día habrá que hacer historia de la época – un tal Cova, crítico en los noventa del sistema, aspiraba al Congreso, aunque el Consejo Nacional Electoral (CNE) nos obsequió con la lista de los restantes candidatos, comprobando la desviación nepótica de las ambiciones apenas tentadas, por no citar a Irene Sáez que fundó un partido con su nombre, manejádolo completamente a través de su hermano como si de una franquicia se tratara. Queda para el lector curioso, obtener un balance de las organizaciones actuales en las que – muy a duras penas – se consagra un número dos, porque el uno dispone hasta de las horas que se consumen.

Claro acento de una sociología política tan peculiar como la nuestra, la historia nos muestra a actores que, por diferentes razones, son secundarios. Y, que además, preferían no serlo siquiera.

Érase de Mario Ricardo Vargas, conspirador de 1945 y que el oleaje de la juventud militar devenida partido lo llevó a ocupar relevantes posiciones en el famoso Trienio.  Papel quizá impensable para el que aparentemente llevaba una vida sencilla y austera, apegado a las modestas expectativas de ascenso social, lo sorprendió el aceleramiento de la descomposición política y del golpe de Estado contra Rómulo Gallegos en noviembre de 1948.

A juzgar por la historiografía dominante, fue consecuente con el régimen constitucional, comprometido moralmente con el presidencial novelista. Ocupó nada más y nada menos que el ministerio de Relaciones Interiores y la Inspectoria General de las FF. AA., aunque la tuberculosis lo llevó a renunciar y a viajar a Estados Unidos en los  meses  dramáticos.

Agudizándose la crisis, regresó apresuradamente intentando atajarla. Evidentemente fracasó, porque sus compañeros de armas tenían absolutamente tomada una decisión y que únicamente ameritaba de una fecha que, consumada, lo devolvió al sanatorio para morir al año siguiente.

En los escasos días que estuvo en Caracas, proliferando las gráficas hoy olvidadas, diligenció la preservación del gobierno y, seguramente, algunas notas, comentarios escritos o verbales,  quedarían de la segura reflexión a la que lo forzó su agonía en torno a un rol – repetimos –   antes impensado. El fracaso de esas diligencias, lo convirtió en un actor ya no secundario, sino fallido a pesar de la intensa propaganda adeca de los decenios siguientes, por varios motivos: el fracaso mismo, las limitaciones de la enfermedad, la preponderancia del resto de los colegas con marcadas ambiciones, añadida  la de su propio hermano Julio César, y un involucramiento natural en el conflicto que provocó roces personales, si no francas enemistades.

La condición ministerial que ostentó (premier ratificado, pero no duradero), y  la alta jerarquía y responsabilidad militar,  fueron suficientes como tampoco el compromiso moral al que faltó Delgado-Chalbaud, si fuese el caso de sopesar la relación paternal que tuvo con Gallegos. Resultaba indispensable esa vocación,   la habilidad necesaria para lograr la supervivencia del gobierno: la política, cumplimentada mejor por el mediador José Giacopini Zárraga que por Mario Vargas, ya con importantes diferencias personales con sus colegas de alta jerarquía, como se infiere de la relación hecha por Margarita López Maya  (“EE. UU. En Venezuela: 1945-1948”, UCV, Caracas, 1996: 278 s.).

Antes que las imágenes de los Pérez Jiménez (Marcos y Juan), los Vargas (Mario Ricardo y Julio César), engañosamente,  ocuparon la atención de la prensa de los días siguientes al golpe. Relevancia efímera la de éstos, porque – el uno – emigró derrotado, y – el otro – no ocupó posiciones aquilatadas en la corporación armada, al inaugurarse la década, acaso por su vinculación con Eleazar López Contreras en el Trienio.

Las observaciones anteriores no equivalen en modo alguno a demeritar o descalificar personalmente a Mario Vargas, sino a punzar la inquietud histórica por descubrir un papel en el peligroso juego de aquellos días. Pudo más la influencia de Julio César Vargas,   frente al hermano enfermo y que, de sanar, probablemente hubiese ocupado una embajada lejana: es nuestra hipótesis.

Un actor secundario que no quiso ni pudo ser siquiera actor, de una relevancia efímera en la crisis de finales de 1958, está registrado por la historia necesitado de bemoles. A veces se está en la segunda o trigésima-quinta línea, creyéndose en la primera, o – suele pasar – inadvertidamente en el centro de la escena: mientras no haya estabilidad política o amalgamado espíritu de cuerpo, sólo el azar va pariendo a líderes que reemplazarán inmediatamente a otros, hasta que aparezca la cola de cochino que atormentaba a la celebérrima familia de Macondo.

Fuente:
http://www.opinionynoticias.com/opinionnacional/22868-erase-un-actor-secundario
Reproducciones: La Esfera, Caracas, 25/11/1948 y Élite, Caracas, 15/02/1958.

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