EL PAÍS, Madrid, 6 de junio de 2015
La Mata Hari del Caribe
Marita Lorenz fue contratada por la CIA para asesinar a Fidel Castro. No pudo hacerlo: se había enamorado de él. Ahora recupera en una biografía su historia
Yolanda Monge
El rumbo de la isla caribeña de los cubanos y de la guerra fría reposaba en forma de píldoras venenosas en un bote de crema rejuvenecedora Pons. Allí las había escondido Marita Lorenz cuando embarcó en Miami a principios de 1960, rumbo a La Habana. Su misión: matar a Fidel Castro, su amante durante ocho meses. Ella era la Mata Hari del Caribe.
Nerviosa, casi en estado de pánico y temerosa de que a su llegada al aeropuerto José Martí fuera registrada y encontrasen las pastillas envenenadas que llevaba consigo, Lorenz las depositó en un bote de crema facial. “Me sentía incapaz de llevar a cabo la misión que Frank Fiorini [Frank Sturgis, condenado luego por el Watergate] me había encomendado. No iba a matar a Fidel, no fallé, como otros cientos que lo intentaron después. Sencillamente, fui incapaz y no me arrepiento”, explica hoy Lorenz.
Pero incluso si hubiera decidido seguir adelante con la llamada Operación 40, una trama gubernamental que, según Lorenz, unía a la CIA, al FBI, al exilio cubano y la mafia, no podría haberlo hecho. Cuando en la habitación del hotel Habana Libre, que solía compartir con Castro, abrió el bote de crema comprobó que las pastillas se habían desintegrado y solo quedaba una masa pastosa del arma que debía de acabar con la vida del líder del Movimiento 26 de Julio.
“Lo tiré por el bidé”, relata tranquila. “No se iba por el desagüe y tuve que empujarlo, hasta que despareció del todo. Entonces me sentí libre”, relata. “No lamento no haber matado a Fidel, al contrario: es la decisión de la que estoy más orgullosa en mi vida”.
Hablar de la vida de Marita Lorenz es repasar gran parte de la historia del siglo XX, de su peor historia, la del Holocausto, los asesinatos políticos y la miseria humana. “Siempre estuve destinada a estar sola. Y no sé por qué”, escribe en sus memorias Yo fui la espía que amó al comandante quien hoy tiene 75 años y sobrevive, con ayuda de la asistencia pública en Baltimore (Estados Unidos), en un oscuro y diminuto piso cuyo destartalado cuarto de baño por no tener no tiene ni puerta.
Lorenz debía haber llegado al mundo junto a su hermana gemela, pero cuando su madre ingresó en el hospital de la ciudad alemana de Bremen para una revisión, el pastor alemán de un oficial de las SS, que la increpaba por haber seguido acudiendo hasta el final de su embarazo a un médico judío, le atacó y una de las dos niñas murió. Sobrevivió Marita y murió Ilona. Sus padres honraron a la pequeña fallecida sumando ese nombre al de la superviviente: Ilona Marita Lorenz. Era el 18 de agosto de 1939. Hitler se disponía a invadir Polonia.
Así se inicia el primer capítulo del libro Yo fui la espía que amó al Comandante, que este próximo martes publica Península, del grupo Planeta. Las primeras 48 páginas del volumen son los primeros 19 años de La Alemanita, como la bautizó Fidel. En la Segunda Guerra Mundial, Lorenz, de madre americana y padre alemán, acabó internada en el campo de concentración de Bergen-Belsen cuando tenía cinco años. “En los barracones en los que yo estaba, los mismos en los que falleció Anna Frank, nos abrazábamos entre nosotros. Desde niños pequeños a adolescentes, para no morir de frío, aunque algunos ya estaban medio muertos”, relata serena para concluir que, sin embargo, entonces lloró hasta que no le quedaron lágrimas.
A Marita Lorenz la encontraron escondida debajo de un camastro de madera tras liberar el campo los británicos el 15 de abril de 1945. “Cuando el conductor de la ambulancia me sacó de debajo de mi escondite estaba llena de piojos, de gusanos, de moratones y pesaba menos de 20 kilos”. Fue una de los 200 niños que sobrevivieron aplicando el lema: “No hables, no pienses, no respires”.
La señora Lorenz, que el día de su entrevista viste camiseta y dos camisas, una encima de otra, y a quien su hijo Mark, de 45 años, retoca el despeinado cabello para que luzca mejor en las fotos, define lo que sucedió en 1945 como el final de una pesadilla y el inicio de otra. Con siete años, Marita fue violada el día después de Navidad de 1946 por un sargento estadounidense en la Alemania liberada por los aliados.
Conoció a Castro en La Habana en febrero de 1959 cuando ella tenía 19 años y él 33. “Me convertí en su amante y quedé embarazada. En Cuba fui drogada y forzada a lo que calificaron como un aborto. Décadas más tarde supe que mi hijo había sobrevivido y se llamaba Andrés”, dice. “¿Alguien puede imaginar qué supone eso para una madre a la que le arrebatan a su bebé en una mesa de operaciones y sale de Cuba con el vientre vacío?”, se pregunta en alto Lorenz, mientras acaba de comerse un plátano y acaricia a su perro, Bufty. Cerca hay más animales, quizá ellos impregnan el lugar de un pesado olor que se pega a la piel: una gata, una tortuga y un enorme pez naranja que “de vez en cuando se lanza como en una misión suicida contra el cristal de la pecera”.
Lorenz concede que ha sido una mujer en un entorno de hombres, que ha inventado mentiras para protegerse, a ella y a sus hijos, y que ha dicho la verdad cuando le ha convenido. “Ahora quiero dejar las cosas claras”, declara.
La Mata Hari del Caribe ya no tiene el pelo negro-cuervo. Ya no luce la esbelta figura de sus años de party girl de la mafia neoyorquina, de la que salieron algunos de sus amantes. Asegura que tampoco porta pistola y que ya no teme por su vida. Parece deprimida. “Nunca he pensado en quitarme la vida, aunque a veces he querido morir. Pero morir es fácil, el reto es vivir”.
Sentada frente a la televisión con la que pasa sus días, junto a un cartel de la película de Los Doors, dedicado por Oliver Stone, quién la contactó para hacer una película sobre su vida, la señora Lorenz habla de cómo fue testigo del complot para matar a John F. Kennedy en Dallas.
Antes del magnicidio hubo más historias. Fruto de su relación en Miami con Marcos Pérez Jiménez, brutal dictador venezolano al que acabó dando Franco refugio en España, llegó su hija Mónica Mercedes. Tampoco tuvo suerte. Fue abandonada en la selva venezolana con una tribu de indios Yanomami con su hija de entonces 14 meses. Querían que muriesen.
La historia de Marita Lorenz tiene luces y sombras. “Hay quien puede pensar que es bastante increíble”, reconoce. “Pero, ya sabe, la realidad supera la ficción”. En el caso de Lorenz, esa realidad está construida con recuerdos que, ocasionalmente, se enfangan en la historia oficial. “Esa que, si me permite que se lo recuerde, no siempre es la creíble”.
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