viernes, 3 de agosto de 2012

ENTREVISTADURA (5)

EDICIÓN ANIVERSARIA DE EL NACIONAL, Caracas, 03 de Agosto de 2012
"No creo prudente dar consejos al nuevo mandatario"
RAFAEL CALDERA | 10 DE MAYO DE 1974
"No creo prudente dar consejos al nuevo mandatario"
Por Miguel Otero Silva

Es día de visita pública en La Casona. Los corredores están colmados de gente que contempla las obras de arte, atraviesa los jardines, comenta a media voz las cosas que mira. En la plazoleta exterior brota una música militar que anuncia la ceremonia de la Bandera. Son las seis en punto y aparece el presidente
—¿Cree usted, señor Presidente, que si en vez de haberse educado en un colegio de jesuitas lo hubiera hecho en una escuela laica o librepensadora, tendría las mismas ideas religiosas que hoy tiene? —pregunta el periodista.
—No lo sé exactamente. Pero sí sé que mis seis años de universidad que vinieron después tuvieron, para el hallazgo y consolidación de mis convicciones espirituales, tanta importancia como mi paso por el colegio San Ignacio. Mi enfrentamiento con la universidad me sirvió para ratificar las creencias adquiridas durante mi formación escolar y liceísta. Por lo demás, el colegio San Ignacio me ayudó a obtener un sentimiento de la responsabilidad y del deber, una aspiración permanente a la rectitud de corazón.
—¿Qué libros leía? ¿A qué maestros escuchaba con mayor devoción?
—Los maestros que tuvieron mayor influencia sobre mí fueron el padre Víctor Iriarte, desde el bachillerato, y Caracciolo Parra León, ya en la universidad. Leía con avidez las novelas de Rómulo Gallegos, atraído aún más por su contenido sociológico que por sus calidades literarias. Leía a Andrés Bello con tanto fervor que me prometí escribir algún día su biografía. Entre los españoles prefería a los ensayistas, sin hacer discriminaciones. Leía con igual interés a Unamuno y a Ortega y Gasset que a Aspiazu.
Volvemos a los patios del colegio San Ignacio. El estudiante Rafael Caldera, el primero y el más brillante en casi todas las asignaturas, era menos que mediocre en las canchas deportivas. Pifiador en tenis, lento en fútbol, torpe en boxeo. En beisbol lo colocaban de último bate y lo enviaban a jugar en el rightfield, que era el sitio del campo hacia donde iban menos pelotas.
—A veces el bateador me disparaba un flaycito a las manos y yo abría los brazos para esperarlo. Entonces mis compañeros gritaban: “¡Atájalo, Rafael, que ese te lo mandó Dios!”.
—¿Y se le caía, Presidente?
—Sí, se me caía.
En consecuencia, al igual que tantos atletas frustrados, incursionó en el periodismo deportivo. Escribió crónicas de fútbol, bajo el seudónimo de Yaracuy, bastante buenas por cierto.
—¿Cree usted realmente, señor Presidente, que después de la muerte existe un infierno con llamas, diablo y tenedor, para castigar a los pecadores, y un cielo con ángeles para premiar a los justos?
—Esa representación formal del cielo y del infierno son decorados que la imaginación y la literatura han creado y rodeado de leyendas. Yo creo en un ser superior, causa inicial de la vida, ordenador del universo, porque el universo requiere la existencia de la causa racional que lo engendró. No creo en un Dios con barbas blancas, montado en una nube, sino en un ser que rige los destinos del cosmos. También creo en el premio y el castigo después de la muerte, sin entrar a considerar la conformación de esa justicia: el premio reside en incorporarse a la armonía de la divinidad; el castigo en quedar fuera de ella. Creo en Cristo, en su figura humana y en su proyección divina.
—Aristóteles, señor Presidente, decía que el azar estaba determinado por una causa superior y divina. Kant, por su parte, definía el azar como sus principios a priori de la naturaleza. Filósofos más modernos consideraban el azar como una insuficiencia en el cálculo de las probabilidades. ¿Usted cree en el azar? ¿Considera usted que el azar influyó de alguna manera en su triunfo presidencial sobre Gonzalo Barrios? Mucha gente lo consideraba improbable…
—Yo no. Estaba absolutamente convencido, seguro de que iba a ganar las elecciones presidenciales de 1968. En cuanto a las cosas del azar, los creyentes estamos siempre tentados a referirlas a los designios de la providencia.
—¿Cómo Aristóteles?
