El sistema de partidos venezolano
Luis Barragán
Lunes, 3 de mayo de 2010
Impreso en diciembre próximo pasado, circula casi inadvertidamente la última obra del eminente politólogo venezolano Juan Carlos Rey: “El sistema de partidos venezolano, 1830-1999” (Centro Gumilla/UCAB, Caracas). Iniciándose, muy bien aclara que no trata de la historia de los partidos, sino de las relaciones entre ellos y con el sistema político total a lo largo de nuestra vida republicana.
De lenguaje extremadamente sencillo, conciso y accesible, parte de un marco conceptual y teórico ya familiar, para concretar asuntos como el del sistema populista de conciliación de élites, las principalísimas relaciones existenciales y agonales, la representación política, la responsabilidad colectiva e institucional de los partidos, que tocan – en definitiva – los elementos que lucen tan inherentes a la crisis de la democracia representativa: los partidos políticos y el Estado de Bienestar (27). Por ello, la importancia y especificidad inmediata de reflexiones que abordan – por ejemplo - la liberación de la disciplina partidista de los mandatarios nacionales, el encapsulamiento de los conflictos sociales, o el pivote que significó la administración pública descentralizada para convertir nuestras bonanzas dinerarias inaugurales en un desastre postrero.
Importa la consideración de la “dictablanda” (67), situación que adquiere la prestancia de una categoría necesitada de mayor estudio, sobre todo como preámbulo de un decidido y desapercibido esfuerzo autoritario o totalitario. Según nuestra modesta percepción, sugiere hasta el imposible reacomodo de los actores sociales que creen administrar – de un modo u otro – la tendencia, después sucumbiendo más por una rigurosa lógica del auto-engaño que por una maestría del ajedrez político: hay una mayor ingenuidad e incomprensión del juego político, por la aparente y eficaz blandura del poder establecido que luego intenta el zarpazo concluyente.
Rey denuncia la simple y exclusiva fundamentación petrolera del éxito democrático de las décadas anteriores (129), ocurriendo – añadimos - algo semejante respecto al chavezato. Por supuesto, inferimos erróneamente el fracaso por el descenso de la renta, obviando el agotamiento del reparto semicorporativo que Fedecámaras y la CTV quisieron reivindicar y perfeccionar por 1980; el rol de los medios de comunicación social, coincidente con el relanzamiento de los partidos personalistas por 1993; o los partidos mismos que enfatizaron su carácter pragmático y utilitario, en detrimento de lo ideológico y programático, acentuándose las facciones antes que las tendencias.
Frente a los prejuicios dominantes, valoramos los planteamientos del autor en torno al bipartidismo, el dúopolio o la sofisticación profesional de la política (39, 275 ss., 277), consagrando el voto-castigo (163 ss.). Ojalá pueda hurgar más en las interioridades de los partidos de la vieja polarización, en futuras investigaciones, que nos permita un mejor trazo de las corrientes hegemónicas de hoy amparadas en la otra polarización: la social.
Más por omisión que por acción, incumpliendo con sus esenciales misiones, los partidos fracasaron hasta tolerar y cumplimentar el fraude político que, para Rey, consistió en hacer algo completamente diferente a lo ofertado, al arribar al poder (216 ss.). Empero, ante los devotos del antiquísimo antipartidismo y acusadores permanentes de la partidocracia o el Estado de partidos, como Allan Brewer-Carías, el prominente politólogo emplea sólidos argumentos, difíciles de rebatir. Por cierto, ejerce una crítica extraordinaria de las posturas de Arturo Uslar Pietri (115, 212), paradójico ícono de la democracia de las últimas dos décadas.
La obra exhibe datos precisos y puntuales, aunque deja pendientes otras noticias político-partidistas quizá por la ausencia de investigaciones históricas suficientes que le den soporte a una disquisición que es estrictamente politológica. E, incluso, desliza una mayor simpatía por la gestión de Jaime Lusinchi que por la de Luis Herrera Campíns (193 ss., 202 ss.).
Responsablemente, anota y desarrolla las claves para la solución del problema de los partidos, pues deben ser responsables, ideológicos, organizados, internamente democráticos, electoralmente competitivos, conducidos alternativamente, disciplinados, y efectivos para la responsabilización política de los gobernantes (260 ss.). Valdría alegar sobre el régimen patrimonial y la probidad, honestidad y transparencia de su administración, amén de los rasgos a adquirir en una eventual etapa de redemocratización del país.
Tres notas finales: una, sobre los gazapos de la obra, acaso imputables al empleo del programa que trasladó la versión original a la definitiva; otra, lo sugerido respecto a la telemática que ojalá cuente con una meditación impresa y adicional posterior (298). Y, finalmente, la impostergable discusión por la dirigencia partidista de aquellas materias contribuidas por la academia, excepto tome el camino del suicidio o de su enfermiza tentativa, como ya es costumbre.
Fuente: http://www.analitica.com/va/politica/opinion/3120269.asp
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