—Cómo Aristóteles, si te parece. A posteriori, los hechos que parecen fortuitos, encuentran su explicación dentro del curso lógico de los acontecimientos. Tal razonamiento puede aplicarse al caso de mi acceso a la Presidencia de la República por el voto popular.
—Sus adversarios más enconados afirman que usted no comete pecados capitales, salvo uno…
—¿La soberbia, verdad?
—Sí, señor Presidente.
—Me honra que el escritor Augusto Mijares publicara un artículo titulado La soberbia, en el cual se refería indirectamente a esa circunstancia y asumía en cierta forma mi defensa. Debo decirte sinceramente que no me considero en pecado de soberbia. He recibido con humildad los ataques más violentos; he escuchado con atención los planteamientos críticos a mis actos negativos; le he ofrecido ministerios y otras posiciones elevadas en mi gobierno a hombres que habían sido mis adversarios. Un activista de izquierda, que estaba preso y condenado a doce años, fue libertado por mí, y al día siguiente de salir de la cárcel, declaró a los periódicos que mi política de pacificación era una farsa. Otro importante dirigente de izquierda, a quien yo había indultado con especial interés, me negó ostensiblemente el saludo cuando volví a verlo. ¿Soy yo el soberbio? Tengo firmeza en mis convicciones, eso sí, pero siempre he apelado a la opinión pública para someter a juicio mis actos.
—¿Existe algo, dentro de su gobierno, que le cause ahora una sensación de frustración, o más bien…?
—Dejé varias cosas inconclusas —me interrumpe el Presidente—. A veces me faltó el apoyo del Congreso, otras veces no conté con suficiente disponibilidad económica, o influyeron otras coyunturas. Por ejemplo, no llevé a cabo el Servicio Nacional de la Salud; no cumplí en su totalidad el programa de viviendas que me había propuesto; tampoco satisfice esa necesidad que es construirle un metro a Caracas; me faltaron las autopistas de Petare y Guarenas y de Morón a Carora. Me faltaron varias cosas más.
—En sentido contrario, ¿de cuál acto político o empresa cumplida como Presidente de Venezuela se siento hoy más satisfecho?
—Entre las realizaciones de mi gobierno, una de las que mayormente me satisface, que a momentos me hace sentir feliz, es lo que hice en beneficio de la pacificación del país. Habría querido que mis gestiones de pacificación hubieran obtenido mayor receptividad en ciertos pequeños grupos intolerantes, para que así su alcance hubiese sido total. Habría querido neutralizar las maniobras de quienes juegan a la política anarcoide con los muchachos de 16 años de los liceos. Pero, de todas maneras, se hizo mucho.
—Unas cuantas personas…
—Espérate. También me siento profundamente satisfecho por la gestión petrolera de mi gobierno, que no vacilo en calificar como el inicio de la revolución venezolana más trascendente, paralela a la que se está haciendo en el mundo. Hace unos días leí una noticia periodística bajo este título significativo: “Los países industrializados han comenzado a sentirse oprimidos por los productores de materias primas”. A partir de la conferencia de la OPEP, realizada en Caracas en 1970, la cuestión petrolera mundial ha cambiado en forma radical.
—¿Qué le aconsejaría usted a Carlos Andrés Pérez en relación con el inmenso presupuesto que le tocará administrar?
Esta vez el Presidente no sonríe.
—No creo prudente que le dé consejos al nuevo mandatario. Apenas le manifestaría mi disposición a contribuir a la paz y a la armonía del país; a contribuir a dotar al gobierno de los instrumentos precisos para gobernar. Esto significa que estoy en contra del parlamentarismo obstruccionista.
El Presidente recupera su sonrisa y dice:
—Aquí entre nos, y siempre que me prometas no publicarlo, te diré que si me pongo a darle consejos a Carlos Andrés, a lo mejor se ofende.
—Una última pregunta, señor Presidente. Entre los planes conscientes a subconscientes de Rafael Caldera ¿no estará el de volver a ser Presidente de Venezuela dentro de diez años?
—Diez años es mucho tiempo. Por cierto que fui yo mismo quien propuso incluir en la Constitución ese lapso para una posible nueva aspiración presidencial de un ciudadano venezolano que ya ha ejercido la Presidencia. Y sigo creyendo que la disposición es correcta. Hay que ver los inconvenientes que acarrearía la actitud de un Presidente que entregue el poder y al día siguiente se convierta en candidato presidencial.
El periodista está de acuerdo.

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